lunes, 26 de diciembre de 2011

El gran milagro de la encarnación

Homilía 24-25 de diciembre 2011
Solemnidad de la Natividad del Señor 

Virgen de Loreto (o de los Peregrinos)
Caravaggio 1604-1605
Iglesia de San Agustín (Roma)
                Chesterton fue un escritor inglés de comienzos del siglo XX, convertido al catolicismo en 1922, conocido por ser el creador del personaje del Padre Brown, pero sobre todo por sus frases de mucho efecto, con las que expresaba su opinión no sin cierto humor, polemizando contra el racionalismo, el cientificismo y la crueldad del capitalismo de su tiempo. Una de sus célebres frases se refiere a los milagros y reza: Lo más increíble de los milagros es que ocurren”. C. S. Lewis es otro escritor de habla inglesa de mediados del siglo pasado, originario de Irlanda, conocido por las Crónicas de Narnia y las Cartas del diablo a su sobrino. Lewis se convirtió del agnosticismo al anglicanismo, gracias también a la influencia de algunas personas cercanas como Tolkien. No llegó a hacerse católico como hubiesen querido sus amigos, sin embargo las opiniones que expresa en sus obras son muy cercanas a la doctrina de la Iglesia de Roma. Entre estas obras hay una que trata de los milagros en la que sostiene la tesis de que el milagro fundamental del cristianismo, el ‘gran’ milagro, es la encarnación de Dios, el Verbo que se hace hombre. Todos los demás milagros están en función de él: o lo preparan o son su consecuencia.

                Sin embargo, en su tratado sobre los milagros, Lewis, antes de afirmar esto, considera necesario aclarar  conceptos como ‘milagro’, ‘naturalismo’, ‘supernaturalismo’, ‘naturaleza’... Ya que aceptar o no la posibilidad de que ocurran milagros no es cuestión de pruebas científicas, sino de presupuestos filosóficos que se tienen y que muchas veces son implícitos y no se reconocen. Así, una persona de mentalidad radicalmente racionalista, niega ya de partida la posibilidad de que ocurran milagros, de que un poder superior y distinto a la naturaleza intervenga en ella. Esta persona no examinará con objetividad la evidencia a favor de un determinado milagro, por abrumadora que sea, sino que ya excluye de antemano que haya podido tener lugar. Es de notar, en contra de lo que muchos piensan, que entre los que excluyen la posibilidad de los milagros no están sólo los no creyentes, sino también  muchos creyentes y, con frecuencia, los que se consideran más cultos.  

                Todo esto tiene que ver mucho con lo que celebramos hoy: el gran milagro de la encarnación del Hijo de Dios. Los cristianos creemos que un momento concreto de la historia del hombre sobre la tierra, en la ‘plenitud de los tiempos’ para Dios, hace algo más de dos mil años, Dios se hizo hombre, tomó carne en el seno de la Virgen María y se hizo uno de nosotros, ‘pasando por uno de tantos’. Vivió una vida en todo igual a la nuestra, quizás más humilde y más pobre, con la única diferencia que siempre fue obediente a la voluntad del Padre, nunca dijo que no ni se echó a atrás; ‘obediente hasta la muerte y la muerte de cruz’, se afirma de Él en la Carta a los Filipenses. Esto realmente es un gran milagro. Si verdaderamente nos paráramos a considerar lo que significa, y lo hiciéramos con frescura, no como algo que tenemos asumido y que creemos saber porque lo hemos oído muchas veces, sino como algo que escucháramos por primera vez, como una buena noticia que hoy nos llega, quedaríamos asombrados y confundidos, pasmados y extasiados, ‘flipado’ como diría quizás un joven. Dios, que nosotros imaginamos como lo más grande que se puede pensar, el eterno, el que no tiene tiempo, el infinito, el omnipotente, el trascendente, el ‘totalmente otro’ de los místicos, se hace uno de nosotros. 

Lugar del nacimiento de Jesus en la Basílica de
la Natividad de Belén: "Hic Verbum caro factum est." 
Pero para creerlo, aceptarlo y asimilarlo, para que dé en nosotros frutos de salvación, tenemos que dejar atrás la mentalidad racionalista autosuficiente y soberbia, que piensa no necesitar a Dios, que cree poder prescindir de Él tanto en la ciencia como en la vida. Esa mentalidad que pone límites a lo que Dios puede hacer, que se jacta de conocer las leyes del mundo y se ríe de los que califica como ignorantes y sencillos que creen en un Dios que interviene en la historia humana. Para reconocer este milagro del Dios que se hace hombre tenemos que purificar nuestros presupuestos filosóficos y aprender la sabiduría de la cruz que es más sabia que la ciencia de los hombres. Tenemos que hacernos como niños y como aquellos sencillos a los que Dios revela sus secretos mientras los esconde a los soberbios y arrogantes. 

Las lecturas de las misas de Navidad quieren ayudarnos a ello. Nos presentan a María y a los pastores como aquellos que acogen la Buena Nueva de la salvación, del ‘Niño que nos ha sido dado’. Ellos que no tienen prejuicios racionalistas, que no son como los sabios según el mundo que se quedan en Jerusalén, ni como los poderosos que temen lo que amenaza su poder, sino son como los ‘pobres de espíritu’ de los que hablan la bienaventuranzas, son los que son capaces de recibir la buena noticia de un Dios que se hace niño. Porque son limpios de corazón pueden reconocer en ese Niño ‘envuelto en pañales y acostado en un pesebre’ al Mesías, al Señor. 

Que Dios se haya encarnado, se haya hecho hombre en Jesús de Nazaret, viviendo una vida como la nuestra, tiene muchas implicaciones para nosotros. Es verdaderamente una Buena Noticia. Entre otras cosas la encarnación del Hijo de Dios significa que no estamos solos en un cosmos inhóspito y gélido en el que todo es fruto del azar. Significa que nuestra vida tiene sentido porque Dios la ha vivido. Significa también que puedo vivir el sufrimiento y el dolor sintiendo que Dios me comprende y está a mi lado. 

¡Escuchemos otra vez sin prejuicios racionalistas, con la sencillez y humildad de los pastores y de María, como si estuviéramos ante ese mensajero que anuncia la Buena Nueva, esas palabras solemnísimas del prólogo del evangelio de san Juan. Unas palabras que son tan importantes que se leían en todas la misas y se ponían sobre el altar, palabras que se utilizan también en los exorcismos porque ahuyentan a los demonios, los de fuera y los de dentro! ¡Qué el Señor nos ayude a guardarlas en nuestro corazón como María y a entenderlas cada día mejor para que puedan dar mucho fruto en nuestra vida! 

“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros,

y hemos contemplado su gloria:

gloria como del Unigénito del Padre,

lleno de gracia y de verdad.”

(Jn 1, 14)

martes, 20 de diciembre de 2011

La vocación de María y la nuestra


Homilía 18 de diciembre 2011
IV Domingo de Adviento (ciclo B)

                En el lenguaje de la Iglesia hablamos con frecuencia de vocación. Entendemos con este término una llamada que una persona siente a desempeñar una cierto cometido en la Iglesia o en la sociedad. Solemos pensar que se aplica sobre todo a los sacerdotes y a las personas consagradas. En un determinado momento de sus vidas, a veces cuando eran muy jóvenes, quizás niños, otras veces ya mayores, estas personas sintieron lo que ellos interpretaron como una llamada especial de Dios a dejar otras cosas y dedicarse enteramente al Señor y su causa. Cuando cuentan su historia constatamos que hay diferencias en los modos en que se han sentido llamados: a veces han percibido la voz de Dios casi directamente, en su interior, una voz que les pedía un cambio radical en sus vidas; otras veces su vocación surgió por medio de personas cercanas que sugirieron con su palabra o ejemplo un camino nuevo; y otras veces fueron los mismos acontecimientos los que condujeron a un determinado desenlace. En cualquier caso, la persona que se siente llamada tiene que someterse a un proceso meticuloso de discernimiento para comprobar que se trata de una vocación real y no de un ‘espejismo vocacional’, usando un término de un conocido padre espiritual jesuita. En estas cosas es fácil auto-engañarse y tomar por vocación lo que es producto de nuestro vacío interior, de nuestra sed de ser importantes, de hacer algo significativo con nuestras vidas, de sentirnos miembros de un determinado grupo, de nuestro narcisismo enmascarado de altruismo.
                Uno de los criterios más importante para discernir la autenticidad de una vocación es compararla con las vocaciones que encontramos en la Sagrada Escritura. En ella se nos narra, por ejemplo, la vocación de Abrahán, de Moisés, de Isaías, de Jeremías, y en el Nuevo Testamento la de los apóstoles, entre otras. Aunque son distintas unas de otras hay algunos rasgos comunes que se dan en toda auténtica vocación. Por un lado, está la iniciativa y elección de Dios, elección que tiene lugar desde siempre. Jeremías oye a Dios que le dice: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jer 1, 5). La llamada es una llamada personal, no genérica: Dios llama por nombre. La persona que es llamada invariablemente se siente inadecuada, incapaz, pecadora, y a veces intenta huir o escabullirse. Pero Dios ratifica su llamada garantizando su asistencia y haciendo a la persona capaz de llevar a cabo la misión que se le encomienda, ya que Dios siempre llama para algo. Con frecuencia el Señor ofrece un signo de credibilidad de su llamada y la persona intenta también entender mejor su vocación a veces preguntando directamente acerca de ella. Pero Dios aguarda siempre la respuesta libre del hombre. La vocación es misterio de elección y de libertad humana; es don y tarea como decía el beato Juan Pablo II. El hombre es invitado a responder a Dios que llama con fe y obediencia,  a caminar en una vida nueva hacia un futuro incierto confiando sólo en el Señor que le ha llamado.
Anunciación - Rupnik (Centro Aletti)
Capilla de la 'Fraternidad San Carlo' (Roma)
                Todos estos rasgos se dan también en la vocación de María que hoy la Iglesia nos presenta en el evangelio de este domingo. Ya hemos escuchado este relato de la Anunciación en la fiesta de la Inmaculada Concepción. En aquella ocasión nos centrábamos en las palabras de saludo del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Estas palabras del arcángel Gabriel hacen también de marco a la vocación de María. A ella se dirige el mensajero celeste llamándola, casi como si fuera su nombre propio, ‘llena de gracia’. Como en toda vocación hay una elección, en este caso realmente excelsa, y una misión, también única de María, la de ser madre del Salvador. También como en toda vocación María no se siente adecuada, pide aclaración, quiere entender mejor su misión. En ángel explica cómo sucederá lo inimaginable: Dios, para quien nada es imposible, intervendrá con su poder creador, en un acto comparable sólo con la creación del mundo de la nada y la resurrección de Cristo del sepulcro y fecundará el seno virginal de María. El ángel también ofrece un signo de credibilidad de su mensaje indicando el embarazo de la estéril pariente Isabel. Y como en toda vocación, Dios aguarda la respuesta libre de su criatura, el sí de María, y ella pronuncia su fiat. Dios le ha asegurado su asistencia - — “el Señor está contigo”, le dijo el ángel — y ella emprende una vida nueva que la separará del resto de las personas, una vida marcada  totalmente por su misión, una vida vivida en función de su Hijo al que dedicará todo su tiempo, todo su ser. María no sabe bien en ese momento lo que implica el sí que ha dicho al Señor, confía en que la hará capaz de llevar a cabo lo que le pide. La respuesta de la criatura a la llamada y a la voluntad de Dios produce siempre alegría, aunque puede que se dé plenamente sólo después de un largo recorrido. María cantará su alegría en casa de su prima Isabel.
                Nosotros hablamos de María como modelo de todo creyente y la Iglesia desde sus comienzos ha entendido la condición cristiana como ‘vocación’ y ha utilizado este lenguaje para hablar de ella. De hecho, enseña que dentro de la comunidad de los creyentes hay distintos ministerios y servicios, pero una llamada fundamental que vale para todos y es a ser cristianos, discípulos de Jesús. Por eso es inapropiado utilizar la palabra vocación sólo para los sacerdotes o consagrados. Es verdad que hay algunos que se sienten llamados, dentro de su llamada fundamental a ser cristianos, a serlo de un modo más exclusivo. Pero esto, parafraseando a la Madre Teresa de Calcuta, es una ‘llamada dentro de la llamada’. Creo que en estos tiempos de secularización y de nueva evangelización, estamos invitados todos a volver a descubrir nuestra condición de cristianos como una vocación, en la que se dan todos los rasgos de cualquier vocación que encontramos en la historia de la salvación narrada en la Biblia. Somos elegidos, asistidos por Dios, llamados por nombre, con una misión a desempeñar, separados de los demás, hechos capaces por Él para llevarla a cabo, etc.
                Pidamos a Dios por medio de la intercesión de la Virgen Madre que sintamos y vivamos nuestra vida cristiana como una respuesta generosa a una llamada personal de Dios que nos ha elegido desde siempre para ser ‘santos e inmaculados ante Él por el amor’ (cf. Ef 1, 4).


(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro La buena noticia del matrimonio y la familia y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)

sábado, 17 de diciembre de 2011

Estar donde Dios quiere que estemos

Homilía 11 de diciembre 2011
III Domingo de Adviento (ciclo B)

                El jueves vi una película que no me pareció muy buena y que, sin embargo, ganó en 2010 el León de Oro en el Festival de Venecia a la mejor película. Es verdad que la directora, Sofía Coppola, es muy conocida no sólo por su padre Francis Ford Coppola, sino también porque ha rodado películas buenas en el pasado, entre ellas una excepcional como Lost in Translation. La película que vi el jueves se titula Somewhere, ‘En algún lugar’ sería la traducción del título en castellano. Trata de un hombre, un actor de cine de mucho éxito, con una vida llena de excesos, que vive en un hotel muy conocido de Hollywood y conduce un Ferrari. A causa de la relación con su hija, fruto de un matrimonio fracasado, empieza a enfrentarse con la realidad y a preguntarse dónde se encuentra en su vida, quién es él y hacia dónde va, y estas preguntas sin respuesta hacen que se derrumbe entre lágrimas.
                Todos compartimos con mayor o menor intensidad estas preguntas que en algún momento de nuestra vida nos asaltan y para que las que muchas veces no tenemos una respuesta clara: ¿Quién soy? ¿En qué lugar me encuentro de mi vida?  ¿Qué estoy haciendo de ella? ¿Qué camino debo tomar? Muchos psicólogos pensamos que este tipo de interrogantes está relacionado con la mitad de la vida y con lo que se ha venido a llamar la ‘crisis de los 40’, que es una crisis de sentido.
                Esta pregunta es también la que le hacen los sacerdotes y levitas enviados por los judíos desde Jerusalén a Juan el Bautista: ¿Tú quién eres? Juan contesta sabiendo muy bien quién es. No se deja encasillar en los estereotipos, en los esquemas mentales de los que le hacían la pregunta: no es ni el Mesías, ni Elías, ni el Profeta. Juan conoce la voluntad de Dios sobre él, su misión en la vida, sabe el lugar que Dios le ha asignado. Probablemente lo ha descubierto en la soledad del desierto y a través de la oración, leyendo los libros sagrados. Por eso responde a los enviados citando un texto del profeta Isaías que indica lo que él es: “Yo soy la voz que grita en el desierto. Allanad el camino del Señor”.       
También Jesús en cuanto hombre va descubriendo y profundizando en su vocación a través de la oración y de la lectura de la Sagrada Escritura del pueblo de Israel. Seguramente meditó muchas veces ese texto del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”. El Señor entendió que este texto se refería a él y que describía su misión. Por eso en Nazaret, su pueblo, al comienzo de su vida pública, un sábado entra en la sinagoga y se hace entregar el volumen del profeta Isaías, lee este texto y dice que en ese momento se cumplía lo que estaba escrito. Él era el ungido por el Espíritu del que habla el profeta, el que tiene el Espíritu del Señor y es enviado a anunciar la buena noticia a los que sufren.
Cuando la preguntas sobre ‘¿quién soy?’, ¿en qué lugar me encuentro? ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿hacia dónde tengo que ir? nos asaltan e inquietan, los cristianos debemos enfrentarnos a ellas como hicieron san Juan Bautista y Jesús. No basta contestar con criterios mundanos, que hacen referencia a lo material, a la profesión, a lo que poseemos, a los títulos académicos que tenemos, al prestigio social, al poder que podemos ejercer... Somos mucho más que esto. Los cristianos tenemos que ver y juzgar nuestra vida y entenderla a partir de Dios. Para Dios, lo que es un fracaso puede ser una victoria y viceversa. Para Dios lo importante es que cumplamos su voluntad y que estemos en el sitio que Él nos ha asignado, que puede ser distinto del que nos gustaría cuando nos dejamos guiar por estereotipos y expectativas de los demás. Puede también que implique saber cargar con la cruz de cada día. Pero este es nuestro lugar en que encontraremos la paz y la alegría verdadera que buscamos.

 
De hecho, la alegría, a la que nos invita este tercer domingo de Adviento, el domingo Gaudete, no es mundana, no viene del mundo, de que nos vayan bien las cosas según sus esquemas y criterios. Es una alegría cuya fuente es Dios y deriva de estar en paz con Él, cumpliendo su voluntad y estando donde Él quiere que estemos. Es una alegría que nace de saberse hijos muy amados de Dios que están en su casa y reconocen esta gracia, a diferencia del hermano de la parábola del Padre misericordioso que tiene envidia del menor. Sería bueno que de vez en cuando hiciéramos los cristianos el propósito de estar alegres, prometiéndoselo al Señor, para no dejarnos vencer por la tristeza del mundo que tanto nos asecha. Me contaron hace tiempo que el conocido obispo Helder Cámara hacía en este domingo de Adviento y en el domingo Laetare de Cuaresma el voto de estar siempre alegre.
San Juan Bautista - Caravaggio 1599-1600
Roma, Musei Capitolini
Es verdad que a veces es difícil encontrar la propia vocación, lo que Dios quiere para nuestra vida, su voluntad, el sitio que nos tiene asignado en el mundo y en su plan de salvación. San Juan Bautista y Jesús lo fueron descubriendo a través de la soledad y el silencio, la oración intensa y la lectura de los textos sagrados del pueblo elegido. Éste es el camino también para nosotros. Los Ejercicios de San Ignacio de Loyola, por ejemplo, son quizás el mejor instrumento que ofrece la tradición de la Iglesia para discernir la voluntad de Dios, lo que Dios quiere de nosotros y así enderezar nuestra vida. Se hacen en silencio, meditando la Palabra de Dios y los misterios de la vida del Señor y con tempos intensos y repetidos de oración. Quizás nosotros no podamos dedicar todo un mes a hacer estos Ejercicios, pero sí podemos encontrar la forma de separarnos de los que nos distrae, de orar intensamente al Padre para que nos ilumine y de leer la Escritura. Si hacemos esto, poco a poco empezaremos a oír la voz de Dios que habla en el silencio y a discernir su voluntad. Por eso, también en Adviento se habla tanto de desierto. Juan bautizaba en el desierto y era la ‘voz que grita en el desierto’. Para oírla, había que desplazarse de la comodidad y seguridad que daba estar en Jerusalén, lo que no quisieron hacer los judíos que enviaron emisarios para interrogar al Bautista.
                En el evangelio de Juan, el Bautista es presentado como ‘testigo de la luz’. Él tiene que señalar a Uno que no conocen pero que está en medio de ellos, que viene detrás de él, pero que existe desde antes, y que tiene una dignidad tal que Juan no es digno de hacer con Él ni lo que hacen los esclavos con sus amos, desatar sus sandalias. Cuesta entender que haya alguien tan grande, que sea la misma luz, con una dignidad enorme, que está en medio de nosotros pero que no lo conocemos. De ahí la necesidad y la función de los testigos: señalar a Dios presente. Ésta también es una tarea que tenemos los cristianos en un mundo como el nuestro donde parece haber una eclipse de Dios. Pero Dios está presente aunque no percibamos su presencia y lleva adelante su plan de salvación y nosotros somos testigos e instrumentos de ello. Una forma de ser testigos de la presencia de Dios en el mundo y de su victoria sobre el mal es a través de la alegría cristiana, alegría que nace de estar en paz con Dios.

lunes, 12 de diciembre de 2011

La Inmaculada Concepción y Caravaggio: pisar la serpiente con la ayuda de Jesús

Homilía 8 de diciembre 2011
Reflexione teológicas a partir de algunas obras de Caravaggio (3)
Virgen de los Palafrenieri (o de la serpiente)
Caravaggio, 1606 (Galleria Borghese, Roma)
                Muchas veces el arte nos ayuda a profundizar en alguna verdad de nuestra fe y a entenderla — en la medida en que esto es posible para nosotros — no sólo con la razón, sino también con el corazón, haciendo que resuene todo nuestro ser. Así es, por ejemplo, con la música. Me contaba hace tiempo una amiga que su hermano se convirtió al cristianismo escuchando el Mesías de Händel. Al hablar de esta relación entre fe y arte, es frecuente oír citar una célebre frase de la obra El Idiota de Dostoievski: “la belleza salvará al mundo”. También la pintura es una forma de expresar, profundizar y transmitir las verdades de la fe. En situaciones de analfabetismo las pinturas en las Iglesias han servido para evangelizar y catequizar a las personas, y lo ha hecho de una forma muy eficaz.
                En relación con la fiesta de la Inmaculada Concepción, hay una obra de arte fascinante que nos ayuda a entender mejor y con el corazón la verdad de que María fue concebida libre de pecado original, una verdad que fue definida como dogma en 1854 por el Papa Pio IX. La obra a la que me refiero es un cuadro de Caravaggio titulado la Virgen de los Palafrenieri (o Palafreneros, en castellano), o también Virgen de la serpiente. La obra representa a santa Ana, María y el Niño mirando al mismo tiempo hacia una serpiente. Es una ‘instantánea’ de vida familiar, algo muy original de Caravaggio, como ya hemos comentado en relación con la Vocación de San Mateo. Santa Ana, la madre de la Virgen María según los evangelios apócrifos, está pintada como una mujer ya mayor y curtida, pero muy digna, con ropa oscura, quizás de gitana, que se va difuminando en la oscuridad de la habitación. Lleva, sin embargo, una tela blanca a modo de faja que destaca, cuyos pliegues parecen de mármol. Para la Virgen María Caravaggio utilizó atrevidamente una modelo con la que ya había trabajado anteriormente cuando pintó la Virgen de Loreto, Lena, conocida en Roma y por la que había tenido problemas con la justicia por herir con una espada en la plaza Navona a otro hombre que la pretendía. La Virgen, vestida con ropa de lavandera, iluminada lateralmente por una luz cálida, sujeta con ternura a su hijo, totalmente desnudo, un niño hermoso con pelos rubios rizados. La obra había sido encargada al pintor para ser colocada encima del altar que la Cofradía de los Palafernieri tenía en la Basílica de san Pedro. Con la restructuración que se quería llevar a cabo de la Iglesia más importante de la cristiandad, la capilla que se le había asignado a esta Cofradía en sustitución de la que tenían que iba a ser derruida, era una que quedaba en el transepto derecho. El cuadro de Caravaggio, según consta de los documentos, sí llegó a colgarse encima de este altar, pero por muy poco tiempo. Quizás creó escándalo, quizás alguno reconoció a la modelo Lena, quizás algún cardenal lo quería para sí, como después de hecho ocurrió, terminado la obra en la colección privada del cardenal Scipione Borghese. Cuesta entender que este encargo, que era el más importante que recibiría Caravaggio, la obra de su vida, al ofrecérle la oportunidad de tener un cuadro suyo en la mismísima basílica vaticana, sueño de todo artista que trabajaba en Roma, lo llevara a cabo de forma tan irresponsable. De hecho, ésta fue la última obra que pintó en Roma.

Detalle de santa Ana

                El mensaje teológico de esta maravillosa obra se vehicula sobre todo a través de la presencia humilde de santa Ana y del foco visual del lienzo que es la serpiente aplastada. Santa Ana está representada no sólo porque era la patrona de la Cofradía de los Palafrenieri que encargaron la obra, sino también porque hace referencia al misterio de la Inmaculada Concepción de María al ser la madre de la Virgen. Es verdad que quizás Caravaggio al pintar a la santa tenía presente la leyenda de que María fue concebida por medio de un beso que se dieron Ana y Joaquín delante de la puerta dorada. Pero más significativo que esto es que la presencia de santa Ana señala la verdad creída por el pueblo de Dios de que María desde el primer momento de su existencia era sin pecado. La Inmaculada Concepción no implica para nada una concepción virginal de María. Lo que implica es lo que estrictamente se dice en la definición del dogma:
...Para honra de la Santísima Trinidad, para la alegría de la Iglesia católica, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra: Definimos, afirmamos y pronunciamos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de dudar en su corazón lo que por Nos ha sido definido, sepa y entienda que su propio juicio lo condena, que su fe ha naufragado y que ha caído de la unidad de la Iglesia y que si además osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho.
(Pio IX, Bula “Ineffabilis Deus", 8 de diciembre 1854)
Detalle del rostro de María
Esta verdad de la Inmaculada Concepción de María, aunque fue definida como dogma en 1854, era creída por el pueblo cristiano desde antiguo como lo testimonian muchos escritos, obras de artes y celebraciones litúrgicas que se basan en ella. Fueron los teólogos, más que el pueblo llano, los que tuvieron reticencias a la hora de admitir esta verdad, ya que consideraban incompatible sostenerla junto con la universalidad del pecado original y la necesidad de la redención de Cristo. Fue la escuela franciscana la que la defendió con el famoso argumento de Duns Scoto: Dios podía, era conveniente, por tanto lo hizo (potuit, decuit, ergo fecit). Y Dios lo hizo anticipando en ella los frutos de la redención obtenida por Cristo para todos en la cruz. María, por tanto, participa también de la obra redentora de su Hijo, pero lo hace anticipadamente y de forma más plena.
Detalle de María y Jesús
pisando la serpiente
De todos modos, en la obra de Caravaggio La Virgen de los Palafrenieri lo que está más relacionado con la Inmaculada Concepción de María es la serpiente que ella aplasta. Esta imagen hace referencia a un texto muy conocido y discutido del Libro del Génesis que se ha venido a llamar el Protoevangelio, porque contiene una promesa de salvación justo después de que se cometiera el pecado original. Hablado Dios a la serpiente que tentó a Eva dice:
“Pongo hostilidad entre ti y la mujer,
entre tu descendencia y su descendencia:
esta te aplastará la cabeza
cuando tú la hieras en el talón.” (Gn 3, 15)

                Este pasaje que habla de la victoria de la mujer y su descendencia sobre la serpiente es para los cristianos un claro anuncio de lo que tiene lugar en Jesucristo y María, de ahí que reciba el nombre de protoevangelio. Sin embargo, si vamos a los detalles, este texto ha sido causa de muchas disputas que surgen de su traducción al griego y al latín. El foco de la discusión es el pronombre en la frase “esta te aplastará la cabeza”. En el original hebreo se utiliza un pronombre (הוּא) que hace referencia a la descendencia de la mujer en sentido general, es decir, que sería toda la descendencia de la mujer, no un individuo concreto, que vencería a la serpiente. Sin embargo, en la traducción griega del Antiguo Testamento, llamada de los LXX, anterior al Nuevo Testamento y que siempre ha gozado de mucha autoridad en la Iglesia antigua, se usa un pronombre masculino (αυτός) que hay que interpretar en sentido individual: “él te aplastará la cabeza”. En este caso, es un individuo concreto dentro de la descendencia de la mujer la que aplastará la serpiente. Esto lleva a una interpretación predominantemente mesiánica y cristológica de este pasaje del Génesis en el contexto cristiano: haría referencia velada a Jesús que vence a Satanás. La implicación de María no está excluida, pero no es directa. Ni decir tiene que ésta es la lectura que se prefiere en el ámbito protestante. La traducción de la Biblia al latín llevada a cabo por san Jerónimo, la Vulgata, de muchísima autoridad y uso en la Iglesia Católica y declarada sin error por el Concilio de Trento, usa en cambio el pronombre femenino ella (ipsa). Esto posibilita una lectura plenamente mariológica del protoevangelio: sería María la que vence las fuerzas del mal.
Detalle de
los pies de
María y Jesús
                Esta controversia de si era Jesús o María quien aplasta la cabeza de la serpiente primordial, de si tenían rezón los católicos al insistir en el papel de María en la redención de la humanidad, o los protestantes en resaltar la unicidad de Cristo, estaba muy presente cuando Caravaggio en 1606 pintó la Virgen de la serpiente. Tanto es así que el Papa Pio V en 1569 promulga la Bula Consueverunt Romani Pontifices, conocida por su doctrina sobre el rezo del Rosario, estableciendo que era María la que aplastó la serpiente con la ayuda de Jesús. Y esto también es lo que pinta Caravaggio en su magnífica obra: María aplasta la serpiente con su pie, pero con la ayuda del piececito del Niño Jesús.
                Hoy nosotros diríamos que es el piececito de Jesús el que cuenta de verdad, el que vence al demonio. El piececito de ese niño que parece echarse para atrás asustado por la serpiente buscando la seguridad de los brazos de su madre. Es Él el único  vencedor del pecado y de Satanás. Pero María es la primera que participa plenamente de esa victoria, y participa anticipadamente de ella, para darlo a luz en su seno purísimo, para estar al lado de su Hijo en su lucha y acompañarlo por el camino de la cruz y para estar al lado después de todos los que hacemos nuestra la victoria del Señor y formamos parte de su descendencia y la tenemos por madre. Como María, también nosotros podemos pisar la serpiente con la ayuda del piececito de Jesús.

                La demás lecturas que la Iglesia ofrece en la Misa de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción permiten profundizar en nuestra participación en la victoria de la descendencia de María. La segunda lectura nos habla del misterio de la elección. Todos hemos sido ‘elegidos, dice san Pablo, en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e inmaculados (άμωμος) ante él por el amor’. Esto que vale de un modo muy especial para María vale también para nosotros. Y vivir la llamada a la santidad, a la perfección del amor, es posible gracias a la ayuda del Señor, a su victoria sobre el mal, a su piececito que nos da fuerza para aplastar a la serpiente. En el evangelio de la Anunciación encontramos ese saludo tan solemne del ángel: “Alégrate, llena de gracia.” De este saludo deriva nuestro rezo del Ave María, como también aquellas palabras con las que solemos empezar nuestras confesiones en España: Ave María Purísima. Este sacramento, celebrado regularmente, tiene sentido como etapas sucesivas  de nuestra lucha contra el pecado en nosotros y en el mundo, lucha que llevamos a cabo junto con Jesús y gracias a Él, y en compañía de María. Señal de la victoria contra el mal es el sí incondicional de María a la voluntad de Dios. Sí que podemos y debemos hacer nuestro.

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

martes, 6 de diciembre de 2011

Los tiempos de Dios no son los nuestros

Homilía 4 de diciembre 2011
II Domingo de Adviento (ciclo B)

foto: definicionabc.com
                Nuestra vivencia del tiempo es muy peculiar y no coincide con lo que marca el reloj. A veces el tiempo pasa muy rápido, sin darnos casi cuenta, y cuando miramos hacia atrás y constatamos los minutos, los meses, los años transcurridos, nos sorprendemos de que hayan podido ser tantos. Otras veces parece que el tiempo no pasa, que lo que esperamos no llega, que tarda demasiado, que los minutos se hacen eternos. El tiempo se alarga cuando estamos aburridos, o cuando esperamos que termine un sufrimiento que parece nunca acabar, o cuando aguardamos intensamente la llegada de algo o de alguien.
                Esta sensación del tiempo que se hace demasiado largo era la que experimentó el pueblo de Israel en el exilio; un tiempo que se hacía tan largo que había debilitado su esperanza y lo había sumido en el desánimo. Había perdido todo, su tierra, el templo, sus instituciones; parecía que Dios lo había abandonado para siempre. En esta situación de desesperanza irrumpe el grito del profeta: “Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen.... Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: ‘Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda’”. El profeta anuncia la intervención de Dios en la historia del pueblo. El Señor realizará de nuevo los prodigios antiguos, los del primer éxodo; actuará como un pastor que apacienta su rebaño, que lo reúne y lo cuida.
                Esta sensación del tiempo que se alarga demasiado era también la que experimentaban los primeros cristianos a los que se dirige san Pedro en la segunda lectura de hoy. Aguardaban intensamente la venida del Señor, cuando se manifestará plenamente su gloria, se cumplirán plenamente las promesas y se establecerá el reino de Dios; pero el Señor no llegaba. Cundía el desaliento en la comunidad y se relejaban las exigencias de la vida cristiana. San Pedro tiene que recordar que “el Señor no tarda en cumplir su promesa”, que “el día del Señor llegará como un ladrón”, que este tiempo que parece durar demasiado es tiempo de la paciencia de Dios que “no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”. Y el apóstol recuerda la verdad fundamental que los tiempos de Dios no son los nuestros, que “para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”. El Señor cumple su promesa cuando Él quiere, en el tiempo que Él ha fijado, que no es el que a nosotros nos parece mejor o nos gustaría. Y el tiempo de espera es un tiempo útil para nuestra conversión, para preparar bien sus caminos.
                Las promesas de Dios se cumplieron ya una vez definitivamente hace más de dos mil años. En la plenitud del tiempo, para Dios no para nosotros, “envió Dios a su Hijo”, dice san Pablo, “nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Gal 4, 4-5). Este es el contenido fundamental de la buena noticia que anuncia Marcos en todo su evangelio que nos acompañará a lo largo de este año litúrgico. La buena noticia es Jesús mismo, que es el Mesías y el Hijo de Dios. Buena noticia para toda la humanidad con la que Dios cumple su promesa de salvación.
Pero Jesús tuvo un precursor que allanó su camino y que tenía la misión de prepararle un pueblo bien dispuesto: Juan el Bautista. Él era la ‘voz que grita en el desierto’ de la primera lectura. Ejerció su misión a través de un bautismo que administraba en el río Jordán, un bautismo con agua que simbolizaba el deseo de conversión, de arrepentimiento, de abandonar la vida de pecado, de purificarse para el juicio de Dios. Las personas venían de todas partes y en gran número para recibir su bautismo. Pero el bautismo de Juan no otorgaba el perdón de los pecados, sólo preparaba para ello. El perdón lo puede dar sólo Dios porque es a Él a quien hemos ofendido. Por eso Juan distingue el bautismo que administra él de otro ‘con el Espíritu Santo’ con el que se cumplen las promesas mesiánicas y se nos otorga la salvación. Es decir, el bautismo cristiano, sacramento de salvación, con el que se nos perdonan los pecados y se nos abren las puertas del reino de Dios.
San Juan Bautista de Rupnik
Santuario della Madonna della Salute degli Infermi
Pozzoleone Scaldaferro (Vi) - Italia (Marzo 2006)
Juan el Bautista es una de las figuras que la Iglesia nos propone en Adviento — junto con Isaías y María — para enseñarnos cómo hay que esperar al Señor. Lo primero es reconocer que los tiempos de Dios no son lo nuestros. El actúa cuándo y cómo quiere y en el momento mejor para nosotros aunque no lo veamos así. Lo segundo es que este tiempo de espera, es un tiempo útil, es tiempo de la paciencia de Dios, tiempo de purificación y preparación para el encuentro definitivo con el Él, tiempo para nuestra conversión y la de nuestros seres queridos.
Intentemos prepararnos bien para la Navidad y más profundamente para encontrarnos con el Señor que viene a salvarnos. Preparemos nuestra vida, ordenando nuestro tiempo y nuestras prioridades, nuestras familias, reconciliándonos los unos con los otros y limando asperezas, nuestro entorno. ¡Qué el Señor puede nacer en nuestros corazones y en nuestros hogares!