miércoles, 22 de mayo de 2013

Mi sacerdocio y el misterio de la elección divina



Homilía de la Misa de acción de gracias en el XXV aniversario de la ordenación sacerdotal
Parroquia Santa Catalina de Alejandría, Madrid,  21 de mayo 2013

Jer 20, 7-90: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”
Sal 116: “Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor”
2 Co 4, 1-12: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor”
Jn 15, 12-17: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”


Lo primero que quiero hacer es dar las gracias de todo corazón a los que habéis querido
acompañarme en este momento de oración, de fiesta, para esta misa de acción de gracias con ocasión de mis XXV años de sacerdocio. Os lo agradezco de verdad. Me emociona mucho constatar la estima que tiene el pueblo fiel de Dios, como lo ama llamar el papa Francisco, del ministerio sacerdotal. Cuando empecé a pensar en este aniversario y el modo de organizarlo, no le di en principio mucha importancia, pero la reacción de las personas a las que se lo iba comentando me sorprendió y conmovió; a veces los miembro del pueblo de Dios valoran mucho más lo que somos y hacemos los sacerdotes que nosotros mismos. Es una manifestación de ese “sentido de la fe” de los fieles, del que hablaba el Concilio Vaticano II, que viene de compartir el sentir de Dios y que tienen las personas humildes. Aunque no puedo nombrar a todos, sí quiero nombrar a algunos de los que están aquí presentes también en representación de los demás, ya que no se debe ser genéricos en las cosas del afecto y el cariño; y esto aunque corra el riesgo de no decir el nombre de personas que saben que las quiero mucho y que les agradezco enormemente su presencia. Sin seguir ningún orden, ni de importancia, ni de cariño, agradezco la presencia de mi familia, de mi madre, mis hermanos y sobrinos, y estoy seguro de que mi padre, al que considero un santo y al que le debo mucho, también está presente desde el cielo. También agradezco la presencia de los amigos sacerdotes José María Serrano y José Luis González Novalín, que han venido desde Roma y que me acompañaron hace 25 años en mi ordenación y primera misa; don Elías Yánez, arzobispo emérito de Zaragoza, compañero de estudios y amigo de mi padre; D Justo Bermejo, vicario  para el clero en Madrid; D. Gil González, vicario episcopal de nuestra zona; D. Felipe Redondo, compañero mío en esta parroquia; P. Abdon, sacerdote de este arciprestazgo de Barajas; Juan Miguel Díaz Rodelas amigo y compañero de estudios en Roma.... También está presente y me alegra mucho que lo esté, Diego Teruel, pastor del la Iglesia Evangélica Española. También agradezco la presencia de los feligreses de esta parroquia de Santa Catalina de Alejandría en la que llevo 14 años ejerciendo de párroco y en la que me he sentido muy a gusto y me siento muy querido. Agradezco también la presencia de todos los demás, familiares y amigos y también la cercanía de muchos que no pueden estar aquí hoy pero me han manifestado por distintos medios su cariño y aprecio. A todos gracias, con un especial recuerdo para las personas enfermas.

He elegido los textos bíblicos para esta Eucaristía en consonancia con una convicción personal que
después de estos 25 años de sacerdocio se ha vuelto cada día fuerte, más clara, que se refiere al misterio de la vocación, de la llamada, de la elección divina, y que está claramente expresada en el evangelio que acabamos de escuchar: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca”. Después de estos 25 años, puedo decir que mi sacerdocio lo vivo realmente como un misterio, como algo que me viene de fuera, casi impuesto, a veces quizás no querido, y sin embargo algo que me siento obligado a ser y a ejercer a pesar de mis miserias y graves pecados. Cada vez soy más consciente de que no he sido yo quien ha elegido ser sacerdote; más bien, si hubiera hecho caso a mi propio ‘yo’, habría elegido algo muy distinto, y lo continuaría haciendo si dejo prevalecer ese ‘yo’ no redimido que seguimos llevando dentro los bautizados. Por eso, cuando me piden hablar de mi vocación me cuesta hacerlo, porque es verdaderamente un misterio no expresable con palabras. La historia que se cuenta no refleja el misterio que se vive. La gracia se cuela a través de acontecimientos muchas veces banales y sin relación aparente con el desenlace final. Lo único que realmente puedo decir es que soy sacerdote porque siento en lo más profundo de mi ser, a veces de forma egosintónica, como diríamos los psicólogos, pero muchas veces también de forma egodistónica, que lo ‘debo’ ser, con ese sentido de la palabra ‘deber’ que en la Escritura está relacionado con la voluntad de Dios.

El texto de Jeremías de la primera lectura, junto con esa queja a Dios por lo mal que lo está pasando
el profeta, revela esa dialéctica entre seducción y lucha tan característica del modo en que algunos vivimos nuestra elección, que nunca se percibe como un privilegio. Por un lado, el profeta se rebela, se queja, a causa de la persecución que conlleva su misión y quiere dejar de llevarla a cabo, olvidarse de ella, y de paso también del Señor que piensa lo ha engañado, pero al mismo tiempo siente que no puede, que hay algo dentro de él que es más fuerte, que lo impele, un fuego que no puede apagar: “Había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía”. A veces, medio en broma, he dicho a personas muy cercanas que “soy sacerdote contra mi voluntad”; aunque no es del todo correcta la frase, tiene algo de verdad. Refleja esa dialéctica entre seducción y resistencia, entre elección y huida, que san Agustín decía que podía solo entender el enamorado, el que experimenta esa desgarradora situación de sentirse al mismo tiempo libre y esclavo. “Da mihi amantem et sentit quod dico”, “dame alguien que ama y sentirá -entenderá- lo que digo”, decía el santo doctor de la Iglesia refiriéndose a la relación entre la libertad del hombre y la gracia de Dios.

De la segunda lectura saqué el lema de mi ordenación sacerdotal que he vuelto a imprimir en el
recordatorio de la celebración de hoy porque para mí conserva toda su verdad y vigencia: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús”. El centro de nuestra vida, de los que decimos y hacemos, no somos nosotros sino Jesucristo, a quien reconocemos como Señor. Esta centralidad de Cristo en nuestro hablar y obrar es la que marca y da sentido a todo. Cuando perdemos esta referencialidad poniéndonos a nosotros mismos en el centro todo se viene abajo y queda la nada. Pablo nos recuerda que este tesoro lo llevamos “en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”. ¡Qué frágiles somos! Basta muy poco para hacernos caer y que todo se haga pedacitos. Sin embargo, hacemos también constantemente experiencia de la fuerza de Dios en nuestra debilidad, de la eficacia de su gracia no obstante nuestros pecados. Recientemente he leído unas palabras del papa Francisco que para mí son muy consoladoras. Hablando de ese texto del final del evangelio de Juan del primado de Pedro, comenta lo siguiente:

"Una vez supe de un sacerdote, un buen párroco que trabajaba bien; fue nombrado obispo, y el
sentía vergüenza porque se sentía indigno, tenía un tormento espiritual. El confesor le escuchó y le dijo: ‘Pero no te escandalices. Si con lo que hizo Pedro lo hicieron papa, ¡tú adelante!’. Es que el Señor es así."

El Salmo 116, con el que hemos rezado en respuesta a la primera lectura, ha tenido y sigue teniendo mucha importancia en mi vida sacerdotal. El salmista habla de su experiencia de ser salvado en un momento de desesperación y desilusión, quizás de una enfermedad grave. Como agradecimiento por la liberación obtenida dice que ‘alzará la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor’. Yo tuve esta experiencia en un momento muy difícil de mi vida, de ser salvado por el Señor después de haberlo invocado, y por eso hoy sigo levantando esa copa de salvación y ‘cumplo mis votos en presencia del todo el pueblo’. Como yo, creo que también muchos de vosotros habéis tenido esta experiencia, como la tuvo el pueblo de Israel al salir de Egipto y los apóstoles cuando se encontraron con Jesús resucitado. Por eso hoy alzamos juntos en esta Eucaristía la copa de salvación con la sangre del cordero sin macha que quita el pecado del mundo.

Desde hace dos años se me ha confiado en la Conferencia Episcopal Española el Secretariado para
Icono de los mártires de Tibhirine
pintado por hermanas carmelitas de Polonia
las Relaciones Interconfesionales, debiendo ocuparme de ecumenismo y diálogo interreligioso. De los muchos correos electrónicos de felicitación que he recibido con motivo de este aniversario, me impactó mucho uno de José Luis Navarro, monje trapense de la comunidad de Nuestra Señora del Atlas, que conocí en un encuentro interreligioso monástico. En su correo me hace notar que hoy también es el aniversario de la muerte de sus siete hermanos de Tibhirine (Argelia), martirizados en 1996. En el testamento espiritual de uno de ellos, el padre Christian Marie Chergé, abad entonces del monasterio, podemos encontrar un testimonio muy esclarecedor de lo que significa elección y fidelidad a ella. Estos monjes no buscaban el martirio, ni tampoco excentricidades, pero sentían, aún con dolor, que debían permanecer en ese lugar conscientes de lo que podía pasar y que de hecho pasó. Vivieron con autenticidad el misterio de su elección divina al martirio. A ellos hoy me encomiendo.

Vamos a pedirle al Señor, con la intercesión de María, que aprendamos a hacer su voluntad, aunque nos cueste, viviendo con autenticidad el gran misterio de haber sido elegidos por él. ¡Amén!

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

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