martes, 24 de abril de 2012

La materialidad de las apariciones del Resucitado



Homilía 22 de abril 2012
Tercer domingo de Pascua

Materia oscura
Fuente de la imagen: newscientist.com 
            Mucho se ha hablado, discutido, y estudiado acerca de las apariciones del resucitado. Desde el punto de vista teológico tenemos que decir que son experiencias únicas e irrepetibles que tuvieron los discípulos, experiencias en las que se abre paso una realidad nueva e ‘inédita’, la realidad de la vida gloriosa de la resurrección; son experiencias ligadas indisolublemente a Jesucristo crucificado y experiencias cualitativamente distintas de las experiencias posteriores que han tenido algunos místicos, como santa Teresa de Jesús. Lo más importante es que eran experiencias reales, objetivas, de algo externo a la conciencia de los discípulos, algo material y palpable – “palpadme”, dice el Señor en el evangelio de hoy- , por tanto históricas. No son alucinaciones, ni experiencias solamente subjetivas.

            Digo esto porque hay una tendencia en algunos estudiosos también católicos a considerar las apariciones del resucitado como experiencias subjetivas, y por tanto ‘no históricas’ en el sentido que se suele dar a esta palabra. Sin embargo, esto no sólo va contra la enseñanza oficial de la Iglesia, sino también contra la misma literalidad de los textos bíblicos. Es verdad que no hay que interpretar los relatos de las apariciones de forma estrictamente literal, y también es verdad que entre los distintos relatos hay muchas diferencias y también contradicciones, pero esto se debe a que hacen referencia a una realidad totalmente nueva, no mundana, no de este mundo. Sin embargo, los relatos sí insisten en la objetividad de estos encuentros con Jesús, como podemos constatar en el evangelio de hoy.

José Antono Marina
            Un ejemplo de un pensador conocido e influyente en nuestra cultura española contemporánea que considera las apariciones como experiencias subjetivas de los discípulos parecidas a otras experiencias de algunos místicos, y por tanto no clasificables como hechos históricos, es José Antonio Marina. Hace algunos años – en el 2005 - escribió un libro interesante con el título Por qué soy cristiano, en el que propone una visión bastante personal del cristianismo. Uno de los ejes de su propuesta es lo que afirma de las apariciones. Dice lo siguiente:

Hace muchos años, me impresionó leer las voluminosas obras de un fraile dominico holandés, Edward Schillebeecks, porque centraba con claridad el problema. Si su maestro había fracasado, ¿por qué volvieron a reunirse los discípulos? La respuesta que da es: “Porque tuvieron una profundísima experiencia que les hizo sentirse salvados, perdonados, experiencia que relacionaron con la figura del ajusticiado”. Este texto me hizo comprender que el cristianismo entero no tenía su fundamento vital en los hechos históricos, sino en la experiencia de unos hombres, que la contaron a su manera... No sé en qué pudo consistir esa experiencia, pero la contaron como si hubieran tenido la certeza de que Jesús permanecía vivo y actuante en ellos... Por eso, la fe en Jesús es –desde el punto de vista psicológico –fe en la experiencia contada por los discípulos.
           
(José Antonio Marina, Por qué soy cristiano, Anagrama, 2005; pp. 39-40)

            Por tanto, para Marina y para otros muchos el ‘fundamento vital’ del cristianismo no son hechos históricos sino experiencias subjetivas que después cada uno contó a su manera. Sin embargo, si consideramos atentamente los textos vemos que esto no es así. Se describe una experiencia sí peculiar, pero muy real y objetiva. En el evangelio de hoy, por ejemplo, se insiste en que no se trata de un fantasma, Jesús quiere que le toquen, come con ellos. Estas experiencias eran tan evidentes, tan indiscutibles, tan diríamos hoy auto-validantes, que llevaron a un cambio radical en los discípulos, haciéndoles testigos valientes de lo que vieron, hasta dar la vida por ello.

Casa del Libro
            Aunque puede parecer que esta homilía es demasiado teológica, lo que estoy diciendo es algo fundamental para nuestra fe y nuestra forma de vivirla. Nuestra fe tiene una dimensión conductual - implica un modo de comportarse -, una dimensión sentimental o emocional y una dimensión racional. A veces cultivamos sólo la dimensión emocional y apelamos solo a ella en las homilías, y esto es un grave error, porque es la dimensión racional la que permite evitar errores, nos distingue de las sectas, y nos ayuda a ‘dar razón de nuestra esperanza’, también a los más cercanos, a nuestro hijos y compañeros de trabajo que muchas veces escuchan o leen ideas parciales de nuestra fe. Contra un excesivo sentimentalismo nos pone en guardia también Marina en el mismo libro que estamos comentando, cuando dice que es necesario aclarar lo que significa ser cristiano, y si ser cristiano significa “emocionarse con la romería de la Virgen del Rocío” que no contemos con él. Evidentemente, ser cristiano puede significar emocionarse con la Virgen de Rocío, pero también implica comportarse de un determinado modo y creer algunas cosas que son razonables, que hemos sometido al escrutinio de la razón crítica.

            Digo que es fundamental lo que estamos comentando aquí porque es muy distinto que nuestra fe se fundamente en hechos históricos o en experiencias subjetivas de los primeros discípulos. En este segundo caso, nuestra religión no pasaría de ser una opinión, una creencia ente otras, algo subjetivo y no verificable, algo que cae en el ámbito de la interioridad de las personas. Si, en cambio, nuestra fe se basa en un hecho real, histórico, objetivo, material, aunque también trascedente, cosa en la que insisten los textos bíblicos, ponemos a fundamento de nuestra vida y nuestra fe la roca de un acontecimiento que ha tenido lugar en la historia humana y la ha cambiado. En resumen, nosotros no creemos en una experiencia interior que tuvieron los apóstoles, sino en un hecho real del que ellos fueron testigos.

            El texto del evangelio de hoy es muy claro en esto. El Señor resucitado muestra sus manos y pies, dice “palpadme y daos cuenta que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”, hasta come delante de ellos un trozo de pez asado. Después abre el entendimiento de sus discípulos para que comprendan las Escrituras, para que entiendan lo que han presenciado, sobre todo la muerte y resurrección de su maestro, y los hace testigos de ello. Testigos de algo real, algo que han tocado y visto y que ha cambiado su vida y la historia del mundo.

            Así vemos como san Pedro en la primera lectura anuncia como testigo presencial la resurrección e invita al arrepentimiento, a la conversión, para obtener el perdón de los pecados. Así también queremos nosotros hoy escuchar el anuncio de esta buena noticia, la noticia de la resurrección del Señor, como algo que realmente ha tenido lugar, no una fantasía, ni una creencia. Ya que el Señor verdaderamente ha resucitado podemos y tiene sentido caminar en una vida nueva, entregándola por Cristo y los hermanos.

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

martes, 17 de abril de 2012

Sin el domingo y la Eucaristía no podemos vivir


Homilía 15 de abril 2012
Segundo domingo de Pascua – Fiesta de la Divina Misericordia

Mosaico de Tabgha
El evangelio de hoy, que siempre se proclama en este segundo domingo de Pascua, o domingo de la octava de Pascua, o domingo ‘in Albis’ porque en él que los neófitos se despojaban de sus blancas túnicas, o también domingo de la divina misericordia como quiso Juan Pablo II, nos invita a reflexionar sobre la importancia del domingo para nuestra vida cristiana. En el pasaje del evangelio de Juan que acabamos de escuchar, el Señor resucitado se aparece dos domingos sucesivos a sus discípulos; el primero, la tarde misma del día en que encontraron la tumba vacía, y el segundo, ocho días después, tal día como hoy.

En el evangelio se designa este día como ‘el primero de la semana’, es decir el ‘día después del sábado’, que ya pasó en seguida a llamarse ‘día del Señor’, como vemos en el libro del Apocalipsis (Ap 1,10). El equivalente en latín es dies dominica y ‘dominica’ de adjetivo se volvió pronto sustantivo, a saber nuestro ‘domingo’. El Señor resucitado se aparece en este día a los discípulos reunidos, lo que significa que desde el inicio mismo del cristianismo este día se fue constituyendo como el día de la comunidad cristiana, el día en que los discípulos del Señor se reúnen para celebrar su memorial, el día en que se celebra la presencia del Señor resucitado vencedor de la muerte, el día en que se nos da su Espíritu que hace que experimentemos la alegría y el perdón y que nos sintamos enviados a anunciar la buena noticia.

El significado del domingo para los cristianos se muestra con mucha claridad en las actas del martirio de los mártires de Abitene. Así es como las resume Benedicto XVI en su discurso de clausura del Congreso Eucarístico Nacional Italiano celebrado en 2005:

Este Congreso Eucarístico, que hoy llega a su conclusión, ha querido volver a presentar el domingo como ‘Pascua semanal’, expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema escogido, “Sin el domingo no podemos vivir”, nos remonta al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, so pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas. En Abitene, pequeña localidad en lo que hoy es Túnez, en un domingo se sorprendió a 49 cristianos que, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Arrestados, fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. En particular, fue significativa la respuesta que ofreció Emérito al procónsul, tras preguntarle por qué habían violado la orden del emperador. Le dijo: “Sine dominico non possumus”, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades cotidianas y no sucumbir. Después de atroces torturas, los 49 mártires de Abitene fueron asesinados. Confirmaron así, con el derramamiento de sangre, su fe. Murieron, pero vencieron: nosotros les recordamos ahora en la gloria de Cristo resucitado.

“Sin el domingo no podemos vivir”. Es el domingo y la celebración de la Eucaristía, del memorial del Señor muerto y resucitado, lo que fortalece nuestra fe, lo que nos va haciendo cristianos. En este día se actualiza para nosotros, salvando las diferencias, lo que experimentaron los apóstoles que se reunían ‘el primer día de la semana’: la presencia del Señor, el don del Espíritu, la alegría, la paz, el ofrecimiento del perdón de los pecados. Vivir bien el domingo y participar en la celebración del Eucaristía es para nosotros una necesidad más que un precepto. Si no lo hacemos nuestra fe se va debilitando, vamos perdiendo de vista el sentido de nuestra vida, del trabajo, de la creación, de la redención. Debemos dejarnos cuestionar por le lectura del evangelio del hoy y por el testimonio de los mártires africanos acerca de la forma en la que vivimos el día del Señor, nosotros y nuestras familias y comunidades. Quizás la secularización que tanto lamentamos y que también hace mella en nuestras familias e hijos tiene bastante que ver con la forma de vivir nuestra pascua semanal.

La incredulidad de Santo Tomás de Caravaggio (1602)
Palacio de Sanssouci, Potsdam, Alemania
            Otro tema fundamental del evangelio de hoy es el de la fe. Jesús reprocha al apóstol Tomás que no creyera sobre la base del testimonio de los otros. Le concede algo totalmente inaudito e irrepetible, poner sus manos en las llagas gloriosas del Señor y comprobar ‘carnalmente’, ‘físicamente’, la verdad de la resurrección. Esto lleva al apóstol a la confesión de fe más plena en la divinidad de Jesús que encontramos en el Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío”. Pero seguidamente Jesús llama dichosos, bienaventurados, a los que crean sin haber visto, es decir, a nosotros que estamos aquí hoy. Nosotros creemos sobre la base del testimonio de los apóstoles que nos llega por mediación de la Iglesia. Así nos ha llegado el evangelio de Juan que fue escrito, como acabamos de escuchar, para que ‘creamos que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengamos vida en su nombre’. Así también, como hemos escuchado en la primera lectura, “los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor”. Esta fe que tenemos se fortalece por las experiencias que hacemos del Señor resucitado presente y actante en su Iglesia y en el mundo. Por eso es tan importante el domingo y todo lo que hace que reconozcamos y celebremos esta presencia del Señor.  ‘Sin el domingo y la Eucaristía no podemos vivir’.

Imagen de la Divina Misericordia
            Este segundo domingo de Pascua por iniciativa de Juan Pablo II también se llama domingo de la Divina Misericordia en referencia a los escritos de Sor Faustina Kowalska en los que se dice que esta fiesta tiene como fin principal hacer llegar a los corazones de cada persona el mensaje de que Dios es misericordioso y que “cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia” (Diario, 723). Es lo que hemos cantado en el Salmo: “·Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. Nosotros debemos cantar y anunciar continuamente las misericordias del Señor, lo grande que ha sido con nosotros, el perdón que inmerecidamente nos ha otorgado con la muerte y resurrección de Cristo. Significativamente, Juan Pablo II murió el 2 de abril del año 2005, un sábado ese año, por la tarde, cuando ya se habían rezado las primeras vísperas de este segundo domingo de Pascua, de esta fiesta en la que “las profundidades de Mi misericordia se abrirán para todos”, como también dijo el Señor a Sor Faustina.


            Juan Pablo II fue declarado beato, bienaventurado, hace menos de un año. En el jubileo de los jóvenes del año 2000 citaba un texto de san Pablo aplicándoselo a él mismo: “Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Era verdad, era un hombre de gran fe, un bienaventurado como dice Jesús en el evangelio. Le pedimos, como se dijo en la misa de su funeral, que desde el cielo nos siga bendiciendo como lo hacía desde esa ventana de su despacho que da a la Plaza de San Pedro. También rezamos hoy por nuestro actual papa, Benedicto XVI, que mañana 16 de abril, celebra su 85 cumpleaños. 

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

lunes, 9 de abril de 2012

Si Cristo ha resucitado ya nada es lo mismo

Homilía 8 de abril 2012
Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor


Exposición en la Catedral de Málaga sobre la Sábana Santa
            En la última conferencia que tuvimos sobre la Sábana Santa en nuestra parroquia, el excelente ponente, el Prof. Nicolás Dietl Sagües, hacía notar las tantas controversias y polémicas que ha causado y sigue causando el estudio de este famoso lienzo conservado en la catedral de Turín. Cualquier conclusión a la que se llega sobre él, también con procedimientos científicos, es motivo de discusiones muy acaloradas. Esto no pasa con otros objetos arqueológicos. El conferenciante ponía el clarificador ejemplo de encontrarnos en un museo con los calzoncillos de Tutankamon. Este objeto podría despertar nuestra curiosidad pero es algo que no nos quitaría el sueño, ni tampoco nos preocuparía mucho saber si los científicos piensan que son auténticos, los que realmente utilizó el faraón. No así con la Sábana Santa. Si este lienzo es el que verdaderamente envolvió el cadáver de Jesús en el sepulcro, si tiene realmente las marcas de la pasión y quizás de la resurrección, eso no puede dejar indiferente a nadie, ni al creyente ni al no creyente. Es algo que afecta directamente nuestra vida, la verdad de nuestro ser y la historia del mundo.

            Esto vale de una forma eminente para el acontecimiento que celebramos hoy, la resurrección del Señor, que es el fundamento de nuestra fe. Si Cristo ha resucitado todo cambia, ya nada es lo mismo. Puede que los efectos plenos de la resurrección todavía no los experimentamos, esos ‘cielos nuevos y tierra nueva’ que se nos han prometido, pero desde el momento en que Jesús sale del sepulcro ya nada es lo mismo, ha comenzado una realidad nueva.

Estación XV del Vía Crucis de Lourdes: La Resurrección
Fuente de la imagen: commons.wikimedia.org
            Imaginemos lo que sería si el Señor no hubiese resucitado. Lo primero, no estaríamos aquí ahora reunidos en una iglesia. Jesús hubiese sido uno más, un iluso, un maestro que dijo cosas bonitas pero irrealizables, un desgraciado muerto con una muerte terrible como tantos de su tiempo. Nada más. En el mundo continuaría triunfando el mal, la muerte sería la última palabra en nuestra vida, el amor a los enemigos una tontería cabal...

            Es la resurrección la que da sentido a toda la vida de Jesús, sobre todo a su pasión y muerte, pero también a su enseñanza, a sus milagros, a la elección de los doce como comienzo de la Iglesia, a la Eucaristía, a las exigencias que pone a los que le quieren seguir...

Sin embargo, tenemos que reconocer que los cristianos con frecuencia dudamos de la verdad de la resurrección. Quizás no explícitamente, pero sí implícitamente. Dudamos de la vida eterna, de que llevar la cruz tenga sentido, de que haya un cielo, de que el bien al final triunfe sobre el mal, de que es razonable amar como el Señor nos amó y vivir una vida de servicio y de humildad.

Por eso es tan importante celebrar bien este día, volver a renovar nuestra fe, dejar de nuevo atrás el hombre viejo que vive según los criterios del mundo, y renacer como hijos de Dios a la vida nueva del Espíritu. Es oportuno que año tras año volvamos a celebrar la resurrección del Señor sacudiéndonos ese polvo del mundo que ha ensuciado la vestidura blanca que recibimos en el bautismo y hace que no luzca la vida nueva que el Señor nos ha dado.

Fuente de la imagen: inspirations.wordpress.com
Las lecturas de hoy nos ayudan a profundizar en el misterio que hoy celebramos. El evangelio nos lleva atrás en el tiempo hasta ese primer domingo, ese primer día después del sábado cuando los discípulos encontraron la tumba vacía. El discípulo que tanto quería Jesús al entrar en el sepulcro después de dejar pasar antes a Pedro, y encontrarlo vacío y ver cómo estaban colocados los lienzos, llega a la fe. Hasta entonces no había comprendido la Escritura que veladamente anunciaba lo que estaba empezando a entender. En ese momento empieza a darse cuenta de lo que ha pasado, del acontecimiento que cambia su vida y la historia del mundo. Cuando nosotros llegamos a la misma certeza de este apóstol, que según la tradición es san Juan, el autor de este evangelio, todo cambia para nosotros, ya nada es igual. Nosotros llegamos a esta fe no por ver la tumba vacía, sino gracias al testimonio que nos llega de los que fueron testigos de ella y de las apariciones del resucitado. Entre los testigos destaca san Pedro y en la primera lectura de hoy tenemos una parte de su discurso en el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado...Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos... los que creen en él reciben por su nombre el perdón de los pecados”. San Pablo en la segunda lectura nos dice cómo debe cambiar nuestra vida si realmente creemos en la resurrección. Debemos vivirla aspirando a los “bienes de arriba, no a los de la tierra”. Si Jesús ha resucitado no podemos vivir de forma mundana, según los criterios del mundo, atentos sólo a las cosas materiales, porque estas no son eternas, son las que no se ven las que duran para siempre.

Puede que el mal aparentemente siga venciendo en nuestro mundo, que los poderosos sean siempre más poderosos y exploten cada vez más a los pobres, pero nosotros ya sabemos que esta no es la última palabra. Tenemos la certeza de que aunque todavía no experimentemos del todo la victoria del bien, de la vida y de la justicia, así será al final, ya que con la resurrección del Señor esta victoria ya ha tenido lugar y se manifestará plenamente cuando vuelva como juez. Manifestación que aguardamos con esperanza y fe.

            Alegrémonos, entonces, hoy y renovemos nuestra fe, y repitamos con fuerza lo que se afirma en la secuencia pascual:

Surréxit Christus spes mea. Resucitó Cristo, mi esperanza.

viernes, 6 de abril de 2012

En el lavatorio de los pies está el sentido de la Eucaristía y del sacerdocio


Homilía 5 de abril 2012
Jueves santo. Conmemoración de la Cena del Señor

La última cena - Leonardo da Vinci (1495-1498)
Santa Maria delle Grazie (Milán)
            Tradicionalmente decimos que en la última cena de Jesús con sus discípulos se hacen presentes tres pilares de nuestra fe que hoy, jueves santo, conmemoramos. Dos de ellos están íntimamente relacionados entre sí, surgen en el mismo momento y constituyen dos sacramentos de la Iglesia. Son la Eucaristía y el sacerdocio. Jesús en la última cena instituye la Eucaristía, como memorial suyo, de su muerte y resurrección. Hemos escuchado el relato de la institución que nos ofrece san Pablo en la segunda lectura, probablemente el texto más antiguo que tenemos de ella. El apóstol hace referencia a una tradición que él había recibido y que procede del Señor y que ha fielmente transmitido a los corintios, tradición que narra lo que hizo Jesús ‘en la noche en que iba a ser entregado’:

Que el Señor Jesús, en la noche que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis en memoria mía” (1 Co 11, 23-25).

Según los evangelios sinópticos, Jesús instituye la Eucaristía en el contexto de la cena pascual judía y en la lectura del libro de Éxodo que hemos proclamado como primera lectura Moisés da las normas para celebrar la Pascua, tanto para esa primera, esa memorable noche en la que el Señor pasó por el país de Egipto hiriendo a los primogénitos y liberando a los israelitas, como también para las que celebrarán subsiguientemente y que tanto configuran la identidad del pueblo de Israel. Los judíos debían comer el cordero pascual deprisa, listos para salir, marcando sus casas con la sangre del animal para que no pasara por ellas el ángel exterminador.

Santo cáliz conservado en
la Catedral de Valencia
En nuestra Eucaristía cristiana todos estos significados están presentes de un modo nuevo y más profundo. Jesús, anticipando su entrega por nosotros, instituye un signo eficaz de su presencia y de la salvación, la liberación, que nos trae, conquistada por nosotros en la cruz. Él es el primogénito sacrificado por nosotros a quien el Padre no ahorra, el cordero sin mancha con cuya sangre estamos marcados que hace huir a nuestro enemigo y nos libra de la muerte eterna. Él es alimento que hay que comer ceñidos en nuestro camino hacia la tierra prometida, hacia la patria definitiva.

Por otro lado, en el mismo momento en que Jesús instituye la Eucaristía, dice a los apóstoles, a los que comían con él, que repitieran eso en memoria suya. De ahí, que junto a la Eucaristía, Jesús instituye a la vez el sacerdocio, es decir, el orden de los que pueden reiterar el gesto y la palabras de Jesús con poder para cambiar el pan y el vino en su cuerpo y su sangre. Por eso hoy, jueves santo, es también el día de los sacerdotes; es un día para que los cristianos recen por sus ministros que tienen este poder tan grande que les trasciende totalmente, para que lo puedan ejercer de la forma menos indigna posible.

Detalle del santo cáliz
Junto a estos dos pilares de nuestra fe, en la última cena Jesús da a sus discípulos el mandamiento nuevo del amor fraterno, del amor como ‘él nos ha amado’, un amor ‘hasta el extremo’. El Señor nos ha amado primero, nos ha perdonado gratuitamente nuestros pecados, y pide a sus discípulos que se amen con el mismo amor. Este es el signo de reconocimiento de los que son verdaderamente sus amigos.

Estos tres pilares son los que caracterizan la vida de Iglesia. La Iglesia nace de la Eucaristía, del memorial del Señor. Lo que nos une es el Señor, su amor por nosotros, la nueva vida que nos da por medio de su Palabra y de los sacramentos y que se manifiesta en nuestras relaciones mutuas.

Lavatorio de los pies
Rupnik - Centro Aletti
Capilla Redemptoris Mater (Vaticano)
            Todo esto se resume y se plasma para nosotros en ese gesto tan conmovedor del lavatorio de los pies. Sólo el evangelio de Juan transmite esta acción del Señor, mientras que omite la institución de la Eucaristía presente en los demás evangelio y en Pablo. Parece que el autor del cuarto evangelio ya da por sentada una tradición transmitida desde los comienzos mismos de la Iglesia y que fundamenta la fracción del pan que se celebraba en las comunidades apostólicas. Por tanto, en vez de repetir lo mismo, resalta otro gesto del Señor que para él es muy significativo y que los demás extrañamente pasaron por alto. Al lavar los pies, Jesús realiza un gesto de hospitalidad que hacían los señores con los huéspedes importantes, pero que no lo realizaban ellos mismos sino que lo mandaban hacer a sus esclavos. Es un gesto de servicio que anticipa lo que el Señor hará cuando se entregará por nosotros en la cruz. En ella nos lavará de nuestros pecados, nos limpiará amándonos hasta el extremo. El lavatorio de los pies nos muestra de una forma plástica es una ‘parábola en acción’ dicen los exegetas la esencia misma de toda la obra del Señor, de la Eucaristía que la hace presente, del sacerdocio que la celebra, y del mandamiento del amor que de ella surge. En el famoso himno de su Carta a los Filipenses san Pablo expresa lo mismo de una forma más teológica, cuando dice que ‘Cristo Jesús se despojó de sí mismo, tomado la condición de esclavo, y se humilló, y se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (cf. Flp 2, 5-8) Celebrar la Eucaristía, ser sacerdote, vivir en la Iglesia como hermanos, es posible gracias al Señor que se ha despojado, humillado y hecho esclavo por nosotros muriendo en la cruz. A le vez exige de nosotros que hagamos lo mismo. En Jesús signo y realidad van unidos, el lavatorio de los pies es signo de su muerte en cruz. Así también en nosotros la celebración de la Eucaristía y la vida deben ir a la par.

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

martes, 3 de abril de 2012

Las negaciones de Pedro: parte esencial del relato de la pasión

Homilía 1 de abril 2012

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (ciclo B)

La flagelación de Cristo (Caravaggio, 1607)
Museo de Capodimonte (Nápoles)
                El Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, que así es su nombre completo que indica las dos partes de la celebración de hoy, la conmemoración de la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén y la proclamación de su pasión, es el único domingo del año en que se lee íntegramente la narración de la pasión de Jesús según uno de los evangelios; este año según el evangelio de san Marcos. Los que vengamos el viernes santo a los oficios escucharemos la narración de la pasión según el evangelio de san Juan que se reserva para esa día, pero hoy es el relato de un evangelio sinóptico el que la Iglesia nos regala.

                Es oportuno que con una cierta frecuencia leamos todo un evangelio seguido, como también todo el relato de la pasión, para tener presente el conjunto y no perdernos en los detalles. Como se suele decir ‘los árboles pueden no dejarnos ver el bosque’. Así nos damos más fácilmente cuenta que el punto álgido del relato del evangelista Marcos es la profesión de fe que hace el centurión al ver morir a Jesús: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios”. Estas palabras recuerdan la primera frase de este evangelio. “Comienzo del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (1,1), formando lo que los exegetas llaman una inclusión. Pero también es verdad que cada uno de nosotros al escuchar este relato puede fijarse en un episodio u otro. Puede haber uno que nos llame más la atención o que esté más relacionado con lo que estamos viviendo en este momento.

                A mí personalmente hoy me llaman la atención tres episodios del relato de la pasión que acabamos de escuchar. El primero es el de la unción de Betania. Una mujer anónima para Marcos, pero que según el evangelio de Juan es la hermana de Lázaro y Marta, derrama sobre la cabeza de Jesús un perfume carísimo — su valor es más de 300 denarios, siendo un denario lo que ganaba un jornalero por un día de trabajo —. La mujer, a diferencia de los comensales y de Judas, reconoce, llevada por su amor, a Jesús como Mesías, el Ungido, y lo que significa su presencia terrenal entre nosotros, que a diferencia de los pobres no es para siempre. Jesús dice que lo que ha hecho esta mujer formará parte del Evangelio en cualquier sitio que se proclame.

Foto en negativo de la Sábana Santa en la que
se pueden ver las marcas de la flagelación
                El segundo episodio que me llama la atención es el de la flagelación. A lo largo de la cuaresma hemos tenido en nuestra parroquia un ciclo de conferencias sobre la Sábana Santa. Cuando contemplamos y estudiamos este lienzo vemos que el Hombre de la Síndone fue duramente flagelado, con látigos de cuero en cuyos extremos había trocitos de huesos y metal que arrancaban la piel. Era un suplicio terrible y dolorosísimo que se llevaba a cabo después de haber atado la persona a una columna. Sin embargo, el relato de la pasión apenas hace una pequeña mención de este hecho; simplemente nos dice que “Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran” (15, 15). Tenemos una cierta tendencia a olvidarnos de la dureza de la pasión y crucifixión, a suavizarla, mientras que fue algo terriblemente cruel y doloroso.

                Pero el episodio que hoy me llama más la atención es el de las negaciones de Pedro. Según la tradición, Marcos, autor de este evangelio, fue secretario de Pedro, y su relato, que según los estudiosos fue el primero que se escribió, podría basarse en recuerdos personales que el apóstol Pedro le transmitió. Recuerdos personales de algo que en principio debía de ser muy doloroso y embarazoso: haber negado al Maestro después de haber dicho y repetido que no lo haría nunca. El que se narrara algo tan vergonzoso en la primera comunidad y que Pedro mismo lo haya hecho es muy significativo. Normalmente escondemos nuestros pecados, tenemos vergüenza de ellos, nos aterra que se vengan a conocer y se hagan públicos. Aquí pasa todo lo contrario. El más terrible de los pecados, el haber negado al Señor en un momento tan crítico, después de haber asegurado que no lo haría pasara lo que pasara, este terrible pecado se anuncia ‘a bombo y platillo’ y se cuenta en los cuatro evangelios. Esto se puede entender sólo si la comunidad apostólica percibió que era necesario contarlo, que era una parte esencial de la buena noticia de Jesús, que callarlo hubiese suprimido una parte fundamental del relato de la pasión. Y así es. Las negaciones de Pedro, tanto a él como a nosotros, enseña dos verdades fundamentales de nuestra fe. La primera es que para ser apóstol, y mucho más para ser la piedra-fundamento de la Iglesia, uno no debe contar con sus propias fuerzas sino con la ayuda del Señor. La segunda es que el perdón de los pecados es parte esencial del anuncio del evangelio. Pedro y la Iglesia apostólica no tenían ningún reparo en contar este hecho porque en él se muestra la misericordia de Dios y el verdadero significado de la pasión. Cuando Jesús mira a Pedro después de las negaciones, Pedro rompe a llorar. Esa mirada le lleva a darse cuenta de la gravedad de su pecado, pero también de la grandeza del perdón que el Señor le ofrece. Esta es la esencia misma del evangelio, del anuncio del perdón de los pecados gracias a la pasión del Señor.

La negación de San Pedro (Caravaggio, 1610)
Museo Metropolitano de Arte de Nueva York
                Diferente actitud es la que tiene Judas. Él comete un pecado parecido en gravedad al de Pedro. Judas vende a Jesús, mientras que Pedro niega conocerlo. Dos pecados que con cierta frecuencia cometemos también nosotros. Así es cuando estamos con personas no creyentes que critican nuestra fe y nos callamos, no damos la cara, no nos manifestamos por lo que somos, por miedo o vergüenza. Otras veces preferimos no pagar el precio que ser cristianos coherentes implica, quizás por una mejor posición social, por dinero, etc. En el viaje parroquial que hicimos a Turquía hace unos días, la excelente guía que teníamos, una turca convertida al catolicismo y bautizada siendo mayor, nos mostró su carnet de identidad. En él era obligatorio que apareciera la religión de la persona y ya sabemos que esto puede acarrear en algunos países muchas dificultades. Sin embargo, ella y los demás cristianos de estos países se manifiestan por lo que son, pagando el precio que ello conlleva. Son un ejemplo para nosotros que hacemos con frecuencia justo lo contrario. Es de hace pocos días la noticia que un conocido club de futbol de nuestro país ha quitado la cruz de su escudo para poder hacer negocios en un país de mayoría musulmana sin herir su sensibilidad. ¡Qué fácil es vender a Jesús!.De todos modos, lo importante es la forma como reaccionamos cuando nos damos cuenta de haber pecado. Pedro y Judas, reaccionan de modo opuesto. Uno rompe a llorar en una verdadero arrepentimiento acogiendo el perdón inmerecido que se le ofrece, otro se cierra en su orgullo y desesperanza, desconfía del perdón, y va y se ahorca.

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)