martes, 5 de marzo de 2013

Tomarse en serio las advertencias del Señor y de la vida



Homilía Domingo 3 de marzo de 2013
III Domingo de Cuaresma (ciclo C)
Sede apostólica vacante

            Con frecuencia pasan cosas a nuestro alrededor –a veces en el contexto más próximo de familiares, amigos y conocidos, y otras veces en ámbitos más lejanos pero que se hacen próximos a través de los medios de comunicación- que nos perturban y desconciertan. Así es, por ejemplo, cuando nos enteramos de la muerte repentina de alguien cercano, o de una enfermedad grave que se le ha diagnosticado a un conocido, o de una crueldad hecha a personas vulnerables, o de una catástrofe natural o provocada por el mal hacer del hombre… Estos acontecimientos nos llevan a menudo a dudar de la existencia de un Dios bueno y providente, o a que nos surjan preguntas sobre el sentido de la vida, o acerca del porqué pasan estas cosas a personas que son aparentemente más buenas que otras...

            Un desconcierto parecido y unas preguntas similares tenían los que se acercaron a Jesús para contarle “lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían”, como se narra en el evangelio de hoy. Según su forma de pensar, si eso les pasó a ellos y no a otros es porque eran más pecadores que los demás, o porque habían hecho algo malo, quizás oculto pero que merecía ese castigo. Si no fuera así, ¿cómo un Dios que es justo y providente, que premia a los buenos y castiga a los malos, lo permitiría? En su respuesta Jesús rechaza este tipo de explicaciones que utilizamos a veces también nosotros de que las cosas malas que pasan son castigos de Dios. Él, en esta ocasión, no contesta al porqué de estos hechos, tanto de los que son provocados por la crueldad humana como de los que se deben a desgracias en las que no interviene directamente la voluntad del hombre, come esa torre que se derrumba sobre dieciocho personas matándolas. Sin embargo, sí enseña Jesús que este tipo de sucesos deberían llevarnos a tomarnos más en serio nuestra vida, a darnos cuenta de que no es eterna y de que es necesario y urgente tomar las decisiones fundamentales del modo en que la queremos vivir, de los valores que queremos que la conformen. Para rematar esta enseñanza, profundizando en ella y reforzándola, como suele hacer el Señor, cuenta la parábola de la higuera estéril. Es una parábola que nos habla de la paciencia de Dios y a la vez de la urgencia de dar frutos. Por un lado nos conforta en el difícil y tortuoso camino de la conversión y por otro nos advierte contra una actitud improductiva y de aplazar continuamente las decisiones, de andar continuamente con dilaciones.

Personas atrapadas en la torre norte del World Trade
Center (Nueva York, EE.UU.) minutos antes de derrumbarse
Información de la foto: telegraph.co.uk 
            Es útil pararnos un momento a pensar en las muchas resistencias que tenemos al cambio, a emprender una vida cristiana más auténtica, a tomar definitivamente una opción fundamental por Cristo y su reino. Estas resistencias pueden deberse a varias cosas, entre ellas a no percibir la urgencia de cambiar, a pensar que tendremos tiempo más adelante, a banalizar la paciencia de Dios y de su misericordia, etc. Los acontecimientos de la vida, lo que pasa a nuestro alrededor, si lo interpretamos bien, y la misma Escritura, las palabras del Señor, nos deberían impulsar al cambio. A veces esta resistencia a la conversión se debe a que nos sentimos demasiado seguros, a que hemos experimentado en el pasado los favores del Señor y esto hace que nos creamos elegidos, o a que pensemos que nuestra vida cristiana ya es suficientemente coherente. Uno de los grandes peligros que corremos es esta falsa seguridad, la seguridad de aquellos que se sienten superiores.

            De este peligro nos pone en guardia la segunda lectura de hoy. La amenaza del gnosticismo siempre ha estado presente en la vida de Iglesia; es como el río Guadiana que nos encontramos una y otra vez a lo largo del camino, aunque con distintas apariencias. Una de sus manifestaciones principales es la de individuos que se sienten iluminados, elegidos, que piensan tener un conocimiento superior, que se creen por encima del bien y del mal. Algo de esto existía en la comunidad de Corinto a la que escribía Pablo su carta, y tiene lugar también hoy en la Iglesia en la que hay algunos – a veces nosotros mismos- que porque son maestros de la fe de los demás, o catequistas, o pertenecen a algún movimiento, o han estudiado algo de teología, o han tenido experiencias peculiares, ya se creen perfectos y no necesitados de conversión. De ahí que el apóstol afirme con contundencia: “el que se crea seguro, cuídese de no caer”. Para ilustrar esto, san Pablo hace referencia a la historia sagrada, a la experiencia del pueblo de Israel en el desierto, que dice fue escrita para nosotros que vivimos “en la última de edades”, para “escarmiento nuestro”. Aunque los israelitas que salieron de Egipto experimentaron los favores de Dios, la nube, el atravesar el mar Rojo milagrosamente, el maná, el agua de la roca, no entraron en la tierra prometida. De esta lección debemos aprender a no sentirnos demasiados seguros, a que cualquiera puede caer.

Benedicto XVI dejando el Vaticano para hacer efectiva
su renuncia - Roma (Italia), 28 de febrero 2013
            Este tercer domingo de cuaresma es el de Moisés y de la samaritana. En la primera lectura siempre se nos presenta la figura del gran líder del pueblo elegido. Este año hemos escuchado el relato de su vocación y de la revelación del nombre divino. Moisés, pastoreando el rebaño de su suegro Jetró, llega al Horeb, el monte de Dios, y ve una zarza que arde sin consumirse. Decide entonces “acercarse a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza”. Lo mueve la curiosidad y ese acercarse es ocasión para la revelación de Dios: “yo soy el que soy”, expresión que ha sido fundamental para la reflexión filosófica de Occidente acerca del ser, una reflexión filosófica que surge de la curiosidad por conocer, como la que motivó Moisés a acercarse a ese fenómeno que le sorprendía. Esa zarza que ardía sin consumirse ha servido de símbolo para muchas cosas en la tradición espiritual de la Iglesia, entre ellas para expresar el fuego del amor divino que quema pero no consume, y que mueve a realizar grandes empresas como las que llevaron a cabo los santos. Es este fuego el que necesitamos hoy en nuestra vida y en la de la Iglesia y que con demasiada frecuencia nos falta.

            Vamos a pedirle al Señor para su Iglesia en este momento crucial de sede vacante, y para cada uno de nosotros, el don del Espíritu, del ‘amor de Dios en nuestros corazones’, de ese fuego que arde y no consume, para que nos lleve a todos a una vida cristiana auténtica y comprometida en el hoy de nuestra historia.