martes, 22 de enero de 2013

Oramos para anticipar la hora de la unidad de los cristianos



Homilía 20 de enero 2013
II domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
Semana de Oración la Unidad de los Cristianos
Memoria de san Fructuoso de Tarragona, obispo y mártir,
y de sus diáconos, santos Augurio y Eulogio, mártires

            Hoy, 20 de enero, celebramos la memoria del santo mártir Fructuoso, obispo de Tarragona a mediados del siglo III, y de sus dos diáconos, Augurio y Eulogio, que murieron quemados en el anfiteatro de aquella ciudad al no acatar la orden del emperador Valeriano que mandaba a todos los jefes de las Iglesia que ofreciesen sacrificios a las divinidades del Imperio. Conservamos las Actas de su martirio que son un testimonio valioso de la vida cristiana en la España romana. En ellas se cuenta como el santo obispo, al subir a la hoguera con rostro sereno, a uno que le pedía que rezara por él, le contestó: “Yo debo orar por la Iglesia católica que se extiende de Oriente a Occidente”. San Agustín, comentando estas palabras, explica que san Fructuoso no le negó su intercesión a quien se la pedía, sino que le advertía de que si quería que rezase por él en aquella hora, ‘que no se separase de aquella por la que pedía en su oración’, es decir, de la Iglesia. Estos mártires vivieron con coherencia su fe en un tiempo en el que la Iglesia estaba unida, era una, antes de que comenzaran los cismas y las divisiones de los siglos posteriores. Por eso estas palabras de san Fructuoso son muy significativas para nosotros hoy, en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que comenzó el pasado 18 de enero y que se clausurará el 25, fiesta de la conversión de san Pablo. Aunque puede que en España no sintamos de modo tan acuciante el dolor por la desunión de los cristianos como en otros países, queremos rezar por la Iglesia católica, universal, que se extiende de Oriente a Occidente, como lo hacía el santo obispo de Tarragona.

Bodas de Caná - P. Rupnik (Centro Aletti)
Iglesia de Ntra. Sra. del Pozo (Líbano)
centroaletti.com
La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos se viene celebrando desde 1908 por la mayoría de los creyentes en Cristo de las distintas Iglesias y comunidades cristianas esparcidas por el mundo. Según la famosa expresión del abad Couturier, oramos por “la unidad que Cristo quiere, por los medios que él quiere”. Esta iniciativa nace de la constatación de que la división entre los cristianos contradice claramente la voluntad del Señor y es un escándalo para los no creyentes y, por tanto, un impedimento para la evangelización. También surge de la toma de conciencia cada vez más clara que la unidad es un don y que necesitamos de la ayuda del Señor para llegar a ella, ya que hay obstáculos que somos incapaces de superar con nuestras solas fuerzas. Jesús rezó por la unidad de sus discípulos y de todos los creyentes en su última cena: “No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mi por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sea uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20-21). Vinculó de este modo la unidad visible de sus discípulos con la credibilidad de su testimonio. Desde 1975 los materiales para la Semana de Oración los elabora un grupo local y los asume después como propios el Consejo Mundial de las Iglesias y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Los materiales de este año han sido elaborados por el Movimiento Estudiantil Cristiano de la India. Los han realizado teniendo presente la situación de grave injusticia hacia los dalits, los que son excluidos por el sistema de las castas, y nos invitan a reflexionar sobre lo “que exige el Señor de nosotros”. Un texto del profeta Miqueas nos da la respuesta: Más allá de los actos de culto y de los sacrificios, se nos pide “respetar el derecho, practicar con amor la misericordia y caminar humildemente con tu Dios”. La búsqueda de la unidad de los cristianos pasa por el respeto del derecho, la práctica de la misericordia y el caminar humildemente con Dios.

Detalle de las tinajas
            El evangelio que se nos ha proclamado en este II domingo del Tiempo Ordinario, ligado aún a la fiesta de la Epifanía que celebrábamos hace poco, narra el primer signo que hace Jesús para manifestar su gloria. Tiene lugar en la celebración de unas bodas en Caná de Galilea y por la intercesión de María. El signo consistió en cambiar el agua que servía para las purificaciones que mandaba la Ley judía por vino bueno. Hay muchos temas que están presentes en esta bellísima página del evangelio de san Juan y que son importantes para nosotros: Jesús como esposo de la Iglesia que cumple la profecía de Isaías de la primera lectura de Jerusalén desposada con Dios, o el figura de María como intercesora que es la verdadera mujer, como la llama sorprendentemente Jesús, la nueva Eva, la madre de todos los creyentes. En ese vino cuya falta señala María a su Hijo, podemos reconocer todas esas carencias que sentimos cuando nos falta el amor de Dios, tanto en nuestra vida, como en nuestros matrimonios y familias y en nuestras Iglesias y comunidades…  Sin embargo, al proclamar este evangelio en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos podemos destacar otro significado importante. Jesús anticipa simbólicamente su hora por intercesión de María. Benedicto XVI, comentando este primer milagro de Jesús, señala  que esto también es lo que acontece en la Eucaristía: por intercesión de la Iglesia de la que María es imagen, el Señor anticipa su hora en la que vendrá a instaurar definitivamente su reino, y esto sacramentalmente, haciéndose presente en el altar con el vino de la nueva alianza. Del mismo modo, nosotros en este semana, oramos para que se anticipe aquella hora en que podamos celebrar de nuevo todos juntos, como en los tiempo de san Fructuoso, la Eucaristía. Y el Señor muchas veces anticipa simbólicamente esa hora a través signos que muestran que la unidad visible de los cristianos no está lejos. ¡Que podamos a largo de esta semana ver algunos de estos signos!

martes, 15 de enero de 2013

El privilegio de haber recibido el bautismo


Homilía Domingo 13 de enero 2013
Fiesta del Bautismo del Señor (ciclo C)

Fuente de la imagen:
Saint Hedwig Catholic Church.org 
            Hay cosas importantes en la vida que corremos el riesgo de no valorar adecuadamente porque no nos paramos a pensar en ellas y en el privilegio que supone tenerlas. Una de estas ‘cosas’ es el sacramento del bautismo. La mayoría de nosotros lo hemos recibido cuando éramos niños; fue un regalo que nos hicieron nuestros padres, pensando que era lo mejor para nosotros y que formaba parte de la transmisión de la fe y de la vida cristiana que sentían como un deber. Sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar en el privilegio que supone haberlo recibido, el cambio que implica en nuestras vidas, la diferencia radical que ha llevado a cabo en nosotros. Hoy, fiesta del bautismo del Señor, es una buena ocasión para ello.

Fuente de la imagen:
 iconreader.wordpress.com
            El acontecimiento histórico del bautismo de Jesús de manos de Juan en el río Jordán es ante todo un ‘misterio’ de la vida del Señor, un suceso de su vida cargado de significado. De hecho, la predicación apostólica en sus comienzos iniciaba la narración de la buena noticia de Jesús partiendo de su bautismo, como podemos constatar en las palabras de san Pedro en casa de Cornelio de la segunda lectura: “Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. El bautismo del Señor es un momento de epifanía, de manifestación. Según el evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar, esta epifanía tiene lugar en un contexto de oración. Se nos dice que se abre el cielo mientras oraba. Es la oración –también en nuestra vida- la que permite descubrir la hondura de lo que sucede, la que nos abre el cielo para que veamos el significado trascendente de los acontecimientos. Así se ve bajar el Espíritu en forma de paloma, lo que indica que Jesús es el Ungido, el Mesías, y se oye una voz del cielo que lo proclama Hijo amado, predilecto. En su bautismo el Señor se revela como el ungido por el Espíritu, el Mesías prometido, y el Hijo. Quizás también en las palabras de la voz celeste hay un eco del texto de Isaías de la primera lectura que habla del siervo de Yahvé que viene a implantar el derecho sobre la tierra a través de la mansedumbre y el sufrimiento: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero”. Jesús es el Mesías y el Hijo, pero lo es como Siervo que viene a servir, a entregar su vida en rescate por muchos. Por eso se pone en la fila solidarizándose con los pecadores y se deja sumergir en las aguas, anticipando así su muerte en la cruz.

Pero como decíamos antes, la fiesta del bautismo del Señor es una buena ocasión para tomar renovada conciencia de nuestro propio bautismo, de lo que significa haber recibido este sacramento. Manteniendo las diferencias, lo que aconteció en el bautismo de Jesús, tuvo lugar también en el nuestro. Por eso no celebramos hoy un suceso solo del pasado, sino un ‘misterio’  del Señor que sigue siendo eficaz para nosotros hoy. En nuestro bautismo fuimos sepultados con Cristo por medio de las aguas bautismales, dejando atrás el hombre viejo hecho a imagen de Adán, y hemos resucitado a la vida sobrenatural, a la vida de la gracia, a la vida del Espíritu. El bautismo nos ha abierto las puertas del cielo y ha hecho que se pronunciaran sobre nosotros las mismas palabras que escuchó Jesús: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. Esto es lo que dijo Dios Padre de cada uno de nosotros cuando recibimos este sacramento. Nos miró como miró a su Hijo cuando se entregaba por nosotros en la cruz.

Fuente de la imagen: missioni-africane.org
            Esto es lo que significa nuestro bautismo y no debemos olvidarlo. Es un signo eficaz que marca un antes y un después en nuestra vida; constituye un segundo nacimiento como dice la Escritura, un renacer, un ser hecho nueva criatura. Este cambio que causa el bautismo en nuestro ser se debe manifestar en nuestra vida. El cristiano debe vivir como hijo de Dios, como ungido por el Espíritu. Debe ‘pasar haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el mal, porque Dos está con él’. El cristiano también es el siervo de Dios que viene a servir y dar su vida por los demás.

            En la Iglesia de los primeros siglos, y hoy también en Iglesias de países de misión y de antigua cristiandad que han sufrido un proceso de secularización, los que recibían y reciben el bautismo son en buena parte personas adultas. En estos casos, antes de recibir el sacramento deben someterse a un proceso de iniciación cristiana que se llama catecumenado, que puede durar varios años, de modo que la persona pueda darse cuenta de lo que significa el sacramento que va a recibir y dé signos claros de un cambio de vida, de que está pasando de vivir según el mundo a vivir como hijo de Dios. Los que hemos recibido el sacramento siendo niños, en cambio, tenemos que descubrir lo que significa este sacramento después de haberlo recibido, cuando somos adultos. Ya hemos recibido la gracia sacramental, pero ahora toca que nuestra vida se ajuste al don recibido. Es lo que le pedimos hoy al Señor.

martes, 8 de enero de 2013

Familia, paternidad y educación



Homilía Domingo 30 de diciembre 2012
Fiesta de la Sagrada Familia: Jesús, María y José
Jornada por la Familia y la Vida

            Cuando se le pregunta a los españoles acerca de la importancia que tienen para ellos los distintos aspectos de su vida, como se hace periódicamente en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), siempre sale que lo más importante es la familia, por encima del trabajo, los amigos, el tiempo libre, la religión, la política y otras actividades asociativas. Creo que todos estamos de acuerdo con esto, que lo más importante para nosotros, la institución de la que más depende nuestro bienestar y felicidad, es la familia, aunque paradójicamente puede que no sea la realidad a la que dediquemos más tiempo o nuestras mejores energías. La fiesta que celebramos hoy de la Sagrada Familia, en este domingo de la octava de Navidad, es una buena oportunidad para hacernos más conscientes de la importancia de nuestras familias, para encomendarlas al Señor que quiso nacer y vivir en una familia, y para escuchar sin prejuicios lo que nos dice Dios de esta realidad humana que es tan importante para nosotros.

            Los primero que tenemos que afirmar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado es que la familia, siendo una realidad humana, y sin dejar de serlo, es también una realidad divina, querida por Dios, con una leyes propias; es algo sagrado que tenemos que respetar, como hizo Jesús que vivió en Nazaret bajo la autoridad de sus padres, de José y María. Este fue el ámbito donde creció “en sabiduría, en estatura y en gracia, ante Dios y los hombre”. Por tanto, lo primero que nos enseña la palabra de Dios es a respetar la familia como tal, en su esencia, tal como Dios la ha querido. Es verdad que la forma concreta que asume la familia pueda variar algo según los tiempos, los lugares y las culturas, pero su esencia es siempre la misma. Es decir, que se fundamenta invariablemente en la unión estable entre un hombre y una mujer como ámbito en que nace y se desarrolla la vida. Por tanto, no es una institución creada por el hombre, que surge de determinados condicionantes sociales y económicos, sino que es algo anterior a él, que le precede y cuyas leyes le son dadas por el Creador. Al hombre le toca respetar este carácter sagrado e inviolable del matrimonio y de la familia. No hacerlo significa hacerse daño a sí mismo y minar una institución de la que depende su felicidad y su futuro. Por eso la Iglesia critica con mucha dureza cualquier intento o legislación que vaya contra la familia o la debilite. No se trata de defender una determinada visión de familia, una cierta concreción histórica, social y cultural de este grupo humano primario, la ‘familia tradicional’ como a veces se dice, sino la familia en cuanto tal, la que Dios ha querido desde siempre para el bien del hombre y la mujer.

            Del evangelio de hoy también podemos sacar otras enseñanzas importantes sobre la familia, la paternidad y el deber. Jesús dice que ‘debe’ estar en la ‘casa de su Padre’, o más literalmente, ‘en las cosas de su Padre’. Aun aceptando la autoridad de José y de María sobre él, ya que ‘baja con ellos a Nazaret y sigue bajo su autoridad’, el Señor es consciente de que su ‘deber’ para con Dios viene antes. La palabra griega que se utiliza en el texto –deî- indica tanto en el evangelio de Lucas, como en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, ese deber, o mejor, esa ‘necesidad’, de conformarse a lo establecido por Dios, de obedecer a la voluntad divina. Más allá del dolor que causó a sus padres, que es difícil de entender para nosotros, está la fidelidad de Jesús a su vocación, a Dios Padre. Muchas veces decimos que los padres no son dueños de los hijos, sino sus custodios, que los hombres antes y por encima de ser hijos de sus padres, son hijos de Dios. En este episodio evangélico de Jesús ‘perdido y hallado en el templo’, como lo llamamos al rezar el Rosario, se nos revela algo de lo que es la obediencia auténtica y lo que significa ‘ser hijo’, como también de la ‘necesidad’ de ser fieles a la propia vocación en la vida, a lo que Dios quiere de nosotros, aunque pueda causar dolor a nuestros seres queridos. Varios comentaristas han hecho notar que Jesús tenía doce años cuando se queda en el templo, y esa era la edad cuando un judío se volvía ‘hijo de la Ley’ -bar mitzvah-, sujeto a la Ley. Por tanto, en este pasaje del evangelio de san Lucas están presentes varios temas que el mismo evangelista quiere destacar y que también son importantes para nosotros y nos iluminan en nuestra vivencia a veces conflictiva de la familia, de la paternidad, de la obediencia, de la libertad frente a nuestros padres, de la fidelidad a la propia vocación, de la función pedagógica de la Ley de Moisés y de la ley moral, de la experiencia de ser hijos de nuestros padres y de Dios. Un buen resumen de algunas de las cosas que nos enseña este evangelio, que se nos ha proclamado en esta fiesta de la Sagrada Familia, lo podemos encontrar en un conocido poema de la beata Teresa de Calcuta que trata de la difícil tarea de educar:
Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.
Sin embargo…
en cada vuelo,
en cada vida,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino enseñado.

María experimentó de una manera muy singular la verdad de estas palabras. Ella vivió más de cerca que nadie el misterio de su Hijo y de su vocación y misión redentora. Aunque le costó entenderlo, como constatamos en el evangelio de hoy, se esforzó por hacerlo, guardando todo lo que acontecía y meditándolo en su corazón. Ejerció su misión de madre y aceptó y se asoció a la misión redentora de su Hijo. A ella, hoy, encomendamos nuestras familias y nuestra difícil tarea de educar a nuestros hijos para que cumplan la misión que Dios les tiene asignada.