viernes, 29 de julio de 2011

Reencontrar el tesoro escondido y la perla preciosa

Reflexiones sobre el evangelio del 24 de julio 2011
XVII Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

En algunas ocasiones experimentamos con mucha claridad como la Palabra de Dios puede iluminar nuestra vida y darnos a entender y sentir cosas nuevas, o hacer que nos demos cuenta de relaciones o realidades que habían pasado desapercibidas o a las que habíamos dado poca importancia. Son momentos de gracia en los que podemos fácilmente hacer nuestras las palabras del salmista: “lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 118).
Es lo que me pasó este domingo con el evangelio del día. En vacaciones, cuando no es necesario ayudar al sacerdote del pueblo donde veraneo, suelo asistir a misa como un fiel más. Esto me permite prestar una atención distinta a la Palabra de Dios, ya que no tengo que preocuparme de preparar la homilía, y puedo escuchar las lecturas de forma ‘desinteresada’, como dirigidas a mí, interrogarme libremente sobre ella, ver lo que me dicen, cómo iluminan mi caminar y mi historia... Cuando tengo que preparar la homilía, en cambio, es necesario pensar también en los demás, en lo que la Palabra puede decir a los que escuchan y tienen situaciones distintas a la mía.
En el evangelio de este domingo Jesús sigue hablando en parábolas para explicar el reino de Dios. Dos de las parábolas, la del tesoro escondido y la de la perla preciosa, hablan del valor del reino, de que cuando uno lo descubre, enseguida, sin pensarlo mucho, ‘con alegría’, deja todo lo demás para poseerlo. Lo que Jesús entendía por ‘reino de Dios’ o ‘reino de los cielos’, quizás mejor traducido como ‘reinado de Dios’, que era el tema principal de su predicación, es una realidad compleja, con aspectos temporales y trascendentes, demasiado cargada de significado para explicarla en pocas palabras. Sin embargo, no estaríamos traicionado el mensaje del Señor si decimos, simplificando, que por reino de Dios podemos entender el conocimiento de Dios a través de Jesús, el estar en comunión con Él, el tener esa vida nueva que nos ofrece, el conocer y experimentar el amor de Dios... Cuando descubrimos esto por primera vez, nos sentimos como el comerciante de perlas finas que vende todo lo que tiene para comprarla. Intuye que esa perla tiene un grandísimo valor, un valor de un orden distinto a todo lo demás, y que promete mucha felicidad, esa felicidad que andamos buscando en lo más profundo de nuestro ser, por eso, sin dudarlo, es capaz de dar todo lo demás para adquirirla.
Sin embargo, con el tiempo muchos de nosotros perdemos este entusiasmo inicial, ‘abandonamos el amor primero’ como dice el ángel a la Iglesia de Éfeso en el libro del Apocalipsis (Apoc 2, 4), o nos ‘volvemos tibios, ni fríos ni calientes’, como le dice a la Iglesia de Laodicea (Apoc 3, 15). Ya no nos damos cuenta del valor que tiene conocer a Dios, tener vida eterna, haber experimentado su amor, y echamos de menos otras cosas, sentimos necesidad de ellas, quizás hasta nos arrepentimos de cosas a las que hemos renunciado para acercarnos más al Señor.
¿Por qué nos pasa esto? ¿Por qué no estamos llenos de alegría y de agradecimiento por la gracia que Dios nos ha hecho, por haberse dado a conocer y por habernos hecho experimentar su amor? ¿Por qué casi nos aburren las cosas espirituales y sentimos que no nos llenan? Es lo que me preguntaba al escuchar el evangelio este domingo. Debería ser esta Palabra del Señor algo que no hace recordar con alegría y agradecimiento ese momento en nuestra vida en el que hemos descubierto de un modo nuevo o más intenso ese tesoro escondido y esa perla preciosa.
Preguntándome esto, el domingo por la tarde me crucé ‘por casualidad’ con un texto de San Juan de la Cruz de su obra Subida del Monte Carmelo que me dio la respuesta. Al final de la primera parte del libro en la que trata de la vía purgativa, de la noche oscura del sentido, necesaria para llegar a la unión con Dios, se encuentra una ‘poesía’ en la que habla de tesoro, pero en un sentido distinto al del texto evangélico que, sin embargo, paradójicamente, lo ilumina. Dice así el místico:
1. Para venir a gustarlo todo no quieras tener gusto en nada. Para venir a saberlo todo no quieras saber algo en nada. Para venir a poseerlo todo no quieras poseer algo en nada. Para venir a serlo todo no quieras ser algo en nada. 2 Para venir a lo que no gustas has de ir por donde no gustas. Para venir a lo que no sabes has de ir por donde no sabes. Para venir a poseer lo que no posees has de ir por donde no posees. Para venir a lo que no eres has de ir por donde no eres. 3 Cuando reparas en algo dejas de arrojarte al todo. Para venir del todo al todo has de dejarte del todo en todo. Y cuando lo vengas del todo a tener has de tenerlo sin nada querer. Porque si quieres tener algo en todo no tienes puro en Dios tu tesoro 4 En esta desnudez halla el espíritu su descanso, porque, no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba, y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad. Porque cuando algo codicia en eso mismo se fatiga. (1S 13, 11-13)
Dibujo del Monte Carmelo
realizado por S. Juan de la Cruz
San Juan de la Cruz expresa con estás bellísimas palabras de un profundidad metafísica enorme, que Dios no es una cosa más entre las demás, no es un objeto como otros, aunque de más valor, sino es ‘algo’ totalmente distinto, y para unirnos a Él, para poseerlo o mejor dejarnos poseer por Él, para saborear y experimentar la unión con Él, tenemos que dejar todo lo demás, tenemos que mortificar el apetito de las cosas, porque éste oscurece, ciega, ensucia, entibia y enflaquece el alma, usando las palabras del gran maestro espiritual.
Diciéndolo de otro modo, no gustamos ni valoramos el gran tesoro que tenemos, la perla preciosa que hemos encontrado, porque nos falta espiritualidad, porque no nos hemos purificado del deseo de lo material para poder gustar de la amistad con Dios, porque no cuidamos nuestra vida espiritual para llegar a ese grado de unión con Dios que es accesible a todos.
La Palabra de Dios de este domingo es una invitación a todos los que hemos abandonado el amor primero, a los que somos tibios, a los que no damos valor a la amistad con Dios, a volver a ponernos en camino y a subir esa montaña usando para ello los instrumentos de la vida espiritual que nos enseñan los santos. Ciertamente el Señor nos vendrá al encuentro en esta subida y nos concederá volver a descubrir ese tesoro escondido y esa perla preciosa, que es Él mismo, y que habíamos encontrado un día, pero que habíamos guardado entre las demás cosas de nuestra vida sin que nos diera la dicha que puede y debe dar.

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

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