martes, 30 de noviembre de 2010

Toma y lee

Homilía 28 de noviembre 2010
Domingo I de Adviento (ciclo A)

En el capítulo 29 del Libro 8 de las Confesiones de San Agustín, el santo nos cuenta el momento decisivo en el proceso de su conversión. Estaba en un jardín en Milán y oye la voz como de un niño procedente de una casa vecina, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo: “Tolle, lege; Toma y lee”. Agustín interpreta esas palabras como un mandato que le viene de Dios; se levanta de los pies de una higuera donde estaba tumbado llorando, coge el códice del apóstol Pablo y lee lo primero que le vino a los ojos, que era el texto de la Carta a los Romanos de la segunda lectura de hoy: “nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Revestíos, más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm 13, 13s). Dice Agustín que no quiso ni era preciso leer más que estas pocas frases; inmediatamente sintió como “si una luz de seguridad se hubiera derramado en su corazón”. Desde ese momento todo cambió en su vida. Antes se encontraba en una lucha que lo llevaba a la desesperación; se sentía atraído por el Señor, pero al mismo tiempo por los placeres mundanos, sobre todo los placeres relacionados con la sexualidad; sabía que la continencia era lo bueno para él, pero no llegaba a decidirse. San Agustín compara este estado en el que se encontraba al de una persona que se ha despertado pero no termina de levantarse de la cama, aunque ya haya dormido más que de sobra; sabe que debe levantarse pero se deja vencer por la modorra y vuelve a dormirse, quizás con más gusto que antes. Agustín ya sabía que quería ser casto y se había medio decidido a ello, pero no encontraba la fuerza para dar el paso definitivo y levantarse de su estado de ‘postración’.

         Empezamos hoy el tiempo de Adviento, tiempo en que se nos invita a la vigilancia, a despertarnos del sueño, como dice San pablo en la segunda lectura y como hizo San Agustín al leer estas palabras del Apóstol: dejando definitivamente lo que nos separa de Dios y de una vida cristiana plena, los vicios, los pecados, la indolencia, la falta de caridad, la indecisión...  Y lo queremos hacer para dejar ya definitivamente atrás una vida a medias, incoherente, que nos hace infelices y miserables y también porque ‘nuestra salvación está ahora más cerca’, porque el Señor viene, porque caminamos hacia el encuentro con Él. Como hemos rezado en la Oración Colecta de la Misa de hoy, queremos salir al encuentro de ‘Cristo que viene’ con las lámparas bien encendidas, como las vírgenes sensatas de la parábola, acompañados de las buenas obras, para que Él, en el juicio, nos coloque a su derecha.

         Hay distintas maneras de vivir el tiempo, la dimensión temporal de nuestra vida. A veces lo vivimos como una sucesión de momentos presentes a los que intentamos sacarles el mejor partido, aunque muchas veces no con un buen criterio. De hecho, aunque en principio estemos todos de acuerdo en eso de carpe diem, después lo entendemos de formas distintas. Otras veces vivimos más proyectados en el futuro, esperando y anticipando un acontecimiento, a veces alegre, otras veces tristes, que pensamos va a tener lugar. Una señal de que nos estamos volviendo viejos es que empezamos a dar más importancia al pasado, con frecuencia lamentándonos de las decisiones tomadas. Hay una máxima que afirma que ‘un hombre no es viejo hasta que sus lamentos por el pasado sustituyan sus sueños para el futuro’. Los cristianos tenemos una forma muy nuestra de vivir el tiempo y que nos caracteriza como tales, también respecto a las demás religiones; lo referimos en todas sus dimensiones a Cristo, haciendo memoria de su primera venida, esperando su retorno glorioso y caminando en su presencia, ya que está con nosotros ‘todos los días hasta el fin del mundo’ El tiempo litúrgico de Adviento nos quiere enseñar a vivir así nuestro tiempo, como un tiempo redimido, un tiempo cristiano, marcado por Cristo en su pasado, presente y futuro. Los antiguos maestros espirituales nos enseñan esto al hablar de las tres venidas de Cristo: una en la historia hace 2000 años, otra en el futuro en su Parusía, y otro hoy, cuando viene a inhabitar en las almas de los justos. El Adviento sobre todo nos invita a vivir la virtud de la esperanza, a vivir proyectados hacia el encuentro definitivo con Cristo, que ‘esperamos con esperanza’, que anhelamos, porque estar con Cristo es ‘con mucho lo mejor’, como dice Pablo. También queremos hacer nuestro el grito de todos los pobres de este mundo, de todos los que sufren, de los perseguidos, de los crucificados, que claman justicia, que anhelan la liberación, que piden que el Señor vuelva a establecer definitivamente su reino. Esta dimensión social del Adviento, aunque la tengamos menos presente en Occidente, es fundamental: Dios viene a hacer justicia a sus pobres y a instaurar su reino.
Los cristianos de Roma se reunían este primer domingo de Adviento en la Basílica de Santa María la Mayor para empezar este tiempo litúrgico poniéndose bajo la protección maternal de María. Ella es la figura fundamental del Adviento, junto con San Juan Bautista y el profeta Isaías. María es modelo de esperanza, de alegre y joven esperanza; en ella percibimos ya el comienzo de los tiempos mesiánicos, del tiempo en que se cumplen las promesas de Dios a los pobres. En ella vemos como se inaugura esa visión de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: el monte del templo del Señor se elevará sobre la cima de los otros montes y hacia él confluirán todos los pueblos para caminar a la luz del Señor; ya no se alzará pueblo contra pueblo, ni se adiestrarán en el arte de la guerra, sino que de sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas.
¡Qué con la intercesión y la solicitud maternal de María despertemos del sueño en este Adviento, caminemos a luz del Señor y podamos salir a su encuentro con las velas encendidas, acompañados de las buenas obras!

viernes, 26 de noviembre de 2010

Santa Catalina de Alejandría, una mujer de ‘fe decidida’


Homilía 25 de noviembre 2010
Fiesta de Santa Catalina de Alejandría, patrona de la parroquia
Caravaggio. Museo Thyssen-Bornemisza (Madrid)
El Papa Benedicto XVI, en el libro-entrevista con el periodista Peter Sewald que acaba de ser presentado esta semana con el título Luz del Mundo, al ser preguntado sobre España, afirma que en nuestro país existe actualmente ‘una dramática lucha entre la secularidad radical y la fe decidida’ (ver). Hoy celebramos la fiesta de nuestra patrona, Santa Catalina de Alejandría, una mujer de fe decidida. Una mujer buscadora de la verdad, por eso patrona también de los filósofos, que cuando la descubrió en Cristo, dio testimonio valiente de ella con su palabra, su vida y también con su muerte. Para los orientales es la gran mártir. Es bueno, y quizás necesario para nosotros, en la situación que vivimos, en España y en otros lugares, hacer memoria de los santos, aquellos que nos muestran con su vida y su muerte que otra forma de vivir es posible, que las palabras de Jesús no son una utopía irrealizable, que se puede vencer el mal con el bien, que ‘la violencia no se vence con la violencia sino con la mansedumbre’, como dice San Juan Crisóstomo. Catalina con su vida y muerte nos enseña que vale la pena buscar la verdad, una verdad que no es una doctrina ni una enseñanza moral como dice Benedicto XVI, sino una persona, Cristo, y una vez encontrada esta Verdad dar testimonio valiente de ella, vivir y morir, si es necesario, por ella. Santa Catalina nos muestra lo cierto que es esa frase de Santa Teresa de Jesús: “la verdad padece, pero no perece” y non sacude de nuestra mediocridad y miedo, mostrando que la vida es para vivirla plenamente y con sentido, que lo que tiene premio y al final vence es ponernos en el bando de la verdad, no en el de la conveniencia material a corto plazo.
A la luz de las palabras del Papa en el libro-entrevista, ya en España no es tiempo de medias tintas para los cristianos, es tiempo de ‘fe decidida’; de tomar claramente partido, cueste lo que cueste, y esto es lo que nos enseña nuestra santa. Esto vale para nuestra vida personal, pero también para nuestra comunidad parroquial que hoy celebra su patrona. Nuestra comunidad debe volverse cada vez más un lugar donde se vive y se transmite con valentía la fe, un lugar que sea luz y sal para los demás y el resto del barrio, si no, no sirve para nada, ‘sino para tirarla afuera y que la pisoteen los hombres’, como dice Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 13). Y esto depende de todos nosotros, de cada uno según el carisma que ha recibido. Las personas laicas, que sois la mayoría, los que no son consagrados ni sacerdotes, están llamados a vivir y dar testimonio de su fe en los ámbitos donde viven, sobre todo en la familia y en el trabajo. Pero también, en la medida de las posibilidades de cada uno, se debe colaborar con la propia iglesia, ofreciendo oración, tiempo, dinero. Los sacerdotes que nos hemos comprometido a tiempo pleno con Cristo, como se diría, tenemos una responsabilidad mayor cara la comunidad que nos ha encomendado el obispo. Pero todos podemos hacer algo; también los enfermos y las personas impedidas, pueden hacer muchísimo, al ofrecer sus oraciones y sufrimientos. Vamos a pedir hoy la intercesión de nuestra patrona, para que el Señor nos haga valientes, hombres y mujeres de fe decidida, no miedosos, conscientes de que vale la pena vivir y dar la vida por Cristo.


Nuestra comunidad parroquial es también parte de la diócesis de Madrid, que tiene como cabeza visible al obispo, sucesor de los apóstoles y que propone unas líneas pastorales que debemos hacer nuestras. Este año el acontecimiento que marcará la labor pastoral es la preparación y celebración de la Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid en agosto del año próximo,; un acontecimiento importante para toda la Iglesia universal. El lema que ha escogido el Papa para esta Jornada está muy relacionado con la fiesta que hoy celebramos y está sacado de la Carta del apóstol Pablo a los Colosenses: ‘arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe’ (Col 2, 79): Las actividades pastorales que llevaremos a cabo este año tienen esta finalidad: enraizarnos en Cristo y edificarnos en él, afianzándonos en la fe. Así la catequesis para adultos, los grupos de matrimonios, los encuentros con los padres que piden sacramentos para sus hijos, la catequesis de niños y jóvenes. También queremos celebrar lo más dignamente posible nuestra fe, en las misas de los domingos y en la celebración de los demás sacramentos. Y debemos dar testimonio de esta fe con nuestro servicio a los demás y a la sociedad; la actividad de Cáritas, en este sentido, es de fundamental importancia, al ser el modo en que ejercemos en cuanto comunidad nuestro amor, pero también es fundamental la actividad misionera. En relación con la Jornada Mundial de la Juventud, debemos todos ofrecer nuestra colaboración para acoger a los que vengan y compartir con ellos nuestra fe; quizás podamos abrir nuestras casas para acoger a algunos peregrinos o dar nuestra disponibilidad como voluntarios para ayudar en lo que se nos pida.
¡Qué Santa Catalina de Alejandría, con su intercesión, nos ayude a vivir intensamente este año pastoral,  a afianzarnos más en nuestra fe y a dar un testimonio valiente de ella!

martes, 23 de noviembre de 2010

“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”

Homilía 21 de noviembre 2010
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Unbiverso
Domingo XXXIV del Tiempo Litúrgico Ordinario (ciclo C)
Memoria de la Presentación de la Santísima Virgen

Ante la cruz del Señor, ante Jesús crucificado, caben, tanto ayer como hoy, distintas actitudes, como muestra el pasaje evangélico de hoy. Hay quien simplemente observa sin querer implicarse, o con indiferencia, como si la cosa no fuera con él, como la mayoría del pueblo, según San Lucas. Otros se burlan, hacen muecas, ridiculizan al crucificado porque no se ajusta a sus esquemas, a lo que ellos piensan debería ser el Mesías esperado o el Rey de los judíos. Así las autoridades y los soldados. Otro, el malhechor que comparte la misma suerte de Jesús, que sufre como Él, pero con razón, porque es culpable, se queja de que el Mesías no actúe, no cambie su suerte, no lo salve como a él le gustaría ser salvado. Pero hay uno, el otro malhechor, que tiene una actitud distinta a todos los demás. Él comparte la misma suerte que Jesús, la terrible tortura de la cruz, pero reconoce su culpa, y al mirar al que está a su lado compartiendo su dolor sin merecerlo y leer el letrero puesto encima de su cabeza, entiende que lo que está escrito es verdad: Jesús es el Rey de los judíos, el Mesías esperado, el Siervo de Dios que se carga con nuestra culpas y nos redime. El llegar a comprender esto hace surgir de lo más profundo de su ser una oración confiada en la que reconoce su culpa y pide perdón y misericordia al único que de verdad se la puede otorgar, al verdadero Rey: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Como respuesta, recibe una promesa que supera todos sus deseos: “Hoy estarás conmigo en el paraíso’. ¿Cuál es nuestra actitud ante la cruz? La cruz del Señor representada aquí en nuestras iglesias, ¿cómo la miro?; la cruz que el Señor permite en mi vida y me cuesta entender y aceptar; la cruz en la vida de los demás, y sobre todo la cruz de los pobres en la que está presente el mismo Cristo. No es tan difícil caer en esas actitudes que encontramos en el evangelio de indiferencia, rechazo, pasar de largo, burlarse...
Estatua en Swiebodzin (Polonia)
Hoy es un día en que la liturgia de la Iglesia, al finalizar el año litúrgico, nos invita, casi como para hacer un resumen de todo lo que hemos vivido, a considerar a Jesús a la luz de dos títulos que le atribuimos y que fueron los que le llevaron a su condena a la muerte en cruz. Uno más religioso, el de ‘Mesías’, y otro más político, el de ‘Rey’. El Título de ‘Mesías’ está muy ligado a la historia del pueblo de Israel, como vemos en la primera lectura, en la que se nos narra la unción del rey David en Hebrón por los ancianos del pueblo. Esta unción, de la que deriva el término ‘‘Mesías’ en hebreo, o ‘Cristo’ en griego, indicaba la designación de alguien como rey. Cuando la historia del pueblo de Israel se complica, se va abriendo paso a través de los profetas una esperanza en una intervención salvífica de Dios, que tendría lugar a través de alguien designado directamente por Él, alguien que Él iba a ‘ungir’, por eso se habla de esperanza ‘mesiánica’. De éste que iba a enviar Dios para traer la salvación definitiva, el pueblo se imaginaba cosas distintas, una de ellas es que aunque rey no vendría como rey esplendoroso, no sería otro David o Salomón, sino que vendría más bien como un profeta humilde que sufre, como un siervo inocente, un cordero manso, que se carga con los pecados del pueblo y expía por todos. Es esta la imagen que Jesús hace suya cuando dice que ha venido ‘no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos’. Cuando los jefes judíos piden la condena de Jesús a las autoridades romanas, no tiene sentido que acusen al Señor de haberse proclamado Mesías, cosa que no entenderían los romanos, y por eso traducen el concepto y dicen que se ha proclamado rey. Rey es un concepto más amplio que el de Mesías, que vale para todos los pueblos y que los romanos podían fácilmente entender y tener así una base para la condena como subversivo. Por rey entonces entendemos aquél al que debemos sometimiento según su grado de señorío; el sometimiento será mayor y los ámbitos de obediencia más amplios según el poder que tenga sobre nosotros, llegando a veces los reyes a tener pretensiones absolutas que sólo competen a Dios. Éste es el caso cuando se promulgan leyes por una autoridad legítima pero que van contra el derecho natural o la ley de Dios y se quieren imponer por la fuerza. En esta situación, como han hecho tantos mártires a lo largo de la historia de la Iglesia, sobre todo en el siglo pasado, estamos llamados a obedecer ‘a Dios antes que a los hombres’, y una forma de decir esto es con el grito “Viva, Cristo Rey”. Es decir,  el único que puede pedir un adhesión absoluta es el Señor; los demás reyes de la tierra, si son una autoridad legítima los aceptamos, respetamos y obedecemos, pero sólo en cuanto y en la medida que no vayan contra nuestra adhesión personal y absoluta al único que nos ama y ha dado la vida por nosotros y nos promete el paraíso. En palabras de Benedicto XVI, pronunciadas en una Audiencia General de los miércoles, dedicada a la figura de San Clemente Romano: "El César no lo es todo. Existe otra soberanía, cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino 'de arriba': la de la Verdad, que con respecto al Estado tiene derecho a ser escuchada" (ver).
Cristo Pantocrátor. Iglesia de Santa Sofía - Estambul
Hoy también, recordando la dedicación de la Iglesia de Santa María la Nueva en Jerusalén en el año 543, celebramos la presentación de la Virgen en el Templo. Ella se dedicó totalmente al Señor, reconociendo su señorío. Ella es modelo del verdadero creyente.
En esta solemnidad de Cristo, Rey del Universo, se recomienda hacer la consagración al Sagrada Corazón de Jesús. Es una forma concreta de reconocer el Señorío de Cristo sobre nuestra vida. Señorío que tiene su fundamento en su amor misericordioso por todos nosotros, representado en su corazón abierto del que surge la vida nueva. Al consagrarnos hoy de nuevo al sagrado Corazón, lo hacemos con la actitud del ‘buen ladrón’, reconociendo nuestro pecado y pidiéndole al Señor que se acuerde de nosotros cuando venga como Rey. La consagración la hacemos con palabras de Juan Pablo II:
Señor Jesucristo, Redentor del género humano, nos dirigimos a tu Sacratísimo Corazón con humildad y confianza, con reverencia y esperanza, con profundo deseo de darte gloria, honor y alabanza.
Señor Jesucristo, Salvador del mundo, te damos las gracias por todo lo que eres y todo lo que haces.
Señor Jesucristo, Hijo de Dios Vivo, te alabamos por el amor que has revelado a través de Tu Sagrado Corazón, que fue traspasado por nosotros y ha llegado a ser fuente de nuestra alegría, manantial de nuestra vida eterna.
Reunidos juntos en Tu nombre, que está por encima de todo nombre, nos consagramos a tu Sacratísimo Corazón, en el cual habita la plenitud de la verdad y la caridad.
Al consagrarnos a Ti, los fieles renovamos nuestro deseo de corresponder con amor a la rica efusión de tu misericordioso y pleno amor.
Señor Jesucristo, Rey de Amor y Príncipe de la Paz, reina en nuestros corazones y en nuestros hogares. Vence todos los poderes del maligno y llévanos a participar en la victoria de tu Sagrado Corazón.
¡Que todos proclamemos y demos gloria a Ti, al Padre y al Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos de los siglos! Amén.


Enlaces de interés:



viernes, 19 de noviembre de 2010

¿Por qué ha venido el Papa a España?

Visita de Benedicto XVI a Santiago de Compostela y Barcelona
6-7 de noviembre 2010

El filósofo Nietzsche afirmaba que ‘no existen hechos, sino interpretaciones’, y esto no sólo se ha vuelto el principio básico de la filosofía hermenéutica contemporánea, sino que muchas veces es la suposición implícita desde la que se trabaja en los medios de comunicación social. Esto se ha puesto de manifiesto de una forma muy evidente en la reciente Visita de Benedicto XVI a Santiago de Compostela y Barcelona. En muchos medios se ha interpretado este viaje a la luz de unas afirmaciones que hizo el Pontífice a los periodistas en el avión rumbo a Santiago de Compostela. En la respuesta a una de la preguntas, el Papa señalaba que “en España ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo como lo vimos precisamente en los años treinta”. En línea con estas afirmaciones, algunos medios sostenían que la Visita papal tenía la finalidad de denunciar y contrarrestar este laicismo español que en nuestro país es más preocupante que en otros por su extensión, el apoyo institucional que recibe y la importancia estratégica que tiene España para la Iglesia. En otras palabras, el Papa vendría para tirarnos las orejas, al gobierno y a la sociedad. En otros casos, los medios han interpretado del mismo modo la Visita papal, pero no por convencimiento sino por conveniencia política, para quitarle fuerza y colocarla dentro de su ‘estrategia de la tensión’ que piensan beneficia a los de su bando. Por otro lado, los medios católicos, en buena parte y paradójicamente, han utilizado la misma clave interpretativa, aunque con la intención de destacar lo mal que está España y la necesidad que tiene de cambiar su rumbo. Creo que en ninguno de estos caso se interpreta adecuadamente la Visita del Papa y a diferencia de algunos partidarios de la hermenéutica contemporánea, yo sí creo que hay interpretaciones correctas y otras que no lo son.

Para entender este Viaje de Benedicto XVI a España hay que situarlo en el contexto de todo su pontificado y de toda su trayectoria personal e intelectual. Al hacer esto, nos damos fácilmente cuenta que hay una serie de preocupaciones y temas que están presentes constantemente en los mensajes y las actuaciones del Papa y que son también los que han marcado su Visita a nuestro país. Para quien quiera ver, estos temas y preocupaciones son mucho más profundos y llegan muchos más lejos que el ‘laicismo español’, y constituyen el verdadero desafío para la Iglesia y la humanidad. El ‘laicismo español’ es, como mucho, una expresión limitada de ellos. En otras palabras, interpretar correctamente esta Visita del Papa requiere que salgamos de nuestro ‘españocentrismo’ y nos demos cuenta de lo que está en juego. La clave de lectura adecuada de esta Visita papal es filosófico-cultural y no político-social. No entender esto – o no querer entenderlo ni darlo a entender - lleva a todos, sean del bando que sean, a no apreciar el alcance de esta Visita, tanto si es para acoger el mensaje que quiso transmitir el Papa, como si es para rechazarlo. Un ejemplo de esto último, lo tenemos en las recientes declaraciones del Presidente del Gobierno español sobre si hay que legislar según lo que ha dicho el Pontífice (ver).


Las preocupaciones y temas de que hablamos, y que según nuestro modo de ver caracterizan todo este pontificado, han estado presente ya desde antes de su comienzo, cuando como decano del Colegio Cardenalicio, en la Misa que celebró al inicio del Cónclave que lo elegiría Papa, habló de la ‘dictadura del relativismo’. A este tema va unido el de la relación intrínseca entre fe y razón que es constitutiva del cristianismo, al surgir éste en el contexto del encuentro providencial entre la cultura judía y la griega. El discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, tan mal interpretado también, es una exposición magistral de esta tesis, que pretende salvaguardarnos contra cualquier tipo de fanatismo, no solo el musulmán. Relacionados con estos temas, están otros también muy presentes en este Pontificado, pero que en buena parte se pueden derivar de ellos: el rechazo de la idea del iluminismo de que Dios es una amenaza para la libertad y la madurez del hombre y no más bien el garante de su ser y dignidad; la defensa de la libertad religiosa y de un laicismo ‘positivo’ que respete y valore el espacio de la religión en la vida pública; la interpretación del Concilio Vaticano II en continuidad con la tradición precedente y no en ruptura con ella; la dignidad y el respeto debido a la Sagrada Liturgia como obra de Dios según el espíritu de San Benito; el cristianismo como encuentro con la Persona de Jesucristo a la que tenemos acceso objetivo y real a través de la Escritura actualizada en la Iglesia; el mensaje cristiano como promotor de una vivencia auténtica del amor que se manifiesta en obras de caridad concretas y no como su verdugo; la reciente creación del Dicasterio vaticano para la ‘nueva evangelización’, dirigido a los países de antigua cristiandad y hoy secularizados...

Si interpretamos la Visita del Papa a España en esta luz entendemos mejor el desafío que nos plantea a todos, creyentes y no creyentes. Entenderíamos que las palabras importantes del Papa en el avión rumbo a Santiago no fueron aquellas sobre el laicismo, sino aquellas en las que afirmaba: “Vosotros sabéis que yo insisto mucho en la relación entre fe y razón; en que la fe, y la fe cristiana, sólo encuentra su identidad en la apertura a la razón, y que la razón se realiza si trasciende hacia la fe”. Entenderíamos mejor la defensa que hizo de la familia y la vida en la ahora Basílica menor de la Sagrada Familia. Defensa de la familia y la vida, no en el sentido en la que la ha entendido el Presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, sino como una defensa del ser y la dignidad del hombre en cuanto tal, como defensa de la razón del hombre que es capaz de conocer la verdad y de la voluntad del hombre que es capaz de perseguir el bien.

Es éste el verdadero desafío para Europa y España y es éste el ‘granito de arena’ que el Papa, también como pensador, quiere ofrecer a la humanidad. El desafío en el que estamos, la partida que jugamos, no es entre distintas formas de entender el Estado laico y la presencia de la religión en su seno, sino entre verdad y relativismo, entre razón y escepticismo, entre inmanencia cerrada en sí misma o abierta a la trascendencia, entre el hombre capaz de conocer la verdad y vivirla y el hombre ‘light’ que vive sólo de sentimientos y opiniones...

El hecho de que se haya interpretado la Visita de Benedicto XVI a España en la forma en que se ha hecho, es una buena prueba de lo acertado que ha sido su mensaje y el desafío que nos ha planteado a todos. Volviendo a Nietzsche, es verdad que existen muchas interpretaciones, pero no todas son igualmente válidas, no todas se ajustan a los hechos, y el hombre con su razón es capaz de discernir entre ellas, encontrar la verdadera y decidirse por ella. Y esto lo hace el hombre en cuanto peregrino, en cuanto caminante hacia la Verdad, que se expresa y se realiza en la Belleza.


Discursos del Papa y galería fotográfica

lunes, 15 de noviembre de 2010

Los olvidados ‘novísimos’

Homilía 14 de noviembre 2010
Domingo XXXIII Tiempo Litúrgico Ordinario (ciclo C)


Entre las verdades de nuestra fe que Dios nos da la gracia de creer – la fe como sabemos, es también adhesión a las verdades que Dios ha revelado y que la Iglesia nos transmite – hay algunas a las que prestamos menos atención, o que nos asustan un poco y nos hacen sentir incómodos, y de las que a los sacerdotes tampoco nos gusta mucho hablar. Esto quizás se debe a la forma en la que se predicaba acerca de estas verdades en el pasado. Estas verdades tienen que ver con lo que en los catecismos se llaman los ‘novísimos’, es decir ‘las últimas cosas’, lo que acontece después de nuestra muerte. Los ‘novísimos’ son cuatro: muerte, juicio, infierno y cielo, a los que se añade a veces un quinto, el purgatorio. En la teología cristiana todo esto recibe el nombre de ‘escatología’.
Pero aunque sean verdades que tenemos un poco arrinconadas y de las que no nos gusta hablar, todos tenemos conciencia de lo importante que son. Muchas veces la vida misma nos las pone delante de un modo inexorable, como cuando experimentamos la enfermedad o la muerte de un ser querido. O cuando nos damos cuenta del paso del tiempo, como el día de nuestro cumpleaños, como me pasa a mí hoy. Otras veces es la Iglesia, con su amor y sabiduría maternal, la que nos las pone delante, como en estas fechas, al final del año litúrgico, cuando quiere que escuchemos el discurso escatológico de Jesús. Discurso difícil de interpretar por su lenguaje apocalíptico tan alejado del nuestro y por los distintos acontecimientos que Jesús anuncia y que se entremezclan. En el texto evangélico de hoy por ejemplo, de San Lucas, Jesús habla del final de los tiempos, del día de su segunda venida, de la Parusía, pero también de falsos mesías que aparecerán, de persecución de los discípulos y también de la destrucción del templo de Jerusalén y de la ciudad que tuvo lugar en el año 70, poco tiempo después de que Jesús hablara de ello.
No es este el lugar para tratar detenidamente la escatología cristiana ni de hacer un resumen de sus contenidos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo, infierno, juicio universal, parusía, etc. Todas estas verdades las tenemos expuestas en cualquier catecismo, como el Catecismo de la Iglesia Católica, que es el más autorizado y que debe ser para todos nosotros un libro de referencia, acompañado quizás por el Compendio, que es de más fácil lectura y asimilación. Pero sí es este lugar y tiempo para reflexionar a la luz de la Palabra de Dios sobre nuestra forma de situarnos ante nuestro fin, ante nuestra muerte, y ante el cielo, cuyas puertas nos ha abierto Cristo. La vida misma nos va preparando para ello. La enfermedad y la vejez son preparación para el cielo. En la enfermedad, si la vivimos con fe y esperanza, aprendemos a unirnos a la cruz de Cristo para la salvación de la humanidad. La vejez para el creyente es un camino de descendimiento en el que aprende la santa humildad, aprende a hacerse cada vez más niño que, como dice Jesús, es condición necesaria para entrar en reino de lo cielos. La muerte de seres queridos también nos cuestiona y las palabras de la Escritura de que todos deberemos presentarnos ante el tribunal de Cristo nos interpelan.
Pero los cristianos vivimos todo esto con esperanza, esperanza que tiene su fundamento en la resurrección de Cristo, que es el centro de nuestra fe y del mensaje de la Iglesia. Cristo nos ha abierto el cielo y no debemos dejar que se cierre, que perdamos la esperanza, lo que tristemente pasa con frecuencia. Cuando vivimos con esperanza todo cambia, todo tiene una luz distinta, como nuestra enfermedad y muerte y la de los seres queridos. Con esperanza percibimos a los hermanos difuntos como presentes y experimentamos la fuerza de su intercesión por nosotros.  Con esperanza, sentimos como María está presente en el de momento de la muerte, como gran intercesora para vencer nuestra testarudez y contumacia. Con esperanza vemos como el cielo y el infierno son la plenitud de lo que ya vivimos. ¡Cuántos infiernos hemos experimentado a lo largo de nuestra vida! Infiernos de soledad, de pecado, de líos de los que no sabíamos cómo salir... ¡Con qué facilidad podemos imaginarnos el infierno como extrema soledad, como ausencia de Dios, como imposibilidad de comunión con los demás, como odio...! Del mismo modo, ¡cuántas experiencias de cielo nos ha regalado el Señor a lo largo de nuestra vida! Al sentirnos perdonados y perdonar, al vivir la amistad profunda y verdadera, la comunión sincera y el amor más fuerte que la muerte, al participar en la liturgia espléndida de la Iglesia... No es difícil imaginamos el cielo como la plenitud desbordante de todo esto.
No nos dejemos cerrar el cielo por nuestros pecados o por amoldar nuestra mente a la sociedad en la que vivimos con su secularismo y materialismo. No perdamos la esperanza. Es lo que da sentido a nuestro peregrinar por esta tierra muchas veces complicado y nos da fuerza y alegría al saber hacia dónde vamos. ¡Qué distinto es celebrar un funeral con gente creyente y otro con gente que viene por compromiso, con poca o ninguna fe! Es muy distinto lo que siente y lo que percibe el celebrante: en un caso tristeza sin esperanza o con una esperanza débil y sin convencimiento; en otro caso, tristeza sí, pero junto a una alegría y a un consuelo profundo que nace de la fe en Jesús resucitado y vencedor de la muerte.
Lo que más desean los verdaderos cristianos es encontrarse con Cristo, estar con Él, que Él vuelva para establecer definitivamente su Reino, para hacer justicia, para traer ‘el cielo nuevo y la tierra nueva’ donde ya no habrá llanto, ni sufrimiento, ni pobreza. Es lo que expresa ese grito de los primeros cristianos, que conservamos en la Escritura y en la liturgia en su lengua original y que repetimos nosotros en Adviento: Maranathá, ‘Ven, Señor, Jesús’. San Pablo dice a sus amados cristianos de Filipos, que él lo que desea es ‘emprender la marcha para estar con Cristo, que es muchísimo mejor’, aunque acepta lo que el Señor quiera, que él prevé será quedarse para continuar su ministerio apostólico. Nuestra gran Santa Teresa de Jesús, decía que esta vida es ‘una mala noche en una mala posada’ y se quejaba: “muero porque no muero”. No nos dejemos arrebatar el cielo, no perdamos la esperanza, no nos olvidemos de la buena noticia de la resurrección que es la que fundamenta todo el edificio de nuestra fe y de nuestra vida.

jueves, 11 de noviembre de 2010

9 de noviembre. Día para el realismo y la esperanza.

                El nueve de noviembre es una fecha algo especial en nuestro calendario y vamos a intentar ponerla bajo la luz de la fe a ver si encontramos un sentido más profundo a los distintos acontecimientos que hoy recordamos, ya que Dios hace de nuestra historia humana, con sus luces y sombras, una historia de salvación. Por un lado, desde la historia civil y limitándonos al siglo pasado,  -al increíble siglo XX - celebramos en este día el aniversario de dos sucesos contrapuestos y relacionados con Alemania y Europa. El primero de ellos, en orden cronológico, es la triste ‘noche de los cristales’ (Kristallnacht), en 1938, cuando las SS arrestaron y asesinaron a muchos judíos y destrozaron sus sinagogas y comercios. Para muchos fue el paso previo al inicio del Holocausto y la primera muestra de que algo iba mal, algo se había torcido, en el pueblo alemán. Por otro lado, y siempre en Alemania, una misma noche entre el 8 y el 9 de noviembre, pero 51 años más tarde, en 1989, caía el muro de Berlín, con todo lo que eso significaba, tanto en lo que se refiere a la existencia misma del muro como a su caída.
                ¿Tienen algo que ver estos sucesos con Dios? ¿Con la salvación que Él ofrece? ¿Con la Iglesia? Dejando de momento a un lado un tema importantísimo pero que no se puede tratar aquí, como es el lugar especial que tiene el pueblo judío en la historia de la salvación, sí creo que estos acontecimientos muestran con una luz clara aunque siniestra lo terrible que puede llegar a ser el pecado del hombre, su maldad. Quizás como nunca antes en la historia, el hombre en el siglo XX ha tenido que tomar conciencia del lado más oscuro de su ser. Un lado oscuro que es individual, pero también social y que puede llegar a ser devastador. Ante esta constatación se han derrumbado tantas falsas ideologías y proyectos históricos de redención intramundanos, que se basaban en una visión del hombre ingenua, como si éste fuera bueno sin más, necesitado sólo de ser liberado de las fuerzas alienantes externas para construir una civilización feliz.
Pero, una vez que hemos tenido que admitir nuestro pecado, nuestra maldad ¿qué hacemos? ¿Nos resignamos a esta situación? ¿Construimos muros entre nosotros para debilitarnos mutuamente y protegernos los unos de los otros? ¿No queda más remedio que vivir en un estado de guerra fría permanente, de amenaza mutua, esperando que no llegue a más? La caída del muro de Berlín, por un lado parece sugerir que otro camino es posible, como lo muestra la alegría que provocó, pero por otro lado, después de esa caída, han aparecido, o se han puesto más de manifiesto, otros motivos de gran preocupación, causados también por la maldad del hombre: el terrorismo fanático, la división entre ricos y pobres, la amenaza ecológica...
¿Qué respuesta ofrece nuestra fe a todo esto? Lo primero que hay que señalar es que la fe cristiana mira al hombre con realismo, no con un optimismo ingenuo, y reconoce que él ha sido creado bueno, pero que en él también están presentes las consecuencias de esa historia de pecado en la que nace y se inserta. De este pecado lo puede liberar solo Dios. Solo Dios puede redimirlo de su culpa y de las consecuencias de su maldad. Sólo Dios tiene poder para cambiar el corazón del hombre, haciéndolo capaz de salir de su egoísmo, y solo Dios puede llevar nuestra historia a su plenitud. Y esto ya ha tenido lugar en Jesucristo, hombre nuevo, verdadero Adán escatológico, vencedor del pecado de la muerte y Señor de la historia. La resurrección de Cristo, acontecimiento a la vez histórico y trascendente, es el comienzo de los ‘cielos nuevos y la tierra nueva’ que todos esperamos. En Él se cumple ya el final de la historia. Y todo esto es don, pero también tarea. Él es el fundamento de nuestra esperanza y el motor de nuestro compromiso histórico.
Esto es lo que anuncia la Iglesia y este anuncio es su razón de ser. Hoy celebramos en el calendario litúrgico de la Iglesia universal la Dedicación de la Basílica de Letrán, la Iglesia que es madre y cabeza de todas las iglesias ‘de la urbe y del orbe’, porque es la sede de la cátedra del sucesor de Pedro, desde donde se enseña esta verdad. Hoy es el día pera pensar en la Iglesia como templo de Dios, pero la Iglesia es templo de Dios porque en ella está presente el Señor resucitado, que es el verdadero templo. De Jesús, que desde su resurrección se ha vuelto Espíritu dador de vida, de su costado abierto, brota un río que renueva y da vida a todo lo que toca y que hará florecer nuestro desierto y hará resucitar el mar muerto de nuestra historia.
Los hombres colaboramos a esta acción divina con nuestro sí libre y obediente, como el de María, un sí que se hace compromiso concreto, real e histórico, a favor del hermano necesitado y en la construcción de un mundo mejor. En Madrid, hoy celebramos a María, patrona de la archidiócesis, con el título de Ntra. Sra. de la Almudena. Según la tradición, su imagen apareció al desgarrarse el frente de una torre de la muralla de la Puerta de la Vega. Ella es verdaderamente un muro que nos protege de las fuerzas del mal dentro de nosotros y en el mundo. Con ella podemos luchar contra el pecado con la firme esperanza de la victoria final.

lunes, 8 de noviembre de 2010

No nos dejemos 'quitar el cielo'

Homilía 7 de noviembre 2010
Domingo XXXII Tiempo Litúrgico Ordinario (ciclo C)


Hay un dato muy curioso, y yo diría preocupante, que sale repetidamente en las encuestas que se hacen sobre las creencias de los católicos. Parece que muchos de nosotros no creemos, o tenemos muchas dudas, acerca de la resurrección de los muertos, acerca de la vida eterna y el cielo, por no hablar de la resurrección de la carne, que es algo sin embargo que afirmamos como un verdad fundamental en el Credo. ¿Es posible tener una fe auténtica sin creer en la vida eterna? Nuestra fe, ¿es solo para esta vida? ¿Nos ayuda sólo a vivir bien esta vida? ¿No herimos de muerte nuestra fe si le quitamos la perspectiva escatológica, si nos olvidamos del premio prometido por Dios a sus fieles?
Yo creo que sí. Y no sólo yo, sino lo dice claramente el apóstol Pablo en su primera Carta a los Corintios, en el capítulo 15 donde trata el tema de la resurrección dirigiéndose a unos cristianos que también tenían mucha dificultad para creer esta verdad: “Pero si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no existe la resurrección de los muertos? Si no existe la resurrección de los muertos tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, es falsa, por tanto, nuestra predicación, y es falsa vuestra fe... Si sólo estamos esperando en Cristo para esta vida, somos los más dignos de lástima de todos los hombres” (1Cor 15, 12-19).
Es verdad que nuestra fe nos ayuda a vivir bien esta vida, a ser más auténticos y compasivos, pero si no creemos en la resurrección y en la vida eterna pierde su fundamento último y se vuelve una fe débil que cuando llega la primera dificultad o persecución se derrumba, como una casa construida sobre arena. La fe muchas veces nos pide renunciar a algo, sacrificarnos por el otro, soportar las injurias, responder al mal con el bien, servir a los demás... En algunas ocasiones ser fiel al Señor exige tomar claramente partido y esto nos puede costar mucho en términos materiales, laborales, de amistades, familiares, etc. No hace falta dar ejemplos, porque todos entendemos bien de qué se trata y seguro que recordamos momentos en que  nos ha pasado esto, y muchas veces, quizás por miedo, nos hemos amoldado a lo que nos pedía el mundo y no Dios.
En la primera lectura de este domingo, sacada del segundo libros de los Macabeos encontramos un ejemplo muy claro de todo esto. Los siete hermanos y la madre, obligados a elegir entre ser infieles a Dios desobedeciendo su Ley o morir, prefirieron la muerte, profesando su fe en la resurrección y en el premio de los justos. Esto ha pasado muchas veces a lo largo de la historia de la Iglesia. Sin ir más lejos, ayer celebrábamos la memoria de los mártires de España del siglo XX. Los mártires son los testigos más eminentes de la fe en la resurrección del Señor, al padecer una muerte parecida a la del Maestro con la esperanza de resucitar con Él. Nosotros probablemente no seremos llamados al martirio violento pero sí a dar un testimonio valiente de Jesús y a entregar nuestra vida día a día, uniéndonos a la cruz del Señor; esto lo hacemos por amor a Dios y a los hermanos, pero con la firme esperanza de la vida eterna.
Es importante notar como la fe en la resurrección de los muertos se va abriendo paso poco a poco en la revelación bíblica, a partir de la fe en la omnipotencia de Dios creador y en la justicia divina. Aparece con claridad sólo en los textos más recientes, como el libro de los Macabeos. Los saduceos no admitían estos libros como inspirados por Dios y no creían en la resurrección, de ahí su pregunta a Jesús en el evangelio de hoy. Partiendo de una prescripción antigua sobre la obligación de dar descendencia al hermano, intentan mostrar lo absurdo que es creer en ella. Jesús responde haciendo notar que no podemos aplicar los esquemas de la vida presente a la vida futura y que en Sagrada Escritura, precisamente en la parte que sí aceptan los saduceos como inspirada, Dios habla de sí mismo como el Dios de los patriarcas y, al nombrarlos por su nombre, se está afirmando implícitamente que están vivos, según la forma de interpretar el texto que tenían los mismos saduceos. Pero lo más importante de la respuesta del Señor es su afirmación clara de la realidad de la resurrección y el hacer notar el error de los saduceos, que se basa en no conocer las Escrituras ni el poder de Dios. El poder de Dios es lo que fundamenta nuestra fe en la resurrección. Como sugiere el apóstol Pablo ‘el Dios que ha creado de la nada también es capaz de dar vida a los muertos’.
Un leader carismático católico muy conocido hacía notar hace dos años que la mentalidad que nos rodea, marcada por el secularismo, el materialismo, el hedonismo, nos ha ‘quitado el cielo’. “Nos han quitado el cielo”, gritaba en la Plaza de Colón de Madrid en una celebración Por la Familia cristiana. Y es verdad. Nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna se ha debilitado y eso lleva a que se debilite todo el edificio de nuestra fe y nuestro compromiso cristiano. Es nuestro deber renovar nuestra fe, ya que nosotros sí conocemos la potencia de Dios. En la Eucaristía que celebramos, porque Dios es Dios, es capaz de darnos a comer su cuerpo en el estado glorioso de resucitado, y esto es prenda y anticipo de nuestra resurrección.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los santos están hoy aquí en medio de nosotros

Homilía 1 de noviembre 2010
Fiesta de Todos los Santos

Seguro que la mayoría de los que estamos aquí hemos tenido el gran regalo de conocer en algún momento de nuestra vida a un santo. Es posible que este sea el motivo por el que estamos hoy aquí. Quizás fuera alguien muy cercano, nuestro padre o madre, un abuelo, o abuela, o tío, o puede que un pariente más lejano o quizás un amigo. Puede que fuera alguien con el que no teníamos trato y que un buen día se cruzó por nuestra vida y nos descubrió un nuevo horizonte, una forma distinta de vivir, nos hizo oler ese buen olor de Cristo, como dice San Pablo. Esa persona ha dejado una huella profunda en nosotros y la sentimos ya en el cielo, gozando del premio prometido, pero también cercana y acompañándonos en nuestra peregrinación y esperando a que nos reunamos con ella en la patria verdadera.
Hoy es un día para sentir la cercanía y la compañía de estas personas y dar gracias a Dios por sus vidas. Sobre todo es un día para recordar a los santos ‘anónimos’, los que no son conocido y no tienen fiesta propia. Con este sentido nace esta fiesta, cuando el Papa Bonifacio IV en el siglo VI traslada con 28 carros las reliquias de los mártires, sacadas de las catacumbas, al Panteón de Roma. Dos siglos más tarde, Gregorio IV traslada esta fiesta desde el 13 de mayo al 1 de noviembre y la hace extensiva a todos los santos, no sólo a los mártires. Al trasladar de día la fiesta, el Papa Gregorio quiere cristianizar algunas fiestas paganas relacionadas con el recuerdo de los difuntos, como la que dio lugar a Halloween. Haciendo así, ponía en práctica algo que siempre ha hecho la Iglesia en su misión de llevar el evangelio a toda criatura. Desde que el Hijo de Dios se ha encarnado, desde que ha asumido una naturaleza en todo igual a la nuestra excepto en el pecado, nada de lo que es genuinamente humano es ajeno al cristianismo y podemos acoger lo bueno que hay en todas las culturas, purificándolo cuando es necesario, y mejorándolo para hacerlo útil para vivir y expresar nuestra fe. Esto nos invita a no escandalizarnos de costumbres que aparentemente nada tienen que ver con el cristianismo y a saber acogerlas y discernir lo bueno que tienen.
Pero, ¿quiénes son los santos? ¿Qué significa ‘santidad’? Al principio, como hemos visto, los santos eran los mártires, aquellos que llegaron a derramar su sangre por Cristo. Desde siempre se ha considerado que lo mártires al haber vencido, como dice el libro del Apocalipsis, ‘en la gran tribulación y lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero’, ya participan de la gloria del cielo. Pero junto a los mártires, otras muchas personas a lo largo de la historia de la Iglesia, han unido sus vidas al misterio de la cruz. Sin sufrir un martirio sangriento y puntual, sí han entregado cotidianamente su vida, gota a gota, de forma heroica y muchas veces anónima, llevando una vida ‘escondida con Cristo en Dios’. Estos son los que han vivido las bienaventuranzas, que son el perfil, como diríamos hoy, del verdadero cristiano.
Sería interesante diseñar un test psicológico basado en las bienaventuranzas para medir quién y en qué medida cumple el perfil deseado. Como las pruebas que se hacen para seleccionar el personal en el ámbito laboral. Sería curioso ver que puntuación obtendríamos, sobre todo si el test se hace de forma que manifieste lo que de verdad creemos y no o que ‘decimos’ que creemos.
Pues hoy queremos celebrar a todos los santos y dar gracias a Dios por sus vidas. Celebrar a los santos no añade nada a ellos que ya tienen mucho más de lo que nunca podrían haber imaginado, pero nos viene bien a nosotros. En la fiesta irlandesa que dio origen a Halloween, se creía que la separación entre este mundo y el Otro se estrechaba la vigilia de Todos los Santos y podían pasar los espíritus de aquél a éste. Pues hoy también sentimos aquí en medio de nosotros a los santos que nos acompañan, nos animan y nos esperan.

martes, 2 de noviembre de 2010

Zaqueo y Jesús: ¿Quién busca a quién?

Homilía 31 de octubre 2010
Domingo XXXI Tiempo Litúrgico Ordinario (ciclo C)

¿Quién le iba a decir a Zaqueo que su baja estatura sería ocasión de salvación para él? Esta es la pregunta que encontramos como oración-comentario a las lecturas de este domingo en el Evangelio 2010, editado por Edibesa.  ¡Qué acertada es esta pregunta! Es su baja estatura, algo que probablemente para Zaqueo era motivo de vergüenza y de complejo, lo que hace que se suba al árbol y pueda encontrarse con Jesús. Muchas veces esto es lo que nos pasa en la vida; lo que para nosotros es motivo de vergüenza y de complejo, lo que acontece y no comprendemos ni aceptamos, un defecto nuestro, una debilidad, una enfermedad, el mismo envejecimiento, nuestra historia de miserias y pecado y sus consecuencias, es con frecuencia lo que nos lleva a encontrarnos con el Señor y a unirnos a Él. Esto no quiere decir que Dios es un Dios ‘tapa-agujeros’ como a veces se ha dicho, un Dios que viene al encuentro del hombre sólo cuando éste es débil, porque Dios también es la meta de nuestro afán de auto-superarnos continuamente, de ir cada vez más allá. Por tanto lo encontramos también cuando somos más fuertes como el horizonte de nuestra trascendencia. Pero sí es cierto que cuando el hombre se despoja de su pretendida y falsa autosuficiencia y reconoce su verdad, se abre el camino para el encuentro salvífico con el Dios vivo y verdadero. Es lo que la Sagrada Escritura nos quiere decir con esas palabras de que ‘Dios se esconde a los soberbios y se manifiesta a los humildes’.
Pero lo más sobrecogedor del pasaje evangélico de este domingo es que el encuentro entre Jesús y Zaqueo es una escenificación perfecta de una gran cuestión teológica que ha ocupado a las mejores cabezas del pensamiento religioso: ¿Quién tiene la iniciativa en el encuentro entre Dios y el hombre? ¿Quién es el primero que mueve ficha? ¿El hombre debe hacer algo por su cuenta para que Dios le salga al encuentro o es Dios que libremente previene al hombre y le pone el deseo de buscarlo? Y si es Dios quien tiene la iniciativa, ¿qué libertad le queda al hombre? ¿Cómo se le puede considerar culpable si no encuentra a Dios? En el relato de Zaqueo encontramos esta pregunta escenificada y también su respuesta, aunque una respuesta que como toda respuesta humana es limitada y permanece abierta al misterio.
                Desde el punto de vista de Zaqueo, que es el nuestro, es él el que está buscando algo, aunque no sabe muy bien qué; seguramente se sentía interiormente insatisfecho, aunque era un hombre rico: era ‘jefe de publicanos’ en una ciudad económicamente muy próspera. Su inquietud, su insatisfacción, se manifiesta como curiosidad, al querer ver a un tal que va a pasar por su ciudad, un tal que le han dicho que es un gran Maestro, uno que ha hecho milagros, que tiene fama de ser un profeta, quizás el mismo Mesías que se espera. Su curiosidad le lleva a dejar sus ocupaciones, a subirse a un árbol aunque pueda hacer el ridículo. Él quiere ver a Jesús, quizás con la secreta esperanza que algo cambie en su vida y desaparezca el vacío que siente. Pero una vez realizado este esfuerzo, es Jesús mismo el que se invita a su casa y trae la salvación. El cambio radical que tiene lugar en la vida de Zaqueo se concreta en su generosidad para con los pobres y su deseo de reparar el daño que haya causado. Y, como siempre, los beatos de todo la vida se quedan mirando el actuar desconcertante de Jesús al no conocer el amor de Dios.
                Por otro lado, también es verdad que era Jesús, en cuanto verdadero Dios, que desde siempre iba en busca de Zaqueo. Le había puesto en el corazón ese deseo de buscar algo más, de querer ver al Jesús del que todos hablaban, de subirse al árbol. Más aún, era Dios la causa última de su baja estatura que le llevó a esforzarse más que los demás para ver a Jesús que pasaba.
                Así es que como respuesta a la pregunta de si la iniciativa la tiene Dios o el hombre, tenemos que contestar que la tienen los dos, cada uno en el ámbito que le corresponde. Puede que esta respuesta no nos parezca satisfactoria y que sea difícil de enmarcar en nuestra lógica, pero así son las cosas de Dios, nos desconciertan y exigen de nosotros que salgamos de nuestros esquemas, que dejemos los odres viejos...