jueves, 27 de diciembre de 2012

Los humildes y limpios de corazón ven el actuar de Dios



Homilía Domingo 23 de diciembre de 2012
IV Domingo de Adviento (ciclo C)

Escena de la película The Nativity Story
Solemos pensar que cuando Dios actúa en nuestra vida o en la historia del mundo, cuando se hace presente y revela su gloria, lo hace con signos grandiosos y extraordinarios, fuera del curso habitual de los acontecimientos, con hechos  irrefutables, como algunos milagros que nos cuentan. Sin embargo, si leemos con atención la Biblia nos damos cuenta de que esto no es así; que la mayoría de las veces Dios actúa en y a través de las cosas ordinarias, se hace presente en lo pequeño y lo cotidiano. Y son los sencillos de corazón, los humildes, los pobres de Yahvé de los que se habla en el Antiguo Testamento y en la primera bienaventuranza, los que son capaces de descubrir la presencia de Dios, de alabarlo y confiar en él. Dios se esconde, se resiste, se opone, a los soberbios, a los burlones, y se manifiesta a los humildes, repite varias veces la Escritura (Prov 3,34; Sant 4,6; 1Pe 5,5).

En las lecturas de hoy, de este domingo IV de Adviento, domingo de la Encarnación del Hijo de Dios, podemos constatar esta verdad. El más grande de todos los milagros, como pensaba Chesterton, el milagro de Dios que se hace hombre, que entra hasta el fondo en la historia humana, tiene lugar de la forma más sencilla y ordinaria, y son los humildes de corazón, como María y los pastores, a los que se le revela este misterio.

Así la primera lectura señala el lugar del nacimiento del futuro ‘jefe de Israel’. No será una gran ciudad, no será Jerusalén ni Roma, sino una aldea insignificante si no fuera por su pasado glorioso de haber sido el pueblo natal del rey David. Este será el lugar elegido por Dios para nacer.

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En el evangelio se nos habla también de un acontecimiento ordinario, de una mujer que va a saludar a su prima, las dos estando embarazadas. Sin embargo, mirando bien, con los ojos de la fe, vemos que detrás de lo ordinario hay algo realmente extraordinario: María lleva en su seno al Mesías, al Salvador, al esperado por los pueblos, al prometido por Dios. El niño que tiene Isabel en su vientre, llamado a ser el precursor, el que debía indicar al cordero de Dios presente en el mundo, salta de alegría en el seno materno; esa alegría mesiánica que nace del cumplimiento de las promesas de Dios. Detrás de la aparente ‘ordinariez’ –entendiendo bien la expresión- está teniendo lugar algo verdaderamente extraordinario.

María todo esto lo sabe; ella que es la humilde del Señor, la pobre de Yahvé, a la que se le revelan los misterios divinos. Por eso va deprisa a la montaña a llevar la buena noticia a su prima Isabel, saltando sobre los montes, como dice el Cantar de los Cantares, con alegría, como bailaba David delante del Arca de Alianza, donde residía la presencia de Dios. María es modelo de creyente. Su prima la proclama ‘dichosa’, ‘bienaventurada’, porque ha creído. Isabel, inspirada por el Espíritu Santo, le asegura que lo que ha prometido el Señor se cumplirá. María con su fe, puede ver más allá de los acontecimientos ordinarios, el milagro que está teniendo lugar, por eso canta el Magnificat. Hablando de su fe, dice san Alfonso María de Ligorio en su libro Las glorias de María: “Veía a su hijo en el establo de Belén y lo creía creador del mundo. Lo veía huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el rey de reyes; lo vio nacer y lo creyó eterno; lo vio pobre, necesitado de alimentos, y lo creyó señor del universo. Puesto sobre el heno, lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba y creyó que era la sabiduría infinita; lo sentía llorar y creía que era el gozo del paraíso...”

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            También la segunda lectura, de una forma más abstracta y teológica, nos habla de este modo de actuar de Dios a través de lo ordinario. Discurriendo de la encarnación, del Hijo de Dios que entra en el mundo, el autor de la Carta a los Hebreos le aplica unas palabras del Salmo 40 (39) como si las pronunciase el mismo Jesús: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas ni holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’”. Este Salmo que enseña la superioridad de la obediencia a la voluntad de Dios respecto a los sacrificios, es aplicado a Cristo que lo cumple perfectamente: él se ofrece en obediencia a la voluntad del Padre como sacrificio expiatorio una vez para siempre. Lo que no podían alcanzar los sacrificios que se hacían repetidamente en el templo de Jerusalén, es decir el perdón de los pecados, lo consigue Jesús a través de su obediencia, ofreciendo su cuerpo una vez para siempre en la cruz. En algo tan poco grandioso y extraordinario, más bien cruel y ignominioso, como la cruz, estaba realmente presente y actuando Dios. En la cruz, enseña san Pablo, está presente toda la omnipotencia y sabiduría de Dios.

            Sin embargo para reconocer esto, para percibir el actuar de Dios en la cruz y en el nacimiento de Jesús en Belén de Éfrata, es necesaria la fe de los sencillos, como la de María. Por eso sigue diciendo de ella san Alfonso María de Ligorio: “Lo vio finalmente morir en la cruz, vilipendiado, y aunque vacilara la fe de los demás, María estuvo siempre firme en creer que era Dios.”

            Vamos a pedirle al Señor, con la intercesión de María, que nos aumente la fe, para que sepamos descubrir en las cosas ordinarias -y quizás dolorosas- de nuestra vida la presencia y el actuar de Dios. ¡Que podamos en estas Navidades hacernos como niños para entrar en el reino de Dios! ¡Que, como María, nos sintamos dichosos al constatar que se cumplen las promesas que Dios nos ha hecho y que hemos creído!

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