martes, 23 de octubre de 2012

El ‘insight’ de la fe que lleva a una vida de servicio y de entrega a los demás



Homilía Domingo 21 de octubre de 2012
XXIX Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Jornada mundial por la evangelización de los pueblos (DOMUND)

El problema de los nueve puntos
La famosa expresión ‘¡Eureka!’ de Arquímedes cuando estando en la bañera descubrió la forma de determinar la densidad de un objeto sin modificar su forma a través del agua que desplaza, y la palabra insight que utiliza el teólogo Lonergan como título de uno de sus libros, señalan una experiencia humana fundamental que todos hemos tenido alguna vez. Es esa experiencia de descubrir una verdad que hasta entonces se nos había escapado, una conexión entre elementos de una cosa que estaban todos presentes pero que no habíamos relacionado, una determinada figura o forma que existía pero que no veíamos, un sentido nuevo de unos eventos que ya conocíamos pero sin ver la relación entre ellos. Es la experiencia que tuvo el apóstol que corrió con Pedro al sepulcro esa mañana del primer domingo. Cuando entró en la tumba vacía, el autor del cuarto evangelio, que la tradición de la Iglesia identifica con este mismo apóstol, con Juan, afirma: “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura, que él había de resucitar de entre los muertos”. Ese fue para san Juan el momento de su ¡Eureka!, del insight fundamental de su vida. Hasta entonces no había comprendido la enseñanza de Jesús ni el misterio de su muerte.

            Que hasta ese momento Juan no había comprendido ni el mensaje, ni la vida de su Maestro, lo podemos constatar en el evangelio de hoy: con su hermano Santiago pide a Jesús sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda en el banquete mesiánico. Buscan la gloria, el prestigio, el estatus social, en términos mundanos, en una perspectiva terrenal según la cual el reino que instauraría el Mesías sería como los otros de este mundo, quizás con mucha más gloria, pero del mismo tipo. Juan tendrá que entender que el reino que trae el Señor, la salvación que nos ofrece, es algo muy distinto. No se trata de tener mucho dinero, mucho poder, de ser importante, sino de ‘ser como Dios’. Juan lo entenderá cuando vea a su Maestro morir en la cruz y encuentre la tumba vacía. En ese momento, con la iluminación interior de la gracia divina, empezará a comprender las Escrituras que hasta ese momento permanecían veladas para él.

            Comprenderá, por ejemplo, el pasaje de la primera lectura de hoy que habla de un Siervo de Dios que será ‘triturado con el sufrimiento, que entregará su vida en expiación, que justificará a muchos porque se cargará con los crímenes de ellos’. Entenderá que este texto habla de Jesús que “vino a dar su vida en rescate por muchos”. Al entender esto estará dispuesto él también a beber el cáliz del Señor, a recibir su bautismo, a sumergirse en el abismo del dolor, que es lo que indican esas bellas imágenes que utiliza el Señor en referencia a su pasión. Juan sabrá entonces que en el reino de Dios se puede entrar solo por este camino, el que recorrió Jesús, el del servicio y de la entrega de la propia vida, el del sufrimiento. El hermano de Juan, Santiago, será el primero de los apóstoles en sufrir el martirio por seguir el camino del Maestro.

Bautismo de Jesús
P. Rupnik - Centro Aletti (2007)
Parroquia de María Inmaculada
Modugno-Bari (Italia)
Explicación teológíca:  centroaletti.com
            Lo que le pasó al apóstol Juan, salvando las distancias, nos pasa también a nosotros. Hasta que no nos llegue ese momento de luz, ese momento en el que comprendemos en profundidad las enseñanzas y el destino de Jesús y el misterio de su sufrimiento, se nos hace difícil liberarnos de los valores mundanos que dominan nuestra vida y nuestra sociedad. Como los apóstoles antes de la muerte y resurrección del Señor y de haber recibido el Espíritu, también nosotros buscamos la gloria, el prestigio mundano, un estatus social elevado según los criterios de nuestra sociedad... ¡A veces incluso utilizamos la religión para ello! Pero cuando el Señor nos toca con su gracia e ilumina nuestro entendimiento, todo esto cambia. Descubrimos que la salvación que nos ofrece Dios va por otro camino mucho más profundo e importante, que lo que nos da es algo mucho más fundamental y necesario, que su “reino no es de este mundo”, que no se trata de tener mucho dinero, prestigio social o poder, sino de estar libre del pecado y de vivir lo que Dios ha pensado para nosotros desde la eternidad, participando en su vida divina. Descubrimos que él, el Hijo de Dios, “ha venido no a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud”. Entendemos entonces que para entrar en este reino debemos seguir el mismo camino del Maestro. Aceptamos, acogemos de buena gana, o incluso buscamos, beber el cáliz del Señor para ser su amigo íntimo. No rehusamos recibir su bautismo, sumergirnos en el dolor, cargándonos con los crímenes de los demás, para rescatar así a muchos. Este es el camino de Dios y debe ser el de todo aquél que quiera ser como él.

Sin embargo, sabemos también lo débiles que somos. Quizás no hemos aun llegado a ese momento de insight, de ¡Eureka!, y los valores de este mundo son los que nos dominan. Sí, somos creyentes y hemos recibido el bautismo que non ha sumergido sacramentalmente en la muerte de Jesús para caminar en una vida nueva, pero los valores y las motivaciones que guían nuestra vida son los del mundo y no los del Señor. Todavía tenemos que hacer camino pidiendo el don del Espíritu que transforme nuestro corazón y nuestro entendimiento. En este nuestro caminar, en el que nos sentimos llenos de debilidades de todo tipo, debilidades de fe, de esperanza, de voluntad para tomar decisiones, de apegos que nos esclavizan, podemos contar con “un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios”. Él es capaz de compadecerse de nuestras debilidades, ya que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, aunque nunca dijo no a Dios. Por eso es en todo igual a nosotros. A él nos dirigimos para que nos vaya haciendo entender el misterio del reino de Dios al que estamos llamados y el camino para llegar a él.

Hoy se celebra la Jornada mundial por la evangelización de los pueblos. La misión nace cuando descubrimos la belleza del mensaje de Jesús y del reino que nos ofrece. Nace de la obligación que se siente de llevar este anuncio a los que no lo conocen. Nace de saber que hay uno que ha dado la vida por nosotros pagando nuestro rescate y que nos ha abierto las puertas del cielo. Descubrir esto nos empuja a ser ‘misioneros de la fe’, como es el lema de este año. Nos unimos en esta celebración a todos los misioneros, pedimos por ellos y colaboramos con su labor con nuestra generosa aportación. Sin embargo, aunque hoy tenemos sobre todo presente la misión ad gentes, dirigida a los que todavía no conocen a Jesús, y a los misioneros que se encargan de esta tarea que es parte de la esencia misma de la Iglesia, también sabemos que en Roma se está celebrando estos días un Sínodo de Obispos sobre la nueva evangelización. No solo es necesaria la misión ad gentes, sino también la que se debe llevar a cabo de nuevo en los países de antigua cristiandad, como el nuestro, a los que llegó el anuncio cristiano en los comienzos de nuestra era, pero en los que nos hemos olvidado consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, de él.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Siempre estamos a tiempo para decir sí al Señor



Homilía Domingo 14 de octubre de 2012
XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)

Detalle del mosaico de Cristo pantocrátor
Iglesia de San Salvador en Chora (Estambul)
Fuente de la imagen: flickr.com
            Estoy seguro de que algunos de nosotros hemos percibido alguna vez en nuestra vida esa mirada tan especial que Jesús dirige al hombre rico del evangelio de hoy, hombre que según el evangelista Mateo es joven. El texto dice que el Señor “se le quedó mirando con cariño”, o más literalmente “se lo quedó mirando y lo amó”, o “fijando en él la mirada, quedó prendado de él”. El verbo que se utiliza en el texto original griego  –agapáô- indica un amor de predilección. Jesús mira intensamente a este joven y lo ama. Lo ama no porque ha guardado los mandamientos con fidelidad desde su juventud, sino porque ha buscado con empeño, desde su adolescencia, la sabiduría, como Salomón en la primera lectura: “Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza.... La quise más que la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso”. Este joven busca la sabiduría, busca vivir una vida auténtica, por eso se acerca corriendo a Jesús, se arrodilla y le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Sabemos que este amor especial que siente Jesús por el joven no se debe a su cumplimiento de la Ley porque Dios no nos ama por cumplir la Ley, su amor no está condicionado a lo bueno que seamos, sino que nos precede, es un amor ‘primero’ y gratuito. Sin embargo, en este caso se trata de un amor especial. El Señor desde la eternidad ha amado a este joven y puesto en él el deseo de la sabiduría para que buscara al Único que es bueno de verdad, al Único que puede dar vida eterna.

Fuente de la imagen: faberex.wordpress.com
Por eso Jesús se atreve a pedirle algo más, algo que pide solo a aquellos con los que quiere compartir más de cerca su vida y su ministerio. Jesús sabe que para este joven sus riquezas son un obstáculo para que realice lo que Dios tiene pensado para él. Puede que a otras personas que son amadas con el mismo amor de predilección el Señor pida una renuncia distinta, según donde cada cual tenga puesto su corazón y lo que considere su tesoro. Las riquezas materiales, sin embargo, son para la mayoría de nosotros un verdadero ídolo, algo que pervierte nuestra relación con Dios y con los demás, y nos esclaviza impidiendo que seamos libres para seguir al Señor. Por eso todos nosotros debemos desprendernos de las riquezas con el corazón –es decir, no poner nuestra confianza en ellas-, y a algunos se les pide que lo hagan también materialmente.

Sabemos la reacción de este joven: se marcha ‘pesaroso’, ‘triste’. Dicen los grandes maestros espirituales que hay distintos tipos de tristeza. Hay una tristeza que lleva a la muerte del alma, que nace de la envidia, del apego a las riquezas, del estar atrapados en las preocupaciones del mundo. Hay otro tipo de tristeza que lleva a la vida y que está asociada al arrepentimiento sincero, al darse cuenta de que hemos rechazado la voluntad de Dios, lo que él tenía pensado para nosotros.

Puede que la tristeza de este joven sea de este segundo tipo. Puede que se arrepintiera de haber dicho que no a lo que le pedía Jesús. Puede que después haya renunciado a sus riquezas y se haya hecho discípulo del Señor. El hecho de que este episodio se narre en los tres evangelios sinópticos puede ser signo de que esta persona fuese conocida en la primera comunidad cristiana y que hubiera, ya como creyente, contado la historia de su primer encuentro con el Maestro.

Mientras vivimos en este mundo estamos siempre a tiempo para volver sobre nuestros pasos y decir ‘sí’ al Señor, sean cuales sean nuestras circunstancias actuales. Si en algún momento de nuestra vida hemos percibido que el Señor nos miraba con amor de predilección y nos pedía alguna renuncia para seguirle más de cerca y le dijimos que ‘no’, estamos aun a tiempo para cambiar las cosas. Algunas personas me han contado con dolor que en un dado momento se sintieron llamadas a la vida consagrada, o a una vida de apostolado muy comprometido, pero por miedo, o porque temían entristecer a sus padres, o porque se sentían también muy ligados a otras cosas o personas, dijeron que no. Pues ahora es el momento de decir ‘sí’. Puede que las circunstancias hayan cambiado y que haya que plantearse el seguimiento de Jesús en otros términos, pero la radicalidad de la opción por él debe ser la misma. El Señor nos sigue mirando con el mismo amor y sigue esperando nuestro sí; como dice el apóstol Pablo: “los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rm 11,29).

San Francisco renuncia a los bienes
Atribuido a Giotto (1295-1300)
Basílica superior de Asís (Italia)
En el evangelio de hoy Pedro hace notar a Jesús que él y los demás discípulos sí han dejado todo y le han seguido, a lo que el Señor contesta prometiendo el céntuplo en este tiempo a los que dejen algo por él “y en la edad futura, vida eterna”. Creo poder decir con casi absoluta certeza que todos los que hemos dejado algo para seguir más de cerca al Señor podemos dar testimonio de que esta promesa se cumple, que hemos recibido cien veces más de los que hemos dejado en relaciones humanas y en bienes . Sin embargo, Jesús también dice –algo que curiosamente solo aparece en el evangelio de Marcos- que este céntuplo va acompañado de persecuciones. Evidentemente, el camino del discipulado no es una camino de rosas; si es auténtico, implica participar de algún modo en la suerte del Maestro, pero experimentando a la vez las consolaciones de Dios y la gran riqueza en relaciones humanas y en comunión de bienes que comporta el ser apóstol.

            Como podemos constatar al reflexionar sobre el evangelio de hoy, es verdad lo que se afirma en la segunda lectura de la Carta a los Hebreos sobre la Palabra de Dios: “es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y huesos. Juzga los deseos e intenciones del corazón”. La Palabra de Dios nos ayuda a hacer claridad en nuestro interior, a darnos cuenta de nuestras motivaciones y de nuestros deseos y anhelos más profundos y a juzgarlos según Dios y a amoldarlos a su voluntad. En esto consiste el duro y fascinante camino hacia la perfección cristiana.

domingo, 14 de octubre de 2012

Con María empezando una nueva evangelización



Homilía 12 de octubre de 2012
Fiesta de Nuestra Señora del Pilar

El apóstol Santiago y sus discípulos
adorando la Virgen del Pilar (Goya, 1775)
El piadoso relato de la aparición de la Virgen al apóstol Santiago sobre un pilar a orillas del Ebro, en un momento en que el que el apóstol estaba muy desanimado por la aparente ineficacia de su obra evangelizadora, puede ayudarnos a empezar con buen pie bien este Año de la Fe que comenzó ayer en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II.

Cuando pensamos en España, ‘tierra de María’ como la llamó Juan Pablo II, y consideramos la fe de los españoles, fe que se llevó desde esta tierra a los países de la hispanidad, muchos de los cuales hoy también celebran su fiesta, podemos caer fácilmente en el desánimo. Aunque la mayoría de los españoles se siguen declarando creyentes y católicos, bien sabemos los que estamos en la primera línea de la acción pastoral de la Iglesia que esta fe la mayoría de las veces es muy débil: es una fe que podríamos llamar ‘sociológica’, más que una adhesión plena y consciente a la fe de la Iglesia fruto de un encuentro personal con el Señor. Así lo constatamos en las personas que vienen a solicitar algún sacramento a nuestros despachos parroquiales: el bautismo de sus hijos o su primera comunión, el matrimonio, un funeral para un familiar... Vienen pidiendo algo que creen que es bueno para ellos o para sus seres queridos, pero sin saber muy bien lo que implica. Como han dicho el papa y los obispos en varias ocasiones, se percibe en Europa una crisis de fe, una ‘apostasía silenciosa de  la fe’.

Gráfico de las creencias religiosas de los españoles
elaborado con datos de un barómetro del CIS de 2008.
Datos más recientes en:  cis.es
Ante este hecho que es común a todos los países de antigua cristiandad, Juan Pablo II vio la necesidad para la Iglesia en este nuevo milenio de emprender una nueva evangelización. En Roma, este mes de octubre, se está celebrando una Asamblea General del Sínodo de Obispos para tratar este tema. También en Roma, ayer, 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, con una solemne celebración eucarística, el papa dio comienzo a un Año de la Fe para ‘redescubrir el camino y la belleza de la fe’.

El pilar sobre el que se apareció la Virgen al apóstol Santiago recuerda esa columna de fuego que mostraba al pueblo de Israel salido de Egipto el camino hacia la tierra prometida: es símbolo de la fe que ilumina nuestro peregrinar hacia la casa del Padre, fe que hace que sustentemos nuestra vida sobre la roca que es Cristo, él único que no defrauda y que permanece firme cuando todo los demás vacila.

Hoy esta fe se ha vuelto débil, en nuestros países y también en cada uno de nosotros. Ya no es esa columna sólida que aguantaba todo el peso que le pusiéramos encima. Tenemos que admitir que con frecuencia tenemos dudas de fe, dudamos como hizo el pueblo elegido en el desierto de que Dios esté en medio de nosotros, que nos quiera, que el cielo exista. Por muchas pruebas que nos haya dado el Señor en el pasado, cuando las cosas no salen como pensamos deberían, le ponemos a prueba, pedimos a Dios que haga esto o aquello para que tengamos la certeza de que está con nosotros, como hizo el pueblo de Israel en Masá y Meribá pidiendo con arrogancia a Dios que sacara agua de la roca.

Logo del Año de la Fe
En estos momentos difíciles, de crisis de fe, de aparente fracaso de nuestros esfuerzos evangelizadores, muchas veces con el ánimo como lo tenía el apóstol Santiago en las riberas del Ebro, es cuando tenemos que darnos cuenta de que no estamos solos. En estos momentos estamos llamados a descubrir de nuevo la presencia de María que acompaña siempre a la Iglesia, del mismo modo que en el cenáculo estaba con los apóstoles rezando para se concediera el don del Espíritu. Sabemos que muchas cosas no se podrán hacer sin una intervención poderosa de Dios, sin un nuevo Pentecostés, entre ellas resolver la espinosa y dolorosa cuestión de la desunión de los cristianos que es condición para que el mundo crea. Por eso hoy, en esta fiesta de María, nos dirigimos a ella para que nuestra fe se vuelva más fuerte, se transforme en una columna firme sobre la que podamos edificar nuestra vida y que podemos transmitir a los demás. También ponemos nuestra labor evangelizadora bajo su guía y protección para que ella acompañe nuestros esfuerzos y puedan dar sus frutos en los tiempos y en las formas que Dios quiere.

martes, 9 de octubre de 2012

Los que se casan de verdad se vuelven una sola carne



Homilía Domingo 7 de octubre de 2012
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario
Apertura del Sínodo de Obispos
Proclamación de san Juan de Ávila ‘doctor de la Iglesia’

Fuente de la imagen: shaddai360.blogspot.com.es
            La Palabra de Dios de este domingo trata un tema que nos toca muy de cerca, del que depende nuestra felicidad y la de nuestros seres queridos y del que depende también nuestra vida cristiana y el testimonio que damos de la verdad de la buena noticia de Jesús en el mundo. El tema es el matrimonio y ya sabemos lo conflictivo que es y la diferencia que supone abordarlo en términos generales o a partir de nuestra propia vida y la de los nuestros. Conocemos lo que dicen las estadísticas; por ejemplo, que por cada cuatro matrimonios que se celebran en España, tres se rompen (en 2011, según datos del INE, se celebraron 161,345 y se disolvieron 110,651), que la duración media de los matrimonios  disueltos en nuestro país es de alrededor de 15 años, que el 58% de ellos tienen hijos al romperse… Pero más allá de las estadísticas, está nuestra propia experiencia personal y la de personas muy cercanas a nosotros, experiencias a veces muy positivas, pero muchas veces, quizás la mayoría de las veces, muy dolorosas.

            Es a partir de esta experiencia que escuchamos hoy la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Esto puede llevar a que cerremos nuestros oídos, a que no queramos escuchar, porque tememos que esta palabra nos juzgue o nos imponga cosas irrealizables. Pero esto es mentira. La Palabra de Dios es siempre buena noticia. La tenemos que acoger del mismo modo que los niños aceptan un regalo, sin prejuicios ni miedos. Dice Jesús en el evangelio de hoy que de los que son como ellos es el reino de Dios, que “el que no acepte el reino de Dios como un niños no entrará en él”. El reino de Dios no es cuestión de estatus, de fuerza, no lo podemos exigir, sino que es un regalo que debemos acoger como hacen los niños, con alegría, agradecimiento y disponibilidad. Esto vale también para la Palabra de Dios que anuncia la llegada del reino. Ella no juzga nuestra vida sin más, sino la sana, nos hace ver nuestra realidad con los ojos de Dios, nos abre nuevos horizontes y nuevas posibilidades, nos llena de esperanza. ¡Escuchemos, entonces, con la confianza de los niños, la enseñanza de Jesús sobre el matrimonio, lo que nos dice el verdadero y único Maestro que nos habla desde la Verdad!

            Lo primero que tenemos que señalar es que la enseñanza de Jesús sobre el matrimonio no consiste en una serie de prohibiciones, sino que se fundamenta en la voluntad de Dios, en lo que Dios Padre y Creador ha queridos para el bien de sus hijos, en su sueño para el hombre y la mujer, en su proyecto originario. El reducir la enseñanza de Jesús a la prohibición del divorcio y de nuevas nupcias la falsea y no hace justicia a su profundidad y belleza. Jesús, ante la pregunta sobre la licitud del divorcio, retrotrae la cuestión a su origen, a lo que era ‘en principio’, y lo hace citando un texto del relato de la creación del libro del Génesis que hemos escuchado en la primera lectura. En él se habla de la soledad del hombre: “no está bien que el hombre esté solo”; una soledad que puede solo llenar alguien que sea similar a él, que le pueda ayudar desde el mismo nivel, un ser personal con su misma dignidad, complementario a él por esa diferencia sexual que establece el Creador desde el principio. “Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. La constitución misma del hombre y la mujer, su mismo ser con su diferencia sexual y su igual dignidad, son los presupuestos del matrimonio, de esa unión profundísima de dos existencias humanas. Esta unión es tan íntima que se dice que ya no son dos, sino una sola carne. Esta unión querida por Dios, que es una unión interpersonal exclusiva y única que se pone en acto en los que se han casado de verdad, que se expresa y consolida de una manera eminente en la relación sexual, es lo que Dios ha querido para nosotros y lo que nos hace verdaderamente felices, sacándonos de esa soledad de la que habla el Libro del Génesis. Dice el Señor que esta unión, cuando es verdadera, no puede ser disuelta, porque es Dios mismo quien la ha establecido. La indisolubilidad de esta unión no es algo impuesto arbitrariamente desde fuera, una exigencia más que el Señor pone, sino que es constitutiva de esta unión, está inscrita en su misma esencia.

Resumiendo mucho lo que Jesús nos enseña sobre el matrimonio, podríamos decir que los que se casan de verdad  -no los que se casan por la Iglesia o por lo civil, como a veces decimos, y que muchas veces, desgraciadamente, no se casan de verdad, no se entregan del todo, de ahí las nulidades que con tanta facilidad se declaran-, los que se casan de verdad en un acto sincero e incondicional de entrega al otro, se vuelven una sola carne, crean una unión de vida y de amor que es única, exclusiva, indisoluble y querida por Dios, que es más fuerte que todo lo demás y que para los cristianos es signo del amor fiel de Dios.

La Batalla de Lepanto -  Paolo Veronese (1571)
Galleria dell'Accademia (Venecia, Italia)
Pero ahora, podríamos decir, habiendo escuchado sin prejuicios esta bellísima enseñanza de Jesús: ¿Y las tantas rupturas? ¿Y la violencia doméstica? ¿Y los infiernos en los que a veces se vuelven nuestros hogares? ¿Y cuando es uno solo de los dos el que tira del carro y el otro pasa? ¿Y cuando el otro se quiere ir? El divorcio ya existía en tiempos de Jesús y la ley establecía el modo de llevarlo a cabo: no se hacía en un tribunal, bastaba que el marido diera un acta de repudio a la mujer. También para la mujer, por lo menos en la ley romana, valía lo mismo.

Jesús dice que lo que ha llevado a esta norma, y lo que en el fondo lleva a las rupturas matrimoniales, es la terquedad, la sklerokardía en el texto griego, la dureza del corazón. Lo que hace para nosotros difícil vivir el proyecto de Dios que nos haría felices, es nuestro corazón duro, nuestro pecado, nuestra incapacidad de amar, nuestros miedos, nuestro egoísmo...

Jesús con su muerte y resurrección nos libera del pecado y nos da su Espíritu para que podamos caminar en una vida nueva, fieles a lo que Dios desde siempre ha querido para nosotros. Jesús no solo nos enseña la verdad sobre el amor humano, sino que también nos da la fuerza para poderlo vivir. De ahí la importancia para los matrimonios cristianos de permanecer unidos a él como los sarmientos a la vid. Permanecemos unidos al Señor a través la oración, y hoy, siete de octubre, fiesta del Rosario, puede ser una buena ocasión para retomar esta oración tan importante en la tradición de la Iglesia y cuya eficacia han experimentado muchas familias a lo largo de los siglos.

También las personas que sufren la muy dolorosa situación de una ruptura matrimonial, o que están solas no por su voluntad, pueden recibir luz de estas palabras de Jesús sobre el matrimonio para poder ver su historia con otros ojos, y encontrar fuerzas para permanecer unidas al Señor 'fuente de todo consuelo' y dar testimonio de su amor en el mundo.

Hoy empieza en Roma una Asamblea General del Sínodo de Obispos convocada por el papa para tratar el tema de La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Toda evangelización para ser eficaz necesita de signos claros que hagan creíble lo que se anuncia. Unos de los signos más elocuentes que hoy podemos dar al mundo de la verdad de la buena noticia del amor fiel de Dios hacia el hombre es la vida misma de los matrimonios cristianos que, con todas sus deficiencias humanas, viven eso que la Biblia llama ser ‘una sola carne’.

Hoy también el papa declara a san Juan de Ávila, patrono del clero secular español,  doctor de la Iglesia. Nos ponemos bajo su intercesión para que los sacerdotes y los matrimonios seamos testigos con nuestra vida de un Dios que es amor, como él decía.

martes, 2 de octubre de 2012

‘Ser de los nuestros’ para el cristiano tiene un sentido distinto



Homilía Domingo 30 de septiembre de 2012
XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Memoria de san Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia

Una manifestante besa a un policía en la Plaza Tahrir
El Cairo (Egipto) - 30/01/2011 AP
Normalmente cuando hablamos de alguien o pensamos en él tenemos muy presente si es de ‘los nuestros’ o no. Dependiendo del contexto, ‘ser de los nuestros’ puede significar pertenecer a la misma familia o grupo social, o ser del mismo partido político, o compartir las mismas creencias religiosas, o haber nacido en el mismo país, o ser miembro de la Iglesia o del mismo movimiento eclesial,... Este esquema de pensamiento que utilizamos inconscientemente para interpretar la realidad social, conlleva que nuestros sentimientos, nuestra conducta y los juicios que hacemos varían según se trate de alguien de nuestro grupo o no. Como cristianos tenemos que decir que mientras este esquema de pensamiento puede ser útil en nuestra vida cotidiana de relaciones sociales, facilitándonos la lectura de una realidad muy compleja –siempre y cuando tengamos presente lo que nos dice Jesús acerca de quién es nuestro prójimo-, no es correcto cuando lo aplicamos a la Iglesia. La Iglesia no es solo una realidad humana, un grupo humano que se contrapone a otros, sino tiene también una dimensión divina: ella es ‘signo e instrumento de la unión con Dios’; en ella está presente y actúa el Señor resucitado. Por eso las categorías humanas de ‘los nuestros - los otros’ no hacen justicia a la realidad de la Iglesia y pueden llevarnos fácilmente a falsear nuestras relaciones con los demás. Así es, por ejemplo, cuando usamos este esquema para contraponer a los cristianos con los no creyentes, o a los católicos con los cristianos no católicos, y dentro de la misma Iglesia, a los miembros de un grupo o movimiento con los de otro grupo o movimiento. Causa tristeza constatar como hay cristianos que hablan de los demás, a veces miembros de otras comunidades eclesiales tan legítimas como las suyas, como los de ‘fuera’, los que hay que evangelizar o con los hay que ser precavidos. No han entendido el misterio de la Iglesia, ni el poder de Dios, y aplican esquemas mundanos, a veces incluso marxistas de lucha de clase -aunque no lo sepan-, a una realidad que no lo es. Éste ha sido uno de los grandes errores de la teología de la liberación, pero se da en muchos ámbitos eclesiales, también de tendencia totalmente opuesta.

El pasaje del evangelio de este domingo nos muestra esto con mucha claridad. Jesús instruye a sus discípulos, mientras se dirigen hacia Jerusalén, para que vayan entendiendo el misterio de la cruz, pero ellos siguen con sus esquemas y modos de pensar mundanos. Si antes discutían quién era el más importante, ahora el apóstol Juan que ve actuar a uno en nombre de Jesús sin ser del grupo de los discípulos quiere impedírselo porque “no es de los nuestros”. Juan, como los demás discípulos, y todos nosotros, tendrá que entender que a la luz del misterio pascual ‘ser de los nuestros’ no se identifica con formar parte socialmente, visiblemente, del grupo, sino con tener el Espíritu del Señor. Decía san Ireneo: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia”. Entender y vivir el misterio de la Iglesia implica reconocer de buena gana los elementos de verdad y de santidad que hay fuera de sus confines visibles, que son frutos de la acción del Espíritu, y evitar utilizar acríticamente categorías mundanas que pueden ser útiles en otros ámbitos pero no para la Iglesia.

Fuente de la imagen:  blogs.lainformacion.com
Otro tema importante del evangelio de hoy tiene que ver con la palabra ‘escándalo’, que aparece en el texto cuatro veces traducida al castellano con ‘hacer caer’. Para entender mejor el uso de esta palabra en el Nuevo Testamento tenemos que tener en cuenta su etimología, su origen. En nuestra vida diaria cuando hablamos de escándalo entendemos “un hecho o suceso inmoral o contra las conveniencias sociales, ocurrido entre personas tenidas por respetables, que da lugar a que la gente hable mucho de él’ (Diccionario de uso del español de María Moliner). Es decir, en el uso común el significado de esta palabra está asociado al ruido, al alboroto, que causa un determinado suceso, quizás por la indignación que provoca. En este sentido también hablamos del escándalo que arman los niños cuando gritan. En la Escritura, en cambio, esta palabra se utiliza con un significado algo diferente. Skándalon, en griego, es la piedra en la que se tropieza. Es el obstáculo en el camino que nos hace caer.

            A veces esta piedra, este obstáculo, puede ser bueno para nosotros, como cuando vamos despistados por mal camino y la piedra nos hace darnos cuenta de ello y rectificar. En un sentido parecido, san Pablo habla de la cruz como un escándalo para los judíos que buscan milagros. Ellos no entienden el actuar de Dios, su fuerza y sabiduría, que se revela en la cruz. Otras realidades de la vida también pueden ser escandalosas para nosotros porque nos hacen pensar y ponen en cuestión nuestros estereotipos. Así, por ejemplo, el sufrimiento de los inocentes, la aparente suerte de los malvados y la desgracia de los justos, son hechos que cuestionan nuestras creencias.

En el texto del evangelio de hoy la palabra escándalo se concreta aún más para indicar lo que nos hace pecar, lo que es un obstáculo en el camino que nos marca Dios desvíándonos de la meta. A veces somos nosotros mismos los que nos volvemos escándalo para los demás con nuestra conducta, con nuestras palabras y mal ejemplo; nos volvemos motivo para que los demás abandonen su compromiso cristiano y pequen. El Señor utiliza palabras muy duras cuando esto acontece con alguien que es débil en la fe, con un ‘pequeñuelo’. En este caso, no solo podemos ser de escándalo cuando hacemos algo claramente ilícito, sino también cuando hacemos algo que en sí es lícito, pero que el otro no entiende o de momento no puede aceptar. Un ejemplo muy instructivo de esto, que a mí me gusta mucho citar, es el que nos ofrece san Pablo cuando trata de la cuestión de la carne inmolada a los ídolos que comían algunos cristianos. Otros cristianos consideraban esto como un acto idolátrico. San Pablo afronta esta cuestión en su primera Carta a los Corintios, enseñando que los ídolos no son nada y que por tanto la carne que se les inmola es carne como otra cualquiera. Sin embargo, si comerla puede llevar al más débil en la fe a escandalizarse hay que abstenerse de hacerlo, para no correr el riesgo de perder un ‘hermano por el que Cristo murió’ (1Co 8, 1-9-13).

San Jerónimo escribiendo
Caravaggio, 1605 - Galería Borghese, Roma (Italia)
            También hay cosas en nuestra vida que pueden ser un escándalo para nosotros, un obstáculo que nos puede separar del Señor. En el evangelio de hoy, Jesús menciona en un sentido metafórico la mano, el pie, y el ojo, y nos pide ser muy radical porque es mucho lo que está en juego. De hecho, en este texto encontramos una referencia a la eternidad del infierno cuando Jesús habla del ‘gusano que no muere’ y del ‘fuego que no se apaga’. Tolerancia cero, por tanto, con todo aquello que nos puede separar del Señor para siempre; aunque sea algo en principio lícito. Es muy reductivo interpretar estas palabras de Jesús en términos solo sexuales, como si se tratara de cosas referidas al sexto mandamiento, como muchas veces se ha hecho en el pasado. Todo lo que en nuestra vida es motivo de escándalo tenemos que quitarlo de en medio con decisión, sea ello un vicio, una relación ambigua con otra persona, un determinado lugar físico o virtual que frecuentamos, un esquema o patrón de pensamiento que hace que veamos al otro como enemigo y no como hermano, una constelación de emociones ligadas a nuestro pasado que nos impide amar de verdad, unas conductas patológicas que nos aíslan de los demás... la lista puede ser muy larga.

            Pedimos hoy al Señor, por medio de la intercesión de san Jerónimo cuya memoria celebramos, determinación para tomar las decisiones que son necesarias en nuestra vida y amor hacia la Palabra de Dios para descubrir en ella el poder y la sabiduría de Dios.