jueves, 10 de diciembre de 2015

La victoria final es de Dios


Homilía 29 de noviembre 2015
Domingo I de Adviento (ciclo C)
(Misa retransmitida por RNE)

Empezamos este nuevo año litúrgico escuchando unas palabras del Señor parecidas a las que se nos proclamaron cuando se iba terminando el anterior, palabras que nos hablan del final del
mundo y de la historia humana. Hoy escuchamos estas palabras del discurso escatológico de Jesús según la versión de san Lucas, que es el evangelio que nos acompañará a lo largo de este nuevo ciclo litúrgico. En un primer momento estas palabras nos pueden parecer raras y hasta podrían asustarnos, al hablar de catástrofes y de signos portentosos, de «angustia de las gentes». Sin embargo, si prestamos más atención y tenemos en cuenta el lenguaje apocalíptico que utilizan, veremos que tienen mucho que decirnos a nosotros hoy. El lenguaje apocalíptico surge en momentos difíciles de la historia, de gran negatividad, cuando las fuerzas del mal parecen haber vencido, como en el periodo post-exílico en el que Israel había perdido todo, pero viene a dar un mensaje de esperanza en medio de la adversidad, una buena noticia, a consolar como otras palabras no pueden hacerlo. Nos vienen a decir que por mucho que parezca que prevalezca el mal en el mundo, en nuestra sociedad y en nuestras vidas, al final la victoria es de Dios y de su Cristo, «que vendrá sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad», como acabamos de escuchar en el evangelio. ¡Cuánto necesitamos que se nos diga esto hoy! Los terribles actos terroristas que hemos vivido en estos días que siembran el terror y abren el abismo de la nada, las guerras, las muchas personas que huyen de la violencia y de la miseria a veces encontrándo las puertas de los hermanos cerradas, la persecución de los cristianos como no se había dado antes, de la cual habla también Jesús en el discurso escatológico, y tantas otros cosas. A veces corremos el riesgo de caer en la desesperanza y rendirnos ante el mal, de creer que nos encaminamos hacia la nada, que el mal es más fuerte que él bien. ¡Pero no!, y así Jesús en el templo de Jerusalén nos lo dice poco antes de su pasión en que las fuerzas del mal se desatarán tan terriblemente contra él. Él las vencerá y por eso nos puede decir hoy a todos nosotros: «cuando empiece a suceder esto levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación». La victoria definitiva del Señor, el establecimiento del reinado de Dios en el que morará para siempre la justicia, el triunfo de la vida y de las fuerzas del bien sobre las de las tinieblas y la muerte, está cada vez más cerca, aunque pueda parecer lo contrario.



            El Adviento que hoy empezamos es un tiempo para
El papa Francisco abre la Puerta Santa de la Catedral de Bangui
aprender, reforzar y practicar la actitud de 
la espera esperanzada y vigilante ante la venida inminente del Señor. Esto por un lado significa no dejar que ‘se nos embote el corazón con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida’, y, por otro, el purificarnos para que ‘podamos ser presentados santos e irreprensibles ante Dios, nuestro Padre’. De ahí el carácter penitencial que también tiene este tiempo litúrgico como tiempo de conversión. Este año, al comienzo del Adviento, se abrirán las puertas santas de las catedrales de todo el mundo para celebrar el Jubileo Extraordinario de la Misericordia que ha convocado el papa Francisco. Esta tarde misma, el Santo Padre abrirá la puerta santa de la Catedral de Bangui, en la República Centroafricana, con un gesto del todo inédito, abriendo el año de la misericordia en una de las periferias del mundo marcada por la violencia y la pobreza. Un año santo para volver al Padre, como el hijo pródigo de la parábola, y experimentar su infinita misericordia. Quitar de nuestra vida lo que nos embota el corazón y purificarnos para ‘mantenernos de pie ante el Hijo del Hombre’ es la forma de prepararnos para la venida del Señor. Venida del Señor que celebraremos sacramentalmente en Navidad haciendo memoria de la llegada al mundo del ‘vástago legítimo de David’. Y venida del Señor que esperamos vigilantes cuando vendrá de nuevo con poder y gloria grande para juzgar y establecer su reinado de paz y justicia que ya empezó con la victoria de la cruz.




            Celebramos en esta parroquia hace pocos días la fiesta de nuestra patrona, Santa Ctalina de Alejandría. Ella fue una mujer sabia y fuerte, que padeció por Cristo y luchó contra el mal con las armas de la fe. Como virgen prudente, supo mantener encendida en la noche la lámpara de la esperanza a la espera de la llegada del Esposo. Que podamos en estos tiempos difíciles que vivimos, parecidos en muchas cosas a los suyos, seguir su ejemplo. A ella nos encomendamos hoy. Amén.

martes, 19 de mayo de 2015

Defensores de la frágil convivencia pacífica entre las religiones


Intervención en el acto interreligioso: 
La cultura de la paz en el Cristianismo y el Islam
Fundación Alulbeyt, Madrid, jueves 7 de mayo 2015

Fuente de la imagen: icjs.org
La declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II, de la que pronto, el 28 de octubre de este año, se va a cumplir el quincuagésimo aniversario de su promulgación, y que es un documento fundamental para saber el modo en que la Iglesia católica entiende su relación con las religiones no cristianas, terminaba afirmando lo siguiente:

La Iglesia, por consiguiente, reprueba como ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión. Por esto, el sagrado Concilio, siguiendo las huellas de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, ruega ardientemente a los fieles que, «observando en medio de las naciones una conducta ejemplar», si es posible, en cuanto de ellos depende, tengan paz con todos los hombres, para que sean verdaderamente hijos del Padre que está en los cielos.
(Nostra aetate, 5)

Este documento de la autoridad suprema de la Iglesia católica, de todos los obispos reunidos con el
Cartel del acto
sucesor de Pedro, significó un gran cambio en su forma de entender y vivir la relación con las demás religiones. Aunque los primeros borradores del documento que se debatieron en el proceso conciliar trataban sobre todo de la relación de la Iglesia con el judaísmo, en el documento finalmente aprobado se habla de otras religiones y también del Islam, afirmando lo siguiente:

La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno.

Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres.
(Nostra aetate, 3)

A lo largo de estos últimos 50 años muchas cosas han cambiado, tanto en el orden civil como en el mundo musulmán y cristiano. Sobre todo destacaría el surgir de diversas formas de fanatismo en las dos tradiciones religiosas que en algunos sectores tienen mucha pujanza; un surgimiento del que Occidente con su política exterior y su cultura secularista es en parte responsable. Estos fanatismos en muchos casos no respetan el derecho fundamental a la libertad religiosa o incluso el valor sagrado de toda vida humana. Como muestra de este cambio que yo llamaría ‘epocal’, que ha tenido lugar en estos últimos años, puede valer lo que el papa Francisco decía hace algunos días a los obispos de Benín acerca de la fragilidad de la convivencia pacífica entre las religiones:

De hecho, es necesario favorecer en vuestro país —naturalmente sin renunciar para nada a la verdad revelada por el Señor— el encuentro entre las culturas, así como el diálogo entre las religiones, en particular con el islam. Es sabido que Benín es un ejemplo de armonía entre las religiones presentes en su territorio. Es necesario estar vigilantes, teniendo en cuenta el actual clima mundial para conservar esta frágil herencia. 


De hecho, quizás de los que más nos hemos dado cuenta en estos últimos años es de la fragilidad de
la convivencia pacífica entre personas de distintas etnias, creencias y religiones. Nos asombra a todos la facilidad con la que surge el odio, el terror y la violencia de la noche a la mañana entre personas y gentes que poco antes convivían pacíficamente sin tener en cuenta sus diferencias. Hemos sido testigos y estamos siendo testigos de ello en Oriente Medio, en la ex-Yugoslavia, en Ruanda, en Siria, en varios otras regiones, y también, como bien saben los miembros de esta Fundación que hoy nos acoge, en Iraq.

¿Qué podemos y debemos hacer las personas religiosas para defender esta frágil convivencia de la que hablaba el papa Francisco a los obispos de Benín? Creo que el camino, junto al respeto del derecho fundamental a la libertad religiosa que todos debemos defender y promover como algo innegociable, es el de la educación y la formación de los corazones para la paz, para vencer el odio y el miedo que anidan dentro de nosotros y que son muy fáciles de provocar. En ese documento que comentaba al principio de mi intervención del Concilio Vaticano II se habla de la paz citando tres importantes textos del Nuevo Testamento. Uno de ellos es del apóstol Pablo que en su carta a los Romanos exhorta a los cristianos de la capital del Imperio de entonces, que muchas veces persiguió a los cristianos y que en el libro del Apocalipsis es llamada ‘la gran prostituta sentada sobre las siete colinas’ (cfr. Libro del Apocalipsis 17, 9), a mantener la paz aún en un contexto adverso:

«En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo» (Carta a los Romanos 12, 18), les decía el apóstol a los cristianos de Roma.

Los cristianos descubrimos sobre todo en nuestras Sagradas Escrituras lo que significa paz, lo que implica el don de la paz, el camino para alcanzarla y los atajos falsos, y su relación inescindible con la justicia y la libertad. La palabra paz en la Biblia significa no solo ausencia de guerra, sino también bendición, plenitud, reposo, riqueza, salvación vida, seguridad. Es lo que deseamos al otro cuando nos encontramos con él o nos despedimos: salamalec. Sin embargo, en la Biblia la paz es también un estado que hay que conquistar, que es fruto y signo de la justicia, que surge cuando se vence el pecado y el mal, cuando hay verdadera libertad.

Así lo afirma el profeta Isaías:

«La obra de la justica será la paz, su fruto, reposo y confianza para siempre» (Libro de Isaías 32, 17);

Al que le hace eco el apóstol Santiago:

«El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz» (Carta de Santiago 3, 18).

Jesús llama bienaventurados a los que trabajan por la paz y son perseguidos a causa de la justicia: «Dichosos los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios» (Evangelio de Mateo 5, 9).

En las palabras de los profetas y en la reflexión de los sabios de Israel la paz podía venir solo venciendo el mal y la injusticia. Sin embargo, la experiencia humana muestra otra realidad: el triunfo muchas veces del mal y la injusticia en este mundo y la buena dicha que mucha veces acompaña la vida de los impíos. De ahí que en la Biblia la paz se fue viendo cada vez más como fruto de una intervención divina futura. El mismo Isaías profetizó un ‘príncipe de la paz’ que traería el ‘derecho a las naciones’ y un ‘siervo doliente’ que con su sacrificio anunciaría cual sería el precio de la paz (cfr. X. Léon Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder 2002; entrada: paz).

Para los cristianos es Jesús el que cumple estas profecías. Es él el que con su muerte y resurrección
vence definitivamente el pecado y el mal y nos trae la verdadera paz que el mundo marcado por el pecado no nos puede dar. Él es ‘nuestra paz’; él es el que con su sacrificio ‘derrumbó el muro que nos separaba’ y nos liberó del miedo a la muerte que nos mantiene esclavos. Sin embargo, hasta que el pecado nos sea vencido del todo en todo ser humano, hasta que él no vuelva para instaurar definitivamente su reino de paz y justicia, la paz sigue siendo una realidad venidera y una tarea a realizar por todos. Los cristianos unidos al Señor, con su espíritu, siguiendo sus huellas, estamos llamados a ser constructores de paz no respondiendo al mal con mal, sino venciendo el mal a fuerza de bien.. Éste es para los cristianos el camino para llegar a la paz: la purificación del corazón, la formación de las conciencias, el compromiso por la justicia, la superación de las estructuras de pecado e injusticia presentes en nuestro mundo, y sobre todo, el vencer en nuestra vida personal el mal con el bien.

Sin embargo, junto a este compromiso que tenemos todos los seguidores de Jesús, hay una tarea que nos incumbe a todos, a todos los hombres de buena voluntad y que es fundamental para poder mantener esa ‘frágil convivencia pacífica’ entre personas de diferentes creencias de la que habla el papa Francisco. Este compromiso, esta tarea, es la defensa y promoción de la libertad religiosa como derecho fundamental de toda persona humana que se basa en su misma dignidad inalienable. Libertad que implica la no coacción externa en temas de religión como afirma también el Profeta, coacción que puede ser física, pero también social, privando de los mismos derechos de ciudadanía a las minorías religiosas. Este derecho a la libertad religiosa requiere que se respete la libertad de toda persona a creer lo que le dicte su conciencia, a vivirlo privada y públicamente y a cambiar su fe cuando así lo sienta. Cuando no se respeta este derecho fundamental, como desgraciadamente pasa en varios países de tradición musulmana, no puede haber paz ni convivencia pacífica.

Al comienzo de mi intervención citaba un documento importante del Concilio Vaticano II que significó un cambio para la Iglesia católica en su forma de entender y vivir su relación con las demás religiones: la declaración Nostra aetate. Otro de los documentos importantes del Concilio que se aprobó en la misma sesión pero ya en el último día de trabajo, el 7 de diciembre de 1965, y que significó un cambio igualmente radical para la Iglesia católica, esta vez en su forma de entender la relación entre el hombre y la verdad, fue la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. En ella se afirma lo siguiente:
Fuente de la imagen: amigosdelolo.com

Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil.
(Dignitatis humanae, 2)

Fuente de la imagen: larazon.es
Me gustaría terminar mi intervención con un texto del papa Francisco en el que se resumen los temas que he intentado exponer, un texto extraído de un documento, una Exhortación Apostólica, que quiere ser un documento programático, una hoja de ruta para la Iglesia católica en los próximas años. Dice así el papa Francisco en este documento que lleva por título La alegría del evangelio:

Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades religiosas…

En esta época adquiere gran importancia la relación con los creyentes del Islam, hoy particularmente presentes en muchos países de tradición cristiana donde pueden celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad… Los cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den libertad a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta la libertad que los creyentes del Islam gozan en los países occidentales! Frente a episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto hacia los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada interpretación del Corán se oponen a toda violencia.
(La alegría del evangelio, 250, 252, 253)


¡Muchas gracias!

Declaración conjuntas aprobada por los convocantes:



jueves, 29 de enero de 2015

La Iglesia una que nace del costado de Cristo


Homilía en la celebración ecuménica en la 
Iglesia Santísima Virgen María, 
actual catedral ortodoxa rumana, con motivo de la
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos

Madrid, 23 de enero 2015

Evangelio de Juan 4, 11-15

«Pero Señor — replica la mujer —, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo.
Cartel de la Conferencia Episcopal Española
¿Dónde tienes esa agua viva? Jacob, nuestro antepasado, nos dejó este pozo, del que bebió él mismo, sus hijos y sus ganados. ¿Acaso te consideras de mayor categoría que él?» Jesús le contesta: «Todo el que bebe de esta agua volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed sino que esa agua se convertirá en su interior en un manantial capaz de dar vida eterna». Exclama entonces la mujer: «Señor, dame de esa agua; así ya no volveré a tener sed ni tendré que venir aquí a sacar agua.»

«El agua que yo daré se convertirá en su interior en un manantial capaz de dar vida eterna», acabamos de escuchar en el evangelio de Juan. Del costado abierto de Jesús en la cruz sale esa «agua viva», esa agua que calma nuestra sed más profunda, esa agua que se vuelve dentro de nosotros un «manantial capaz de dar vida eterna».

Estimado Timotei, obispo ortodoxo rumano de España y Portugal:

Querido Teófilo, párroco desde hace muchos años de esta parroquia de la Santísima Virgen María de la Iglesia Ortodoxa Rumana y también, durante muchos años, profesor en la Universidad Eclesiástica católica san Dámaso y colaborador en el Secretariado de Relaciones Interconfesionales de la Conferencia Episcopal Española. Te agradezco mucho la invitación a hablar aquí esta tarde:

Estimados pastores y ministros de otras Iglesias y comunidades eclesiales:


Queridos hermanos y hermanas:

Es un honor para mí estar aquí esta tarde en este bello templo pronunciando estas palabras en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2015. Esta Semana es una importante cita anual que nos damos todos los cristianos para rezar por nuestra plena unidad visible tan deseada por el Señor, que es un requisito para que la Iglesia pueda cumplir eficazmente su misión de llevar la salvación hasta los confines de la tierra.


El texto que nos está acompañando a lo largo de esta semana es el hermoso relato del encuentro entre Jesús y la mujer samaritana del evangelio de san Juan. A lo largo de estos días hemos ido centrando nuestra atención en distintos aspectos de este relato, guiados por nuestro deseo de buscar la plena unidad de los cristianos, partiendo de las sugerencias que nos ha hecho el grupo de Brasil que se encargó de preparar los materiales de este año. Así, el primer día hemos visto como el encuentro entre Jesús y la mujer samaritana no fue casual: Jesús pasó deliberadamente por Samaría, quiso encontrarse con esa mujer tan distante y diferente de él por sexo, religión y procedencia. Comentamos ese primer día como para enriquecernos espiritualmente debemos salir de nuestro círculo cerrado, debemos ir al encuentro del que es diferente, el que no es de los nuestros, del excluido y marginado. El segundo día vimos que el cansancio de Jesús que le lleva a sentarse junto al pozo se debe a la fatiga del camino, pero también a los rumores que los envidiosos de turno habían sembrado sobre él, de que bautizaba más que el Bautista. Reflexionamos ese día sobre como para dar culto auténtico a Dios Padre hay que hacerlo en «espíritu y verdad» y no compitiendo entre nosotros. El tercer día de esta semana nos invitaba a reconocer nuestra verdad, nuestras estructuras de pecado, los obstáculos que permitimos que existan en el camino hacia nuestra plena unidad, aceptando la denuncia profética de nuestro pecado como hizo la samaritana cuando Jesús le habló de sus maridos. El cuarto día constatamos como debemos dejar nuestros cántaros, nuestros prejuicios y estereotipos, para encontrarnos auténticamente con el otro, en un encuentro que nos transforma. Ayer, reflexionamos sobre como nos necesitamos unos a otros para sondear las profundidades del misterio divino, igual que Jesús que necesitaba de la ayuda de la mujer para sacar agua del pozo.

Hoy se nos ofrece para nuestra consideración otro elemento de este hermoso relato, a saber el agua que Jesús nos quiere dar, un «agua viva», un agua que calma de verdad nuestra sed, un agua que se convierte en nosotros en un «manantial capaz de dar vida eterna».

Centro Aletti
Jesús nos da esa agua, que es el verdadero «don de Dios», en la cruz cuando se entrega por nosotros, cuando de su costado abierto por la lanza del soldado sale sangre y agua. Mirar con fe al Señor crucificado, al que se ha dejado «traspasar» por nosotros, nos salva: en él descubrimos el amor del Dios misericordioso, que es incondicional, gratuito, y que siempre nos precede. Mirando al crucificado con fe nos sentimos perdonados de nuestros pecados, bebemos de ese amor infinito que calma verdaderamente nuestra sed profunda de ser amados, y se nos da esa paz que el mundo no nos puede dar.

San Juan Crisóstomo, en una de sus catequesis más conocidas [Catequesis 3, 13-19: SCh 50, 174-177], comenta bellamente este pasaje del evangelio de Juan del costado abierto de Jesús.

¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a las figuras que profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras.

Inmolad −dice Moisés− un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa. «¿Qué dices Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombres dotados de razón?» «Sin duda −responde Moisés−: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor».

Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles, puertas de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero, huirá todavía más lejos.

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre?  Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio.

Del costado abierto de Jesús brota pues esa agua que calma nuestra sed, agua que es símbolo del bautismo en el que ya estamos todos unidos, porque según la tradición más antigua reconocemos la validez del bautismo dado en otras Iglesias y comunidades eclesiales, aunque lo entandamos de distintos modos: ese bautismo que nos une, que es signo y expresión de nuestra fe en Dios uno y trino y en Cristo Mesías y Señor, que nos hace hijos de Dios y hermanos los unos de los otros, que nos da el Espíritu que nos hace clamar «Abbá, Padre».

En la reflexión que se nos ofrece para el día de hoy en los materiales de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, se nos dice que los bautizados estamos llamados a ser manantiales de agua viva para los demás, a dar vida a nuestro alrededor, a hacer florecer los desiertos de este mundo, a dar testimonio ecuménico del amor cristiano en acción, como hizo la hermana Romi, una enfermera pentecostal que recibió en su casa a Semei que acababa de dar a luz a su hijo y no tenía donde ir. Romi se volvió una fuente de agua viva para los habitantes de su aldea que fueron movidos por su generosidad.

Pero del costado de Cristo sale también sangre, símbolo del otro sacramento constitutivo de la Iglesia: la Cena del Señor, la Eucaristía. En este sacramento aún estamos divididos; anhelamos el día en que podamos celebrarlo juntos y eso le pedimos al Señor en este Semana. ¡Que el agua y la sangre del costado de Cristo muerto en la cruz nos lleve hacia la unidad y no nos separe! ¡Que podamos ser juntos la única Iglesia de Cristo que surge de su costado, de su amor divino!

Es lo que dice también Juan Crisóstomo, Juan «boca de oro», en esa hermosa catequesis que hemos mencionado antes:

Del costado salió sangre y agua. No quiero, amado oyente, que pases con indiferencia ante tan gran misterio, pues me falta explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó pues la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva.
Por esta misma razón, afirma San Pablo: somos miembros de su cuerpo, formados de sus huesos, aludiendo con ello al costado de Cristo. Pues del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán mientras éste dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto.

Centro Aletti
Nace pues la Iglesia una del costado abierto de Cristo en la cruz, significada en el agua y la sangre que brotan de su corazón que nos amó hasta el extremo. Cuando Jesús se encuentra deliberadamente con la samaritana, cuando le habla del «don de Dios» que ella no conoce, cuando le dice que él le puede dar «agua viva» que le quitará para siempre la sed, cuando la invita a dar culto a Dios en «espíritu y verdad», le está hablando de esto, le está hablando del misterio de la salvación que él realiza al ser elevado en la cruz, del misterio que implica a la Iglesia por él fundada, que nace del misterio pascual y que debe extender la salvación a todos, Iglesia que debe y puede ser una.

Esta unidad queremos pedir al Dios todopoderoso y misericordioso en esta celebración y en esta semana. Lo hacemos como «mendigos de Dios», como dice san Agustín, ya que la unidad de la Iglesia es don del Espíritu y no fruto de nuestro esfuerzo. El Espíritu es el vínculo de unión en la Santísima Trinidad y es el que puede crear la unidad a partir de nuestra legítima diversidad.


A lo largo de esta semana hemos visto como es necesario salir al encuentro del otro para encontrar a Dios, que nos necesitamos unos a otros. Hoy se nos pide también darnos cuenta de que ninguno de nosotros es propietario del pozo, ninguna Iglesia ni comunidad eclesial es dueña del «agua viva», del «don de Dios», del monte sobre el que hay que rendir culto a Dios, del Espíritu, del corazón del Señor, de los sacramentos que brotan de él. Solo unidos podremos experimentar plenamente la salvación que él nos da y ofrecerla eficazmente a los demás. ¡Que el Espíritu nos haga uno! ¡Así sea!