martes, 25 de septiembre de 2012

Vencer la fuerza del pecado llevando las marcas de Jesús



Homilía Domingo 23 de septiembre de 2012
XXV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)
Memoria de San Pío de Pietrelcina

Fuente de la imagen: inciclopedia.wikia.com
“¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? Ésta es la pregunta que nos hace el apóstol Santiago en la segunda lectura. Él mismo contesta a su pregunta: “¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y hacéis la guerra.” Tenemos que reconocer que esto es verdad en nuestra vida personal de relaciones con nosotros mismos, con nuestros familiares y con los más próximos, pero también en las relaciones entre países y pueblos, y tristemente también en la vida misma de la Iglesia. El origen último de toda guerra y contienda es el pecado del hombre que conduce a la envidia, a la codicia, a la soberbia... y hace que veamos al otro como un enemigo y no como un hermano. El relato bíblico del pecado original narra como el primer hombre que fue creado bueno por Dios rechazó desde el comienzo el proyecto que el Creador tenía para él, y esto introdujo en nuestra historia humana un dinamismo de desunión y de muerte cuyas consecuencias padecemos pero que a le vez con nuestros actos potenciamos. La historia de Caín y Abel que sigue inmediatamente en el relato bíblico a la narración del pecado original y la de la Torre de Babel es expresión de ello. Jesús vino a liberarnos del pecado y de este dinamismo que lleva a las guerras y contiendas, y a restaurar el proyecto de Dios de que seamos hermanos, hijos de un mismo Padre.

Este dinamismo fruto del pecado se manifiesta también en el grupo de los doce apóstoles. En el pasaje del evangelio de Marcos que acabamos de escuchar constatamos como Jesús instruye a sus discípulos acerca del misterio de su entrega, de su muerte, y quiere hacerlo en las mejores condiciones, estando a solas con ellos, alejados del bullicio de las masas para que el aparente éxito no los lleve a  engaño y puedan comprender esta enseñanza fundamental. Quiere que entiendan que el camino de la cruz y de la cruz es el modo de vencer el pecado y su dinamismo de muerte y desunión. Pero los discípulos no entienden y hasta les daba miedo preguntar, tanto chocaba lo que decía Jesús con sus expectativas y deseos; ellos permanecían cerrados en sus esquemas discutiendo quién era el más grande. El Señor entonces les dice que desear ser el primero, sobresalir, no es malo en sí, pero no tiene que ser a costa de los hermanos, sino con ellos y para ellos: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. El Señor nos exhorta a ver al otro que está a nuestro lado como un hermano al que acoger y servir, según el proyecto originario de Dios. También la persona socialmente más humilde, como el niño que el Señor pone en medio y abraza -los niños en los tiempos y en la cultura de Jesús no tenían estatus legal- es embajadora de Dios, lo hace presente exigiendo de nosotros acogida y servicio. En otras palabras, el Señor nos pide que con él y siguiendo su ejemplo de cruz y entrega, vayamos superando esa fuerza del pecado que actúa en y a través de nosotros y lleva a guerras y contiendas. Con nuestras propias fuerzas esto es imposible, pero unidos a él, con su Espíritu, sí lo podemos, y es la tarea de todo cristiano que intenta ser testigo con su misma vida de la victoria de la cruz.

            En un mundo tan marcado por el pecado y el rechazo del plan de Dios como el nuestro, el que intenta vivir así, según el plan de Dios, puede resultar molesto para los demás y causar que se desaten contra él las fuerzas del mal: “Acechemos al justo, que nos resulta incómodo” dicen los impíos, como hemos escuchado en la primera lectura. El que experimentó esto con toda su intensidad ha sido el Justo por excelencia, Jesús. No es de extrañar y no debemos murmurar si a los que queremos ser sus discípulos nos pasa lo mismo. Es señal de que vamos por buen camino, el camino de la cruz, de la entrega y del servicio a los demás, viviendo los valores del Reino. Este es el camino que vence el pecado y las fuerzas de desunión y de muerte que son el origen de toda guerra y contienda.

Fieles esperando su turno para confesarse con el P. Pío
Fuente de la imagen: www.30giorni.it
Hoy 23 de septiembre celebramos la memoria de san Pío de Pietrelcina, muerto tal día como hoy de 1968 y canonizado por Juan Pablo II en 2002, siendo este papa testigo directo de su poder de intercesión al curar el cáncer de una amiga suya polaca. De padre Pío se cuentan muchas cosas, muchos hechos extraordinarios, y rara es la familia italiana que no tenga una imagen suya en su casa. Sin embargo, en línea con las lecturas de hoy, hay un aspecto de su vida que podemos destacar: su lucha contra el pecado y las fuerzas del mal. Esto lo hizo de un modo eminente ejerciendo su ministerio sacerdotal, sobre todo por medio del sacramento de la confesión. Venían personas de todas partes de Italia y del mundo a su confesionario en el humilde convento de los capuchinos de San Giovanni Rotondo -un remoto lugar de la región italiana de Apulia-. Los que pasaban por ese confesionario y asistían a sus misas muchas veces experimentaban un cambio radical en sus vidas: se hacían más conscientes de su pecado y del dinamismo de desunión y de muerte que les dominaba, se arrepentían de ello y se decidían por seguir el camino de la cruz y de la entrega, se decídían por llevar en su vidas las marcas –los estigmas- de Jesús, que son las marcas de los que siguen su camino en un mundo tan marcado por el pecado.

martes, 18 de septiembre de 2012

Pensar como Dios, no como los hombres



Homilía Domingo 16 de septiembre de 2012
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)

Hay un modo de pensar, una forma de ver las cosas, de interpretar la vida y el mundo, de entender nuestra historia, lo que nos pasa, que podríamos llamar ‘del mundo’, ‘mundano’, que Jesús indica con la expresión “pensar como los hombres”, y que él percibe como satánico, como una tentación, que provoca la reacción más dura que encontramos en sus labios en todo el evangelio: “¡Aléjate de mí, Satanás!¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”.  Este modo de pensar implica una cierta forma de entender el éxito y el fracaso en la vida, lo que cuenta y lo que no para una vida lograda, lo que es una vida según la voluntad de Dios... Tiene que ver directamente con nuestra comprensión del sufrimiento, de la cruz, de la humillación, del servicio, de la entrega... Sorprende y a la vez alarma constatar la frecuencia con la que los cristianos, es decir los que nos hemos comprometido en el bautismo a vivir unidos al Señor configurando nuestra vida a su muerte y resurrección, pensamos como los hombres y no como Dios. Nos acercamos a un grupo de cristianos que está conversando y fácilmente oímos cosas como las siguientes: ‘qué mala suerte ha tenido en su vida’, ‘qué cruz le ha tocado’, ‘qué bien se lo pasa aquel y lo listo que es’, ‘qué tonto es aquel otro que se deja pisar por todos’, ‘que estúpido es ese que lo único que hace es cuidar de su padre enfermo y no vive su vida’, ‘por qué habrán tenido tanto hijos ese matrimonio para estar siempre tan agobiados y no poder darse ningún capricho’, etc. Podríamos añadir muchos más ejemplos y a veces nos sorprendemos a nosotros mismos pensando igual. No hemos entendido, o no queremos entender, el mensaje de la cruz y de la entrega. Nos quedamos con Jesús como salvador, como Mesías, pero lo increpamos en nuestro interior cuando nos habla de cruz, de servicio, de entrega, de sufrimiento por el reino.

                En el apóstol Pedro nos podemos reconocer todo. Había sido testigo privilegiado del comienzo del ministerio de Jesús en Galilea, de sus milagros y de la fuerza de sus palabras, del éxito que tenía entre las masas. Todo eso, junto al auxilio de la gracia –‘te lo ha revelado mi Padre que está en el cielo’-, hace que llegue a confesar a Jesús como el Mesías esperado, el ungido por Dios para cumplir su promesa de salvación. Pero Jesús inmediatamente precisa, ‘explicándolo con toda claridad’ dice el evangelio, que lo hará según la voluntad de Dios y no según las ideas de los hombres, por un camino que implica ‘padecer mucho’. Esto Pedro no lo puede aceptar, no es así como él entiende el actuar de Dios que debe ser siempre con potencia, exitoso, glorioso, triunfando sobre los enemigos, como narran los libros del Antiguo Testamento. Un actuar del Dios todopoderoso, creador del mundo y liberador de Israel, en clave de humildad, de fracaso, de sufrimiento no es concebible y parece chocar con la relevación que ha hecho de sí mismo en la historia del pueblo elegido recogida en los libros sagrados.

Fuente de la imagen: www.tattoodonkey.com
Sin embargo, si miramos bien encontramos también en la Sagrada Escritura mención de otro modo de actuar de Dios a través de sus elegidos. En el libro del profeta Isaías se habla de un siervo que traerá la salvación a través del sufrimiento. Lo acabamos de escuchar en la primera lectura: “yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos”. Pero estas ideas no entraron a formar parte de un modo relevante en la esperanza mesiánica del pueblo de Israel que esperaba un Mesías poderoso, un gran rey o un personaje apocalíptico. Sucede con frecuencia que hacemos más caso a los textos de la Escritura que concuerdan con nuestras expectativas que aquellos que las cuestionan. Tenemos que liberarnos de nuestros prejuicios para poder descubrir el actuar de Dios en nuestra vida y para discernir su voluntad.

De acuerdo con este camino de humillación, de servicio, de entrega, de cruz que Jesús hace suyo y que elige conscientemente resistiendo la tentación satánica de seguir otro camino más acorde al ‘pensar de los hombres’, el Señor indica las condiciones para ser su discípulo. Es preciso escoger el mismo camino. Jesús aclara lo que significa esto en lo concreto de nuestra existencia: negarse a sí mismo, hacer la voluntad de Dios cargando con la cruz como él que la llevó sobre sus hombros camino del Calvario, perder la vida, no avergonzarnos de él ante los hombres...

En la segunda lectura Santiago nos dice, por si no lo tuviéramos claro, que no basta pensar como Dios en abstracto, sino que hay que actuar según este pensar. Es con los hechos de la vida que se muestra que se ha elegido el camino del Señor, que se tiene fe. Una fe sin obras ‘está muerta por dentro’. Es verdad como dice insistentemente san Pablo que las obras no nos salvan, que estar a bien con Dios no depende de que seamos buenos y de que cumplamos su ley, sino que la salvación es un regalo gratuito e inmerecido que aceptamos por la fe. Pero esta fe si está viva se manifiesta en obras, se manifiesta en un cierto modo de pensar, de actuar y de sentir, si no, aunque digamos tener fe, está ‘muerta por dentro’, como a veces lo estamos nosotros cuando hemos perdido el sentido de la vida y la dirección a la que vamos y no entendemos ni aceptamos lo que nos pasa porque aun no conocemos a Dios y su modo de actuar.