lunes, 29 de agosto de 2011

De piedra fundamento a piedra de tropiezo

Homilía 28 de agosto 2011
XXII Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
Memoria de San Agustín


Estatua de S. Pedro en la Basílica del Vaticano

                En poco tiempo el apóstol Pedro pasa de ser designado por Jesús como la piedra sobre la que edificará la Iglesia a ser llamado piedra de tropiezo. Lo que media entre una afirmación y otra es el misterio del dolor y el camino de la cruz. Inicialmente, Simón, hijo de Jonás, había tomado la palabra entre los discípulos para contestar a la pregunta del Maestro y había profesado su fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios; fe que es fruto de una revelación divina y no del esfuerzo intelectual humano. A esta confesión de fe sigue el cambio de nombre del apóstol a ‘Pedro’, signo de su función en la nueva asamblea de creyentes, de ser piedra sobre la que se edifica la comunidad, con la autoridad para ‘atar y desatar’, junto al poder de las llaves del nuevo templo de Dios. Pedro tendrá la autoridad doctrinal para decidir lo que es conforme con la doctrina del Maestro y el poder para incluir y excluir de la comunidad. Acto seguido Jesús empieza a hablar de su destino de sufrimiento y de cruz y Pedro reacciona increpando al Maestro: “Eso no puede pasarte”. El apóstol no puede aceptar que el designio de Dios prevea la ignominia, el sufrimiento y el fracaso para su elegido. Él piensa ‘como los hombres y no como Dios’, y por eso se convierte para Jesús en una concreción de Satanás, el Tentador por antonomasia que quiere alejar a los hombres de la fidelidad a Dios. Se vuelve skandalón, palabra griega que indica una piedra que obstaculiza el camino.
                Tenemos todos que tener muy claro que Dios no quiere e sufrimiento de nadie, ni el de Jesús, ni el nuestro. Sin embargo, ser fieles a Dios en un mundo como el nuestro marcado por el pecado y el rechazo de Dios, amar de verdad al hermano, luchar por la justicia y por el bien de los demás, construir el reino de Dios, implica siempre dolor, persecución y cruz. Rechazar esta cruz implica ser infieles a Dios, huir de la propia misión en la vida, buscar atajos que no llevan a ninguna parte.
                De este misterio del dolor y de la cruz presente en la vida de todo siervo de Dios nos hablan las tres lecturas de este domingo, no sólo el evangelio. En la primera lectura, una de las páginas espiritualmente más intensas del Antiguo Testamento, se nos revela la experiencia interior de Jeremías, seducido por el Señor, que se queja por las persecuciones que sufre por ser profeta, de haberse vuelto el hazmerreír y ser objeto de burlas, pero al mismo tiempo reconoce que aunque quiera escaquearse de su misión no puede, hay un fuego ardiente en sus entrañas que no puede contener y que lo lleva a anunciar la dura palabra de condena y amenaza de Dios que el pueblo no quiere oír.
                San Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta con la autoridad que tiene como apóstol a que, teniendo presente las misericordias de Dios para con nosotros, ofrezcamos nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Es este el nuevo culto cristiano que sustituye a los sacrificios que se ofrecían en el templo y que se fundamenta en el sacrificio único del Señor en la cruz que se renueva en la Eucaristía. Ofrecer nuestros cuerpos en sacrificio es otra forma de decir lo mismo que apunta Jesús en el evangelio de hoy cuando habla de negarse a sí mismo, de cargar con la cruz y de perder la vida por Él. Significa poner en primer lugar la voluntad de Dios y el amor a los demás, como hizo Jesús. Este es nuestro culto razonable, espiritual, conforme a la revelación que Jesús ha hecho de Dios.
                Pero para llevar a cabo esto tenemos que no dejarnos amoldar a este mundo; tenemos que renovar nuestra mente para pensar como Dios y no como los hombres. El mundo, los hombres, el Tentador, siempre nos instigarán a que rechacemos la cruz y el sufrimiento. A veces, hasta las mismas personas que nos quieren más, por un amor mal entendido, como Pedro con Jesús, nos increparán por querer seguir el camino de la cruz y nos tentarán a que seamos infieles a Dios. Esto pasa con frecuencia en muchas circunstancias de la vida. Un ejemplo claro es el matrimonio, cuando un familiar aconseja con ligereza el divorcio a unos esposos que están pasando por un momento de crisis, mientras que lo que realmente pide la situación es un crecimiento en el amor para asumir la cruz que siempre está presente cuando se quiere a alguien de verdad.
San Agustín pintado por Caravaggio
                El salmista canta que su alma está sedienta de Dios como tierra reseca, agostada, sin agua; por Dios madruga. Jeremías en la primar lectura nos habla de Dios que forcejea con él y al final lo vence y seduce. Hoy hacemos memoria de un gran santo, padre y doctor de la Iglesia, que experimentó con mucha intensidad todo esto y que descubrió y enseñó que sólo en Dios podemos encontrar nuestro reposo porque estamos hecho por Él y para Él y, aún sin saberlo, lo estamos siempre buscando, aunque muchas veces en lugares equivocados. También nosotros como San Agustín, el salmista y Jeremías sentimos sed de Dios y experimentamos que Él vence nuestras resistencias, aunque a veces sus palabras sean duras, sobre todo cuando nos habla de cruz y sufrimiento. Pero sabemos que sólo Él tiene palabras de vida eterna, palabras que encienden en nuestras entrañas un fuego ardiente que no podemos contener.

jueves, 18 de agosto de 2011

La oración que cambia los planes de Dios


Homilía 14 de agosto 2011
XX Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
Vigilia de la Asunción de la Virgen María
 
Puerta del Paraíso - Baptisterio de Florencia 
                En la Sagrada Escritura encontramos varias ocasiones en las que la oración y la penitencia hace que Dios modifique sus planes, se “arrepienta” de lo había pensado hacer. Así cuando Abraham intercede a favor de Sodoma y salva a Lot y su familia (Gn 18,16s); o cuando lo ninivitas escuchan la predicación de Jonás y se convierten: “vio Dios su comportamiento, como habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó” (Jonás 3, 10). También en el desierto, camino de la tierra prometida, cuando el pueblo se volvió idolatra y construyó un becerro de oro para adorarlo como su dios. El Señor había decidido acabar con ellos y se lo dice a Moisés: “Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo” (Ex 32, 10). Pero Moisés, en la montaña, intercede por su pueblo y Dios cambia sus planes: “Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo” (Ex 32, 14).
Detalle de la puerta
Moisés recibe las tablas de la Ley
                Desde un punto de vista estrictamente filosófico estas afirmaciones de la Escritura nos pueden parecer antropomórficas, es decir, una indebida aplicación a Dios de cualidades humanas. Si Dios es Dios, el omnisciente, el eterno, no puede cambiar de parecer, “no es hombre que dice y se arrepiente”, como también afirma la Biblia (cfr. Nn 23, 19). Sin embargo, desde un punto de vista existencial sí entendemos lo que estas afirmaciones quieren decir y tenemos además experiencia de ello. La oración humilde e insistente, hecha con fe, llega hasta el corazón de Dios y hace que el rumbo de los acontecimientos, visto desde nuestra perspectiva, cambie. Esto es lo que experimentamos. Es verdad, después podemos — y algunos debemos — seguir reflexionado y quizás decir que Dios había previsto la oración del justo y de este modo hacer compatible lo que experimentamos con la posterior reflexión filosófica. Pero lo más cercano a nosotros, nuestra experiencia inmediata, es el poder que tiene la oración, que es capaz de influir realmente en lo que nos pasa a nosotros y a nuestros seres queridos.
                Es también este el mensaje central del pasaje evangélico que la Iglesia nos brinda este domingo. Jesús, cuyo ‘pan era hacer la voluntad del Padre’, sabía que su misión iba dirigida primeramente a los hijos de Israel, al pueblo elegido. Así, cuando una mujer cananea sale a su encuentro y le pide que tenga compasión de ella y los discípulos insisten en que le haga caso para que dejara de importunar, Él contesta: “Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Ante la insistencia de la mujer es aún más contundente: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Frase que nos choca en labios de Jesús por su dureza, aunque es menos de lo que parece si tenemos en cuenta que ‘perro’ era la expresión que usaban los judíos para referirse a los que no lo eran y que el Señor utiliza el diminutivo ‘perritos’, que es más cariñoso. Pero la mujer no se rinde, sigue insistiendo, no se siente ofendida, con mucha astucia, como hace Moisés en la montaña, torna las mismas palabras del Señor a su favor. Jesús queda impresionado de la fe de esta mujer. Sólo de esta mujer, una cananea, se dice en el evangelio de san Mateo que su fe es ‘grande’.
Muerte de la Virgen (Caravaggio, 1606)
                Toda una enseñanza para nosotros. Cuando un ser querido está en dificultad, ‘tiene un demonio muy malo’, o cuando nos sentimos con el ‘agua al cuello’, cuando parece que está todo decidido y que el rumbo de los acontecimientos va imparablemente hacia un determinado desenlace, es el momento de rezar, de rezar con fe, determinación, insistencia y perseverancia, sin desanimarnos, y experimentaremos como el Señor escucha la oración del pobre che confía en Él.

                Mañana celebramos la fiesta solemne de la Asunción de María. Ella es modelo de creyente y de orante. Desde el cielo, donde está en presencia de Dios con todo su ser, en cuerpo y alma, al haberse ya realizado plenamente en ella la redención, ‘porque no era conveniente que el cuerpo en cuyo seno se hizo hombre el Hijo de Dios conociera la corrupción del sepulcro’, intercede por cada uno de nosotros, con una intercesión más poderosa que la de Abrahán y Moisés. A ella nos encomendamos y de ella queremos aprender la confianza y la oración de los pobres que llega al corazón de Dios y hace que se ponga de nuestra parte.

sábado, 13 de agosto de 2011

La JMJ, entre laicidad inmadura e Iglesia necesitada de más unión



El gran teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, mártir, ahorcado en un campo de concentración por participar presuntamente en un complot para asesinar a Hitler, y que tanto ha influido en el pensamiento de todas las tendencias del siglo pasado, escribió un importante e iluminante libro sobre la vida en común de los cristianos: Vida en Comunidad (Salamanca, Ediciones Sígueme). La obra puede leerse como una extensa meditación cuyo telón de fondo es el Salmo 133 (132):
Ved qué dulzura, qué delicia,
convivir los hermanos unidos.

Es ungüento precioso en la cabeza,
que va bajando por la barba,
que baja por la barba de Aarón,
hasta la franja de su ornamento.

Es rocío del Hermón, que va bajando
sobre el monte Sión.
Porque allí manda el Señor la bendición:
la vida para siempre.

Bonhoeffer afirma que el hecho de que los cristianos estén juntos no es lo habitual ni lo que Dios en principio quiere. Citando a Lutero escribe:

agapea.com
"Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, no se deduce que el cristiano tenga que vivir necesariamente entre otros cristianos. El mismo Jesucristo vivió en medio de sus enemigos y, al final, fue abandonado por todos sus discípulos. Se encontró en la cruz solo, rodeado de malhechores y blasfemos. Había venido para traer la paz a los enemigos de Dios. Por esta razón, el lugar de la vida del cristiano no es la soledad del claustro sino el campamento mismo del enemigo. Ahí está su misión y su tarea. 'El reino de Jesucristo debe ser edificado en medio de tus enemigos. Quien rechaza esto renuncia a formar parte de este reino, y prefiere vivir rodeado de amigos, entre rosas y lirios, lejos de los malvados, en un círculo de gente piadosa. ¿No veis que así blasfemáis y traicionáis a Cristo? Si Jesús hubiera actuado como vosotros, ¿quién habría podido salvarse?' (Lutero).
'Los dispersaré entre los pueblos pero, aún lejos, se acordarán de mí' (Zac 10, 9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un pueblo disperso, esparcido como la semilla "entre todos los reinos de la tierra" (Dt 4, 27). Esta es su promesa y su condena. El pueblo de Dios deberá vivir lejos, entre infieles, pero será la semilla del reino esparcida en el mundo entero".

Sin embargo, el teólogo también afirma que Dios puede conceder a veces la gracia a los cristianos de experimentar la comunión visible, la presencia física del hermano que es “fuente incomparable de alegría y consuelo”. La medida en que Dios concede esto varía: “Una visita, una oración, un gesto de bendición, una simple carta, es suficiente para dar al cristiano aislado la certeza de que nunca está solo”. De todos modos, esto siempre es una gracia, un gran regalo de Dios que tenemos que vivir plenamente y saber agradecer: “Por eso, a quién le haya sido concedido experimentar esta gracia extraordinaria de la vida comunitaria ¡que alabe a Dios con todo su corazón, que, arrodillado, le dé gracias, y confiese que es una gracia, sólo gracia!”.

Dietrich Bonhoeffer
Las Jornadas Mundiales de la Juventud, instituidas por Juan Pablo II, son una oportunidad para vivir y experimentar de un modo muy intenso esta gracia de la comunión visible entre cristianos. Quienquiera que haya participado en una de ellas — yo he participado en la de Roma del año 2000 y la Colonia de 2005 — puede dar testimonio de ello. Por eso es difícil entender y compartir las críticas que vienen de algunos sectores de la Iglesia dirigidas a la que se va a celebrar en Madrid la próxima semana (JMJ Madrid 2011). Ciertamente algunas consideraciones pueden ser muy razonables: que no sea un despilfarro ofensivo, que no sea una ostentación de poder eclesial, que no esté financiada por empresas éticamente discutibles y que explotan a los débiles, que no se la considere como una panacea para la crisis de vocaciones, que no nos olvidemos de los pobres, que no haya una presencia hegemónica de sólo algunos movimientos y realidades eclesiales... Pero salvaguardado todo ello, no veo como se puede criticar desde dentro de la Iglesia que los cristianos nos reunamos muy de vez en cuando de una forma gozosa y festiva, juntos con los pastores, para vivir y compartir la fe y conocer hermanos de distintos lugares, su vivencia y sus iniciativas. Muchos católicos que vendrán a Madrid la próxima semana, lo harán desde países más pobres que el nuestro, haciendo en muchos casos importantes sacrificio para poder estar presente. Pienso que detrás de estas críticas y de los argumentos que se emplean se escondan otras actitudes más de fondo que es necesario aclarar y purificar si se quiere ser sinceros consigo mismo y con los hermanos y caminar hacia la unidad. Estas críticas son un claro signo de la necesidad de reconciliación y de una mayor unión que tiene nuestra Iglesia.

Por otro lado, algunas críticas a las JMJ vienen de católicos no practicantes, de agnósticos y ateos, y del mundo laico en general. Desde estos sectores se afirma que no es justo que las instituciones públicas, con el dinero de todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes, privilegien y financien eventos de una confesión religiosa. Y tampoco se considera aceptable que estos eventos se financien sólo indirectamente, a través de ceder espacios públicos, de promulgar leyes que permitan desgravar a las empresas que colaboren, de hacer bonos transportes ad hoc más baratos.... Y aún si este evento se financiara total y privadamente por la comunidad religiosa que lo organiza, su realización conllevaría en cualquier caso gastos (por ejemplo, de personal sanitario, de limpieza, de seguridad, de transporte, etc.) que se piensa no es correcto asumir. Creo que esta forma de razonar no es compatible con una laicidad sana y moderna y que, en cambio, es fruto de un laicismo basado en una ideología antirreligiosa y más específicamente anticristiana, que todavía está presente en la sociedad española. Esto se puede demostrar fácilmente señalando como en otros países donde se han celebrado las Jornadas no han surgido con los mismos matices este tipo de críticas (por ejemplo, en Estados Unidos, en Australia, en Alemania, en Canadá, en Filipinas...) y también hipotizando cuál sería la reacción si unos eventos parecidos los organizara otra confesión religiosa. Seguramente las reacciones no serían las mismas. Probablemente muchos de los que hoy critican estas Jornadas organizadas por la Iglesia Católica, se sentirían honrados que otras confesiones las celebraran en nuestro país, aunque ello acarreara gastos y aunque ellos mismos no pertenezcan a esa confesión. Lo que motiva este tipo de críticas, si se quiere ser honesto, es un sentimiento anticatólico, aunque después se disfrace con pseudoargumentos, un sentimiento que tenemos todos — los miembros de la Iglesia, pero también los de la sociedad civil — que esforzarnos en superar si queremos construir un país mejor y más libre.

La Jornada Mundial de la Juventud de Madrid puede ser una buena oportunidad para aclarar y purificar estos prejuicios y caminar hacia una Iglesia más unida y una sociedad más positivamente laica y menos crispada, que verdaderamente respete y promueva la libertad religiosa. Para los que las podemos vivir la JMJ Madrid 2011 sin este tipo de prejuicios, será una gran ocasión para gozar de esa comunión visible entre los que compartimos la misma fe, que es una verdadera ‘dulzura y delicia’, como dice el salmista, una ‘fuente incomparable de alegría y consuelo’, como dice el gran teólogo.

martes, 9 de agosto de 2011

Orar en contacto con la naturaleza

Homilía 7 de agosto 2011
XIX Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

delejucartagena.es
En verano solemos tener más tener ocasiones para estar en contacto con la naturaleza, saliendo de la ciudad y yendo al campo, a la playa, a la montaña... Y nos damos cuenta de lo importante que es esto y de como lo necesitamos para volver a encontrar esa armonía con lo que nos rodea, armonía que durante el curso muchas veces perdemos por las preocupaciones y las prisas. También es más fácil encontrar momentos para estar a solas y en silencio y ponernos en contacto no sólo con la naturaleza, sino también con Dios, sintiendo su cercanía y presencia. Y nos damos también cuenta de lo fundamental que es esto y de la necesidad que tenemos de volver a ponernos en sintonía con Dios, que en el fondo es lo que hace que estemos en sintonía con todo lo demás, con nosotros mismos, nuestra historia y sufrimientos, con los otros, sobre todo los más cercanos, y con el cosmos. Son también las preocupaciones, las prisas, los pensamientos disfuncionales que nos asaltan, las emociones que no controlamos, nuestras conductas con las que hacemos daño a nosotros y a los demás, lo que hace que perdamos esa sintonía con Dios. Sin embargo, cuando tenemos una vida espiritual más o menos intensa, sentimos de vez en cuando la necesidad de alejarnos de todo y hacer silencio exterior e interior, yendo a un sitio donde sintamos con fuerza la presencia de Dios, para volver a ponernos en comunión con Él y gustar de su amor y amistad.
Muchas veces en los evangelios se nos cuenta que Jesús en distintos momentos del día, especialmente de madrugada y de noche, se aparta de la gente y de sus discípulos y se va a un lugar solitario para orar. Así lo vemos en el evangelio de hoy. Inmediatamente después de haber realizado el milagro de la multiplicación de los panes y peces, apremia, obliga, a sus discípulos a subir a la barca e ir a la otra orilla, mientras Él despide a la gente. Una vez hecho esto, sube al monte solo para rezar. Jesús, en su humanidad, es para nosotros un modelo. Aplicando la doctrina escolástica de la causalidad, decimos que el Señor es causa eficiente de la salvación, pero también causa ejemplar. Es decir, el Señor con su vida, su enseñanza, su muerte y resurrección es causa de nuestra salvación, nos procura la salvación, pero también es modelo para nosotros. Y en lo que se refiere a la oración es un gran ejemplo. En los momentos importantes de su vida reza; así en el bautismo, antes de elegir a los Doce, antes de enseñar el Padrenuestro, en la transfiguración, en el Getsemaní, en la cruz... Reza por sus verdugos, por sus discípulos, por Pedro, por los que le seguirán, por Él mismo. Seguro que rezaba también por cada uno de nosotros y ciertamente lo sigue haciendo como sumo y eterno sacerdote. A lo largo de su vida en la tierra estaba contantemente en comunicación con su Padre al que se dirige llamándole ‘Abbá’, y enseña a sus discípulos a hacer lo mismo; incluso nos enseñó una oración que es resumen de toda su doctrina y de lo que Él pedía a Dios en sus largos ratos de oración.
Sombra del Monte Sinaí al amanecer
En la oración podemos llegar a sentir la presencia de Dios, su paso por nuestra vida. Elías, en el monte Horeb, al oír una brisa tenue, se tapa el rostro porque siente la presencia de Dios que le habla en el silencio. No estaba el Señor en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, como otras veces había estado, sino en una brisa tenue. Este encuentro con el Señor dará al profeta Elías nuevas fuerza para seguir con su misión de la que había huido por miedo al ser amenazado de muerte. El encuentro con el Señor en la oración nos cambia, nos da nuevas fuerzas.
A veces en la oración podemos llegar a pedir cosas que van más allá de lo aparentemente razonable. Así san Pablo en la segunda lectura dice querer él mismo ser separado de Cristo, ser un proscrito, por el bien de sus hermanos, los de su raza según la carne, los judíos que como pueblo habían rechazado al Salvador. La oración es un ámbito íntimo de plena libertad, donde abrimos totalmente nuestro corazón a Dios que nos conoce mejor que nosotros mismos, sin miedos y sin pudor, y Él sabe interpretar mejor que nadie nuestras súplicas y concedernos lo que es bueno para nosotros y para nuestros seres queridos.
Muchas veces rezamos en momentos de apuro, como Pedro que se hundía en el mar. Con su amor pasional y su impulsividad, había pedido al Señor andar él también sobre las aguas y el Señor se lo había concedido, pero el fuerte viento hizo que sintiera miedo y dudara y que comenzara a hundirse. Empezó entonces a gritar: ¡Señor, sálvame’. ¡Qué oración tan breve pero tan completa! ¡Señor, sálvame! Con cierta frecuencia podemos encontrarnos en una situación parecida a la de Pedro. Quizás con mucho entusiasmo habíamos emprendido una vida de compromiso cristiano, pero el fuerte oleaje del mundo que nos rodea y zarandea, ha hecho que sintamos miedo, que dudemos y que empecemos a hundirnos. En la Sagrada Escritura el mar es signo de vida, pero también de muerte. Cuando nos sentimos así, zarandeados, abandonado por Dios, miedosos, con el agua al cuello, es el momento de orar, de gritar ‘Señor, sálvame’, y experimentaremos como el Señor extiende su mano poderosa, nos agarra y nos saca de la muerte.
Aprovechemos, hermanos, este tiempo de verano para ‘sintonizar con Dios’. Encontremos momentos, aunque sean pocos, para apartarnos de todo lo demás, hacer silencio, ponernos en presencia de Dios y hablar íntimamente con Él. Busquemos su presencia en la naturaleza, obra de sus manos. Quizás en el monte o en el mar, en el silencio, oigamos esa tenue brisa de su paso. Así experimentaremos su salvación, como nos agarra con su mano y no saca de nuestras muertes, de nuestras dudas y nuestros miedos, y nos renueva para seguir con nuestra misión en la vida.

jueves, 4 de agosto de 2011

San Juan María Vianney y el sacerdote de hoy


En un muro de Ars
            Hoy, memoria de San Juan María Vianney, sacerdote ejemplar y santo patrón de todos los párrocos, quiero proponer a los lectores de este blog unas reflexiones que surgieron en unos ejercicios espirituales que realicé en Ars en noviembre de 2009, coincidiendo con el año sacerdotal convocado por Benedicto XVI con ocasión del 150 aniversario del nacimiento del santo. El cura de Ars en muchas cosas, tanto de su vida como de su enseñanza, sigue siendo muy actual para nosotros y nos invita a preguntarnos sobre la figura del sacerdote, sobre su importancia como mediador entre Dios y los hombres y el que pone a nuestro alcance la redención de Cristo. Y la vida misma de este cura de un pueblo, con su ascetismo, su entusiasmo pastoral, sus pruebas y luchas, nos llevan a cuestionarnos sobre la vida misma del sacerdote de hoy.
            Junto con algunas reflexiones sugeridas por la vida y la enseñanza de este santo, ‘cuelgo’ aquí también algunas fotografias que saqué a lo largo de esos días.
Su vida
  • Nacido el 8 de mayo de 1786 en Dardilly, cerca de Lyon, en el seno de una familia de labradores, Juan María Vianney a los 20 años empieza a prepararse para el sacerdocio  con la ayuda del P. Balley, cura de Ecully. En 1818 es enviado a Ars. En cuanto llega hace de su iglesia su residencia. Noche y día está en ella, delante del tabernáculo, rezando al Señor por sus feligreses: ‘En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar’. Poco a poco despierta en sus feligreses la fe con sus sermones sencillos pero llenos de celo por el Señor, y sobre todo con su oración y su manera de vivir. Restaura y embellece la iglesia, funda un orfanato, llamado ‘La Providence’ (la providencia) y atiende a los pobres. Rápidamente su reputación de confesor atrae muchos peregrinos que buscan su consejo y el perdón del ‘buen Dios’ y la paz del corazón. Asaltado por muchas pruebas y combates, guarda su corazón arraigado en el amor de Dios y de sus hermanos; su única pesadilla era la salud de las almas. Su catecismo y sus homilías hablan sobre todo de la bondad y misericordia de Dios. Sacerdote, consumiéndose de amor ante el Santísimo Sacramento, da todo a Dios, a sus feligreses y a los peregrinos y muere el 4 de agosto de 1859. Es canonizado en 1925 por Pio XI — el mismo años que Santa Teresita —, y proclamado en 1929 patrón de todos los sacerdotes del mundo.

Año sacerdotal 2009-2010
El Papa Benedicto XVI en su Carta del 16 de junio de 2009 convoca un año sacerdotal con ocasión del aniversario del nacimiento del santo y explica en ella la finalidad de esta iniciativa:
Monumento del año sacerdotal
“He resuelto convocar oficialmente un Año Sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del dies natalis de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero–. Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010”. 


 Algunas palabras del cura de Ars
  • El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús.
  • “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina.”
  • “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”.
  • 
    Confesionario del santo
  • “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir (a causa del pecado), ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo.”
  • “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos, no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros.”
  • “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien.... Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración.”
  • “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…. Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis".
  • “Todas las buenas obras juntas no son comparables al sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la santa Misa es obra de Dios.”
  • “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”
  • “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”
  • “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él... Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.
  • “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita.”
  • “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”
  • “Lloro porque vosotros no lloráis... Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno.”
  • “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla! ... Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz.”
  • “La mayor desgracia para nosotros los párrocos es que el alma se endurezca.”
  • “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos.”
  • Comedor del santo
  • En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad, era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”, sus familias más necesitadas. Por eso ‘era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo’: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera.”
  • “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios.”
  • “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre.”

Algunos sugerencias para la reflexión personal
  • La importancia del sacerdote sobre la que tanto insistía San Juan María Vanney: el sacerdote es el mediador de la salvación de Cristo; sin el sacerdote la obra de Cristo sería inútil para nosotros porque no se aplicaría a nuestra vida.
  • Púlpito utilizado por el santo
  • Su presencia constante en la iglesia: “la iglesia era su casa”
  • Su amor a la Eucaristía, centro de su vida.
  • Su disponibilidad para celebrar el sacramento de la penitencia y su buen hacer con los penitentes.
  • Su lucha  contra la tentación de la desesperación, por sentirse indigno de ser párroco, por su ignorancia, pero aún en esa lucha espiritual que marcó toda su vida era muy fecundo.

Bibliografía utilizada para este artículo y útil para seguir profundizando
Giovanni-Maria Vianney, Importunate il buon Dio. Pensieri e discorsi del Curato d’Ars, Città Nuova Editrice, Roma, 1975 (books.google.es).

Algunas fotografías de Ars

Camino de Ars
 
Vista de Ars
     
Entrando en Ars


Capilla de 'La Providencia'


Capilla donde se guarda el corazón del santo



Relicario con el corazón del santo


Patio de casa del santo


Dormitorio del santo


Monumento del Encuentro:
"Tú me has enseñado el camino de Ars, yo te enseñaré el camino del Cielo"


Seminario internacional de Ars


Urna con el cuerpo del santo

martes, 2 de agosto de 2011

Pan y palabra, palabra y pan

Homilía 31 de julio 2011
XVIII Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)
San Ignacio de Loyola

Niño de Somalia
                Es difícil leer el evangelio de hoy sin relacionarlo con la situación de hambruna tan dramática de los países del Cuerno de África, situación que es de verdadera emergencia humanitaria, en la que muchas adultos y niños están a punto de morir. Las imágenes de estos niños tan demacrados, con la piel pegada a los huesos y los ojos tan grandes y suplicantes, que quizás quisiéramos no ver, nos impactan, entristecen y avergüenzan, aunque ya hemos sido en parte desensibilizados a ellas. Estás imágenes nos llegan junto con la voz de alarma de organismos internacionales, Organizaciones no Gubernamentales y muchos misioneros que nos cuentan lo que están haciendo con los pocos recursos que tienen. También el Papa hoy, en el rezo del Ángelus desde Castel Gandolfo, haciendo referencia a este pasaje evangélico, decía que ‘está prohibido quedarse indiferente ante la tragedia de los hambrientos y los sedientos’.
                En el evangelio que se nos ha proclamado, Jesús, una vez que se entera de la muerte de Juan el Bautista, se retira en barca a un ‘sitio tranquilo y apartado’. La muerte de Juan marca una nueva etapa en la vida del Señor: ahora siente más cercana su misma muerte y empieza a dedicar más tiempo a instruir a sus discípulos. Pero la gente lo sigue por tierra desde los pueblos. Este buscar a Jesús, seguirlo, llegar donde está él, es como una oración silenciosa, un grito sin palabras, una súplica. Y así lo entiende Jesús. Él ve el gentío, siente lástima y cura a los enfermos. Ve, siente lástima y cura, como hizo Dios con el pueblo de Israel que era esclavo en Egipto: se fija en la aflicción de su pueblo, siente compasión y libera a los suyos en la primera Pascua, anticipo de la Pascua definitiva de Jesús que hacemos presente en cada Eucaristía.
                Pero atardece y los discípulos dicen prudentemente al Maestro que despida a la multitud para que busquen comida. La respuesta de Jesús es sorprendente: “dadles vosotros de comer”. Estas palabras que el Señor dirige a sus discípulos las sigue dirigiendo hoy a nosotros: “dadles vosotros de comer”. Así las tenemos que entender y así las han entendido los grandes santos, algunos al pié de la letra.
                Pero los discípulos tienen demasiado poco para poder dar de comer a tantos, tienen sólo cinco panes y dos peces, que quizás justo les bastaría a ellos para alimentarse. No importa; Jesús les pide lo poco que tienen y con ello alimenta a la multitud, y aún sobra. Este es el gran milagro: basta compartir lo poco que tengamos y el Señor hace el resto. Pero tenemos que aprender a compartir...
                Sin embargo, también es verdad que ‘no sólo de pan vive el hombre’. Las demás lecturas de este domingo nos lo quieren recordar. Así el gran himno al amor de Dios, fundamento de nuestra esperanza, que concluye el capítulo ocho de la Carta a los Romanos. Dice Pablo entusiasta, después de haber descrito la nueva vida del cristiano, que nada nos puede separar del amor de Dios revelado en Cristo Jesús; nada, ninguna criatura, ningún acontecimiento por doloroso que sea, ninguna potencia que no conocemos; sólo nuestra libertad que Él respeta nos puede separar del amor de Dios. Esta buena noticia del amor infalible de Dios también necesitamos que nos la proclamen y es la que de verdad nos hace felices. Y así también la primera lectura de Isaías nos dice que ‘no gastemos el dinero en lo que no alimenta, ni el salario en lo que no da hartura”. Lo único que llena nuestro corazón, nos alimenta y nos sacia es Dios.
                Pero las dos cosas van juntas, el pan y la palabra. A veces se discute si viene antes la palabra, la tarea de santificación personal, el esfuerzo espiritual de cada uno, o si primero es el pan, la lucha por la justicia, el cambiar las estructuras injustas, el compromiso social. Aunque según las circunstancias haya que priorizar una u otra dimensión de la acción eclesial, las dos tienen que ir juntas. Y quizás hoy, a la luz de la tragedia de Somalia y los países vecinos, tenemos que volver a tomar más en serio nuestro esfuerzo por construir un mundo mejor y más justo. Y todos podemos hacer algo. Desde ayudar con la oración y el sacrificio personal, con nuestra aportación económica por pequeña que sea — nuestros ‘cinco panes y dos peces’ —, hasta decidirnos por llevar una vida más austera y menos consumista y, según la responsabilidad que tengamos, emprendiendo acciones en el ámbito social y político. Este aspecto de la vida cristiana que quizás por algunos excesos después del Concilio Vaticano II se había relegado, tenemos que retomarlo con fuerza. De hecho, el milagro de Jesús de la multiplicación de los panes, como dicen los exegetas, no es sólo un signo de su poder sobre la naturaleza, ni tampoco sólo un signo moral de la bendición del compartir, sino también es un signo social de que Dios hace justica a los oprimidos. En este milagro Jesús da de comer a una buena proporción de la población judía — algunos dicen el 10% — de la Palestina de entonces.
San Ignacio de Loyola
                El milagro de la multiplicación de los panes se ha leído desde siempre en relación también con la Eucaristía, que es a la vez palabra y pan, alimento espiritual y temporal. Concluimos esta reflexión hoy que es la fiesta de San Ignacio de Loyola, recordando y rezando una oración suya con un fuerte sabor eucarístico:

Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos de alabe.
Por los siglos de los siglos. Amén.