martes, 6 de diciembre de 2011

Los tiempos de Dios no son los nuestros

Homilía 4 de diciembre 2011
II Domingo de Adviento (ciclo B)

foto: definicionabc.com
                Nuestra vivencia del tiempo es muy peculiar y no coincide con lo que marca el reloj. A veces el tiempo pasa muy rápido, sin darnos casi cuenta, y cuando miramos hacia atrás y constatamos los minutos, los meses, los años transcurridos, nos sorprendemos de que hayan podido ser tantos. Otras veces parece que el tiempo no pasa, que lo que esperamos no llega, que tarda demasiado, que los minutos se hacen eternos. El tiempo se alarga cuando estamos aburridos, o cuando esperamos que termine un sufrimiento que parece nunca acabar, o cuando aguardamos intensamente la llegada de algo o de alguien.
                Esta sensación del tiempo que se hace demasiado largo era la que experimentó el pueblo de Israel en el exilio; un tiempo que se hacía tan largo que había debilitado su esperanza y lo había sumido en el desánimo. Había perdido todo, su tierra, el templo, sus instituciones; parecía que Dios lo había abandonado para siempre. En esta situación de desesperanza irrumpe el grito del profeta: “Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen.... Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: ‘Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda’”. El profeta anuncia la intervención de Dios en la historia del pueblo. El Señor realizará de nuevo los prodigios antiguos, los del primer éxodo; actuará como un pastor que apacienta su rebaño, que lo reúne y lo cuida.
                Esta sensación del tiempo que se alarga demasiado era también la que experimentaban los primeros cristianos a los que se dirige san Pedro en la segunda lectura de hoy. Aguardaban intensamente la venida del Señor, cuando se manifestará plenamente su gloria, se cumplirán plenamente las promesas y se establecerá el reino de Dios; pero el Señor no llegaba. Cundía el desaliento en la comunidad y se relejaban las exigencias de la vida cristiana. San Pedro tiene que recordar que “el Señor no tarda en cumplir su promesa”, que “el día del Señor llegará como un ladrón”, que este tiempo que parece durar demasiado es tiempo de la paciencia de Dios que “no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”. Y el apóstol recuerda la verdad fundamental que los tiempos de Dios no son los nuestros, que “para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”. El Señor cumple su promesa cuando Él quiere, en el tiempo que Él ha fijado, que no es el que a nosotros nos parece mejor o nos gustaría. Y el tiempo de espera es un tiempo útil para nuestra conversión, para preparar bien sus caminos.
                Las promesas de Dios se cumplieron ya una vez definitivamente hace más de dos mil años. En la plenitud del tiempo, para Dios no para nosotros, “envió Dios a su Hijo”, dice san Pablo, “nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Gal 4, 4-5). Este es el contenido fundamental de la buena noticia que anuncia Marcos en todo su evangelio que nos acompañará a lo largo de este año litúrgico. La buena noticia es Jesús mismo, que es el Mesías y el Hijo de Dios. Buena noticia para toda la humanidad con la que Dios cumple su promesa de salvación.
Pero Jesús tuvo un precursor que allanó su camino y que tenía la misión de prepararle un pueblo bien dispuesto: Juan el Bautista. Él era la ‘voz que grita en el desierto’ de la primera lectura. Ejerció su misión a través de un bautismo que administraba en el río Jordán, un bautismo con agua que simbolizaba el deseo de conversión, de arrepentimiento, de abandonar la vida de pecado, de purificarse para el juicio de Dios. Las personas venían de todas partes y en gran número para recibir su bautismo. Pero el bautismo de Juan no otorgaba el perdón de los pecados, sólo preparaba para ello. El perdón lo puede dar sólo Dios porque es a Él a quien hemos ofendido. Por eso Juan distingue el bautismo que administra él de otro ‘con el Espíritu Santo’ con el que se cumplen las promesas mesiánicas y se nos otorga la salvación. Es decir, el bautismo cristiano, sacramento de salvación, con el que se nos perdonan los pecados y se nos abren las puertas del reino de Dios.
San Juan Bautista de Rupnik
Santuario della Madonna della Salute degli Infermi
Pozzoleone Scaldaferro (Vi) - Italia (Marzo 2006)
Juan el Bautista es una de las figuras que la Iglesia nos propone en Adviento — junto con Isaías y María — para enseñarnos cómo hay que esperar al Señor. Lo primero es reconocer que los tiempos de Dios no son lo nuestros. El actúa cuándo y cómo quiere y en el momento mejor para nosotros aunque no lo veamos así. Lo segundo es que este tiempo de espera, es un tiempo útil, es tiempo de la paciencia de Dios, tiempo de purificación y preparación para el encuentro definitivo con el Él, tiempo para nuestra conversión y la de nuestros seres queridos.
Intentemos prepararnos bien para la Navidad y más profundamente para encontrarnos con el Señor que viene a salvarnos. Preparemos nuestra vida, ordenando nuestro tiempo y nuestras prioridades, nuestras familias, reconciliándonos los unos con los otros y limando asperezas, nuestro entorno. ¡Qué el Señor puede nacer en nuestros corazones y en nuestros hogares!

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