jueves, 31 de marzo de 2011

El sacerdote del futuro. La propuesta de Donald Cozzens

Resumen y crítica del libro de Donald B. Cozzens, The changing face of the priesthood
(Liturgical Press, Minnesota, 2000)

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Quizás el mejor y más útil, el más sincero y valiente libro sobre el sacerdocio católico que he leído en los últimos años, aunque no comparta todo lo que piensa el autor. Ha sido traducido al castellano con el título La faz cambiante del sacerdocio. A diferencia de lo que ha pasado en Estado Unidos, de momento no ha tenido mucha repercusión en nuestro mundo eclesial de habla hispana, aunque es un libro que nos puede hacer mucho bien en un contexto como el nuestro, donde se dan visiones del presbítero tan discordantes, por lo general extremistas y poco realistas, que suelen oscilar entre el idealismo angélico y la descalificación.
El autor tiene una amplia experiencia directa de trato con seminaristas y sacerdotes. Como rector de un seminario y miembro de su panel de admisión, ha dedicado mucho tiempo a temas relacionados con la admisión, la selección y la formación de candidatos al sacerdocio. Y como vicario del obispo para los sacerdotes y religiosos de la diócesis de Cleveland, ha tenido que abordar problemas pastorales y personales de sus compañeros. A esta experiencia directa del mundo del seminario y sacerdotal, se unen sus conocimientos teológicos y psicológicos. Surge así esta obra muy interesante y útil, no sólo para seminaristas y sacerdotes, sino también para todo aquel que esté interesado en el tema.
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Donald B. Cozzens propone un ideal de sacerdote que describe como el que ha pasado por la prueba, por el fuego purificador, y ha logrado llegar a una síntesis personal entre fidelidad a sí mismo y a la Iglesia, volviéndose para todo el presbiterio diocesano una referencia por la autenticidad de su vida y una bendición para la comunidad a la que sirve. No es difícil imaginar a qué tipo de sacerdote está pensando y seguro que todos tenemos presente a alguno que cumple este perfil. Es un sacerdote que se caracteriza de modo especial por su misión de transmitir la Palabra de Dios y que cuida mucho el ministerio de la predicación.
El autor empieza su libro haciendo notar el cambio de paradigma que ha tenido lugar a raíz del Concilio Vaticano II. Cambio que afecta la misma identidad y la misión del sacerdote diocesano. Antes del Concilio, cuando una persona entraba en el Seminario tenía una imagen muy clara de lo que iba a ser y hacer. Ahora esa imagen se ha difuminado y estamos en un época de cambio de paradigma, con todo lo que esto significa de incertidumbre, de dudas, de miedos, de resistencias al cambio, de vueltas hacia atrás y huidas hacia adelante. Antes del Concilio el sacerdote se entendía a sí mismo como ministro del culto y su función tenía un claro reconocimiento social que se manifestaba también en distintas expresiones culturales, como el cine y la literatura. Todo esto daba mucha seguridad a quien se sentía llamado a este ministerio y ofrecía claros criterios de discernimiento a quien tenía la responsabilidad de decidir acerca de su aptitud. Hoy, e independientemente del escándalo del abuso de menores, todo ha cambiado. La nueva figura del sacerdote que se propone en los documentos del Concilio basada en estudios bíblicos e históricos rigurosos, y que tiene presente los cambios sociales que han tenido lugar en nuestro mundo, es la de un líder-siervo de la comunidad de creyentes.
Eucaristía de clausura del año sacerotal
Plaza de San Pedro - 11 de junio 2010
El autor trata después el tema del celibato sacerdotal en un capítulo que lleva por título ‘amar como célibe’. Propone que para el equilibro psicológico y la madurez personal no sólo es necesario cuidar nuestra relación vertical trascendente con Dios, sino que también es necesario cultivar relaciones horizontales con personas cercanas, que deben ser íntimas y cálidas, aunque respetuosas del celibato que se ha prometido. Es decir, la madurez personal pasa por cultivar los dos polos de nuestras relaciones, el vertical con Dios y el horizontal con los demás, a través de relaciones íntimas con algunas personas. Esto, para el sacerdote heterosexual, significa tener relaciones íntimas con mujeres que no contradigan la esponsalidad' sacerdotal, pero que sí sacien la sed de intimidad con el otro sexo. Éste, quizás, es uno de los puntos del libro con el que muchos no se encontrarán de acuerdo. De hecho, se suele sostener que la relación trascendental con Dios bien cultivada por el célibe puede saciar plenamente su necesidad de relaciones íntimas y llevar hacia la deseada madurez psicológica. Sin embargo, es de recibo reconocer que cuando Dios da el gran y raro regalo de una relación íntima y cálida con una mujer, esto es extremadamente enriquecedor teniendo en cuenta la complementariedad natural entre los dos sexos. Este tipo de relaciones, para que favorezcan una vida auténticamente sacerdotal, al ser relaciones con un importante elemento sexual, marcadas por la ambigüedad de toda relación humana, sólo son posibles entre dos personas muy equilibradas y maduras. Hay experiencias eclesiales muy interesantes en este sentido, como l'opera dell'amore sacerdotale. El autor ofrece ejemplos de este tipo de relaciones. Muy interesante es la que mantuvieron el Beato Jordán de Sajonia , el segundo Maestro General de la Orden de Predicadores (poco antes fundada por santo Domingo), y la Beata Diana D'Andalo, la primera superiora de la monjas dominicas. Su intercambio epistolar es muy cálido e íntimo, casi erótico en ocasiones.

P. Pio da Pietralcina
En el siguiente capítulo, titulado ‘enfrentando el inconsciente’, Cozzens habla de la necesidad que tiene el sacerdote de resolver el complejo edípico. No superarlo lleva a esas conductas que con frecuencia se observan en los presbíteros, como el clericalismo, el elitismo, la envidia, el querer ‘hacer carrera’, el legalismo, la competitividad desmesurada... La interpretación del complejo edípico utilizada por el autor y que él encuentra más útil es la icónica, que pone el acento en el deseo inconsciente de ser especial, de ser el centro del mundo, de ser el primero y más amado entre los hermanos, de poseer todo el poder y el conocimiento, algo que se puede poner fácilmente en relación con el pecado original. En la vida sacerdotal, este complejo se instaura y se manifiesta muchas veces en la relación con la Iglesia como madre, que sostiene y conforta pero a la vez exige y controla, y al obispo como padre, con el que se desea identificarse y a cuyos ojos se quiere ser especial. Fácilmente el sacerdote cede ante esta presión, y en vez de llegar a la madurez a través de una síntesis personal entre fidelidad a sí mismo y a la Iglesia, asume la ‘persona’ sacerdotal impuesta desde fuera, cayendo en un clericalismo artificial que muchas veces se refuerza premiándolo desde la institución. Aunque quizás este análisis es un poco simplista, ¿qué duda cabe de que muchas de estas conductas sí se dan entre sacerdotes y que los obispos deberían evitar fomentar con su actitud estos comportamientos infantiles?

El quinto capítulo del libro añade la aportación de la piscología de Jung y su importante concepto de arquetipo. Después de señalar lo importante que es que el sacerdote haga caso a ese sentimiento que a veces tiene de ‘que algo va mal’, sin taparlo con su activismo y las muchas cosas que tiene que hacer, trata de dos arquetipos importantes y relacionados con el sacerdocio: el del chamán y el del puer aeternus. Estos arquetipos se manifiestan internamente como una inclinación, una llamada a decidirse por el rol social correspondiente. En sí no son negativos, incluso pueden interpretarse como instrumentos de la gracia, pero hay que ser conscientes de ellos y de su carácter bipolar y el aspecto negativo que pueden implicar. El arquetipo del puer aeternus es el que puede crear más dificultad. Es el del niño eterno, cuyas características generales son un entusiasmo juvenil, una inocencia ‘virginal’, una inclinación natural hacia la religión y el rito, un encanto personal derivado de una cierta transparencia espiritual. La persona que se ajusta a este arquetipo corre el riesgo de permanecer un eterno adolescente y tener una excesiva dependencia de su madre. En estos casos puede incluso derivar hacia la homosexualidad o el donjuanismo (tendencia a tener múltiples relaciones cortas y superficiales sin compromiso).

P. Raniero Cantalamessa
Cozzens centra mucho su reflexión sobre el ministerio sacerdotal en la función de ofrecer la Palabra y la tarea de predicar, que actualmente en muchos lugares se hace no sólo el domingo sino a diario. Esto implica personalmente al presbítero que tiene que confrontar su vida con la Palabra que anuncia y prepararse para administrarla con la oración, el estudio y el aprendizaje de las habilidades necesarias, como la creación de relatos y el uso de la imaginación. El ser ministros de la Palabra y la obligación de predicar se vuelven así el centro de la espiritualidad del sacerdote diocesano. Pero ser ministros de la Palabra no se limita sólo a la función formal de predicar y enseñar, sino incluye la misión de dar la palabra adecuada a quien la está buscando, palabra que es palabra que salva, Palabra de Dios, y que tiene que ser la justa en el momento correcto y dicha con amor no por miedo. Un sacerdote inmaduro, que no ha llegado a una síntesis personal entre fidelidad a sí mismo y a la Iglesia, incapaz de escuchar al que se le acerca, y más preocupado por mantener su ‘persona’ clerical, puede herir con su palabra más que sanar.

Cozzens no tiene miedo de afrontar el tema de la homosexualidad entre los sacerdotes, aún corriendo riesgos, aunque muchos lo quieran silenciar y otros piensen que el tratarlo es un claro síntoma de la homofobia de la Iglesia. Sin embargo, muchos están preocupadas por el elevado número de homosexuales entre el clero y los seminaristas. Una proporción adecuada, atendiendo a la proporción presente en la sociedad en general, sería entre el 5 y 10 %, pero la mayoría de las estimaciones la sitúan en un 50%. Uno de los problemas importantes que provoca esta alta proporción de homosexuales es la creación de una subcultura gay en muchos presbiterios y seminarios, que hacen sentir incómodo — aunque sea de modo inconsciente — al que es heterosexual. Cuestión distinta es la aptitud de un homosexual para ser sacerdote. El autor no toma en consideración lo que dice el Magisterio de la Iglesia que afirma que “la homosexualidad es incompatible con el sacerdocio” (Benedicto XVI, Luz del mundo, Barcelona, Herder, 2010, Barcelona; p. 161), sino cree que en principio un homosexual puede ser un buen sacerdote con tal que se tome el sacerdocio y el celibato en serio, y que aquél no sirva para encubrir y dar rienda suelta a sus inclinaciones, cosa que Cozzens ha constatado que se da en algunos ambientes.

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El capítulo ocho del libro, con el expresivo título ‘traicionando a nuestro jóvenes’, trata el doloroso y espinoso tema del abuso a menores. Cozzens hace notar algunos de los muchos aspectos que están implicados en esta cuestión, como los pocos datos fiables que comparan la frecuencia de estas conductas en sacerdotes y otros grupos de la población, o lo adecuada o no que ha sido la atención que se ha prestado a las víctimas, o la cuestión de si las diócesis han sabido resistirse a la tentación de anteponer la defensa de sus intereses y su imagen a la atención pastoral a la personas, sobre todo considerando las grandes sumas de dinero que se pedían como compensación. Pero la gran cuestión es saber si este problema es causado por la fragilidad psicológica y las patologías de un número reducido de sacerdote y obispos o tiene también una causa más ‘sistémica’, relacionada con la estructura misma de la Iglesia. En el primer caso, para evitar que se repitan estas conductas y consecuencias, bastaría con una mejor selección de los candidatos al sacerdocio, una más esmerada formación y unas estructuras diocesanas eficaces para abordar las denuncias y los casos que se den. Pero si lo segundo es verdad, habría que plantearse también cambios a nivel doctrinal, disciplinar, de funcionamiento y de comunicación de la Iglesia, entrando en cuestiones como la moral sexual, el celibato de los sacerdotes, el ejercicio del poder en la Iglesia, etc. El autor piensa que la Iglesia ha adoptado en estos temas una actitud defensiva que no ayuda a afrontar realmente la cuestión. Como Vicario para el Clero, Cozzens ha tenido que ocuparse de algunos de estos casos en su diócesis, y le ha sorprendido constatar como los curas que han estado implicados en este tipo de conductas muestran poca conciencia moral y sensibilidad en esta área de su comportamiento. También señala como la mayoría de los casos de abusos de menores se dan con chicos adolescentes (efebofilia) y no con niños, y la gran mayoría con adolescentes varones. Que este problema no sea nuevo en la historia de la Iglesia lo demuestra el caso de Julio III que fue Papa de 1550-1555. Este Pontífice provocó un gran escándalo al recoger un chico de 15 años de las calles de Parma y crearlo cardenal y Secretario de Estado.

Donald B. Cozzens
articles.cnn.com
En el capítulo conclusivo de su libro, Donald B. Cozzens trata de la nueva figura del sacerdote que está emergiendo después de pasar por la ‘noche oscura’, como él caracteriza este tiempo posconciliar, sobre todo el de las últimas décadas. Esta ‘noche oscura’ según algunos no es tal, sino se debe a los errores cometidos después del Concilio en su interpretación y aplicación, en infidelidad a la Iglesia preconciliar con la claridad de sus estructuras y doctrina frente al relativismo y a la confusión de la modernidad. Para otros es una noche oscura real, obra del Espíritu, que purifica y de la que saldrá una nueva figura de sacerdote reforzada. En relación a esta nueva figura del sacerdote hay otros asuntos y retos presentes en el nuevo horizonte que ha abierto el Concilio y que es preciso abordar: la crisis de vocaciones, la crisis de autoridad y credibilidad de la Iglesia, la crisis intelectual...

Como se puede comprobar, un libro interesantísimo, que ofrece muchos temas para pensar y profundizar. Con todo, como dije al principio, no estoy de acuerdo con algunas de las afirmaciones del autor. Por ejemplo, creo que habría que hacer más hincapié en la centralidad de la Eucaristía en la vida del sacerdote, junto con ser ministro de la Palabra; o dar más espacio a la enseñanza del Magisterio reciente sobre la incompatibilidad de la homosexualidad con la vocación sacerdotal y los esfuerzas que se están haciendo y se deben hacer para ponerla en práctica; o la posibilidad de que un sacerdote sea santo y dé muchos frutos pastorales aunque psicológicamente inmaduro, ya que como dice el apóstol Pablo, ‘cuando soy débil es entonces cuando soy fuerte... para que se vea que esto viene de Dios y no de nosotros’. El autor al principio del libro, reiterándolo después, afirma que sus años de sacerdote lo han llevado a darse cuenta que el ministerio ordenado es realmente su vocación, ‘su verdad’, en el misterioso plan de Dios (p. xi). ¡Qué importante es que los sacerdotes lleguemos a esta certeza en nuestra vida sacerdotal!

Como conclusión a este resumen-crítica de este libro de Donald B. Cozzens sobre el sacerdocio, quiero citar una frase del autor que me parece muy significativa (la cito en inglés, traduciéndola después al castellano):

“Only a deep an integrated spiritually grounded in hard thinking and study offers any hope for successfully tending God’s word to people hungry for gospel freedom and holiness” (p. 139).

“Sólo una profunda e integrada espiritualidad, fundada en el estudio y en el esfuerzo intelectual serio, puede ofrecer esperanzas de dar exitosamente la Palabra de Dios a personas hambrientas de la santidad y libertad del evangelio.”

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

domingo, 27 de marzo de 2011

“Si conocieras el don de Dios”. Jesús y la samaritana

Homilía 27 de marzo 2011
II Domingo de Cuaresma (ciclo A)

Muchas veces la rutina, nuestras obligaciones apremiantes y quizás agobiantes, y nuestra historia personal con sus logros y fracasos, nos hacen pensar y sentir que ya la vida está más o menos encauzada, que todo va a seguir siempre más o menos igual, que no pasará nada nuevo de envergadura, que no habrá grandes sobresaltos. Y así suele ser, aunque haya momentos más o menos intensos de tristeza o alegría. Pero así suele ser, si Jesús no se nos cruza en el camino, si no descubrimos el don de Dios, si no se enciende en nosotros el fuego del amor divino, si no se derrama en nuestros corazones el amor de Dios por medio de Espíritu. Si esto tiene lugar, todo cambia, llegamos ser nuevas criaturas, a nacer de nuevo como dice Jesús a Nicodemo en el evangelio de Juan.
                La samaritana iba esa mañana a ese pozo de Jacob sin esperar nada, a hacer lo de siempre, a sacar agua para llevar a su casa. Pero va a tener un encuentro que cambiará su vida. Algunos comentaristas han hecho notar que iba muy tarde al pozo a sacar agua, a las doce de mediodía, cuando lo normal es ir temprano por la mañana, con la fresca. Quizás no quería que la viera nadie ni encontrarse con nadie del pueblo. Quizás estaba algo avergonzada de su vida con tantos maridos. Y ahí, en ese pozo que se remonta a los tiempos de los patriarcas, está Jesús esperándola. Conversando con ella con cariño y respeto, partiendo de su realidad como hace todo buen evangelizador, quiere predisponerla a recibir el don de Dios que Él trae, a recibir el agua viva, esa agua que quita verdaderamente y para siempre nuestra sed profunda, que es sed de Dios y de su amor; esa agua que se vuelve en nosotros ‘un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna’.
                Poco a poco y como gran maestro Jesús la va llevando a dar el salto de lo material a lo espiritual, del agua que estaba en el pozo y que ella iba a recoger con su cántaro todos los días, al agua del Espíritu que calma nuestra sed de Dios; de la discusión abstracta acerca del Mesías a reconocer que Él, el que está hablando con ella, es el salvador del mundo, mucho más grande que el padre Jacob que construyó ese pozo; de la discusión acerca del monte en el que hay que dar culto a Dios, a adorar al Padre en Espíritu y verdad. La mujer, transformada por este encuentro, al final se olvida de su cántaro y ella misma corre a dar testimonio de Jesús ante aquellos de los que antes se escondía.
                Todo este relato leído en este tiempo de cuaresma gira en torno al tema del don de Dios y nos quiere disponer para recibirlo, exhortarnos a que lo pidamos con fe, y llevarnos a dar gracias por haberlo recibido. “Si conocieras el don de Dios”, dice Jesús a la samaritana. Para hablar de este don de Dios usamos diversos términos que se iluminan recíprocamente y nos indican algo de los efectos del don espiritual que nos da el Señor. Decimos, por ejemplo, que el don de Dios es el Espíritu, fruto de la Pascua, que nos da Cristo crucificado y exaltado. Es a través de este Espíritu, como dice san Pablo en la segunda lectura, que el ‘amor de Dios es derramado en nuestros corazones’. Pero también hablamos de este don como ‘agua viva’, agua que calma nuestra sed profunda y espiritual, agua que hace que no tengamos que buscar otra, agua que se vuelve dentro de nosotros ‘manantial que brota hasta la vida eterna’. El don de Dios nos permite llevar a cabo un culto nuevo, ya no ligado a un lugar, sino un culto en Espíritu y verdad, un culto ligado a la autenticidad de la vida de la persona, que es el verdadero templo de Dios. Don de Dios que también va de la mano de reconocer a Jesús como más grande que los patriarcas, como el Profeta prometido, el nuevo Moisés que hace salir de la roca — de su costado traspasado — agua viva, como el Mesías esperado, como el Salvador del mundo. Don de Dios que es el fuego del amor divino, como se dice en el Prefacio de la misa de hoy.
Cuando hemos experimentado este fuego del amor divino todo cambia en nuestra vida; lo cotidiano, lo rutinario, se vuelve extraordinario. ‘El amor de Dios derramado en nuestros corazones’ es esa perla preciosa, ese tesoro escondido, esa parte mejor por la que vale la pena dejar todo lo demás. Hemos descubierto lo que de verdad calma nuestra sed profunda, lo que andábamos buscando sin saberlo.
Cuaresma es tiempo para disponernos a recibir este don de Dios, que se nos otorga en el bautismo. A reavivarlo si ya lo hemos recibido. A agradecerlo si no lo hemos hecho suficientemente. En el ciclo A en el que estamos, los evangelios de éste y de los próximos domingos nos quieren mostrar lo que recibimos en los sacramentos de la iniciación cristina, es decir, esa vida nueva que brota del amor de Dios. Y lo hacen a través de imágenes y comparaciones bellísimas: el agua, la luz, la resurrección. Hoy se nos dice que en el baustimo recibimos esa agua viva, ese manantial que brota hasta la vida eterna, el Espíritu, el fuego del amor divino. Toda cuaresma es para los bautizados, que ya han recibido los sacramentos de la iniciación cristiana, una ocasión para volver a descubrir y avivar los grandes dones del Señor que a veces tenemos olvidados y corriendo el peligro de que no den fruto.
Madre Teresa de Calcuta hizo poner las palabras Tengo sed, pronunciadas por Jesús en la cruz (Jn 19, 28), en todas las capillas de las Misioneras de la Caridad. Esas palabras son parecidas a las que Jesús dirige a la samaritana: “dame de beber”. Para Madre Teresa tienen una gran riqueza de significado e indican el carisma de la orden religiosa por ella fundada. Esas palabras nos revelan la sed que tiene Jesús de cada uno de nosotros, de nuestro amor, y a la vez, su deseo de darnos su amor. Pero también indican la sed de los pobres, en los que está presente el Señor, que nos piden a nosotros que les demos el agua del amor de Dios que calme su sed.
¡Qué con la intercesión de la Beata Teresa de Calcuta descubramos la inmensidad del don de Dios que nos ha sido dado en los sacramentos, que lo vivamos en plenitud y que lo transmitamos a los demás!

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

jueves, 24 de marzo de 2011

Sectas, Iglesia Católica y realidades eclesiales

                Con mucha frecuencia se habla de distintos grupos que existen hoy dentro de Iglesia como ‘sectas’, entendiendo por este término cosas distintas, pero todas ellas casi siempre peyorativas. Normalmente se hace referencia a realidades eclesiales surgidas en la última mitad del siglo pasado, que suelen tener muchos miembros y ser bastante activas y proselitistas como, por ejemplo, el Camino Neocatecumenal — los ‘kikos’ como se llama a sus miembros en referencia a su fundador Kiko Argüello—, o el Opus Dei. Incluso, a veces, se llega a hablar de la misma Iglesia como una secta. Deseo con este breve escrito, como teólogo pero también como psicólogo, ofrecer una serie de consideraciones que me parecen importantes para aclarar este tema que tantas dificultades crea dentro y fuera de la Iglesia y para ayudar también a aquellas personas que tienen dudas sobre este asunto.
                Lo primero es precisar lo que se entiende por ‘secta’, para después ver si se puede aplicar este concepto a las realidades eclesiales que se suelen indicar como tales. Al final ofreceré algunos consejos para evitar ser presa inocente de sectas destructivas, tanto las que se autocalifican como católicas, como las que no y para saber qué hacer si uno ya está metido en una de ellas.
                Simplificando mucho, se puede definir lo que es una secta utilizando dos tipos de criterios: uno de ellos hace referencia al concepto de ‘verdad’, el otro a aspectos psicológicos y sociológicos. El criterio de ’verdad’ es el que anteriormente más se utilizaba. Según este criterio, una secta es un grupo de personas que comparten unas creencias erróneas, es decir, una ideología falsa, destructiva o no. Este es el sentido originario del término ‘secta’, ligado al término ‘herejía’. Este criterio puede ser útilmente aplicado por los creyentes: una secta es un grupo que tiene ideas religiosas falsas, no católicas ni acordes con el Magisterio de la Iglesia y que no reconoce la autoridad del obispo. Sin embargo, este criterio de ‘verdad’ no es útil en nuestro contexto social más amplio que es relativista, donde no hay una verdad o ideología que todos comparten, que permita delimitar lo que es acorde con ella y lo que no. De ahí, que debamos utilizar el segundo tipo de criterio que se refiere a características y técnicas psicológicas. Según este criterio, una secta es un grupo de personas en el que se utilizan técnicas de manipulación y control mental sin que los adeptos sean conscientes de ello ni hayan dado su consentimiento explícito o implícito.
Para aclarar esto más y para ver si este concepto es aplicable a algunas realidades de la Iglesia Católica, indicaré algunas de las técnicas de manipulación y de control mental más conocidas. Quien quiera profundizar más en este tema puede consultar la amplia biografía, tanto científica como divulgativa, que existe (es.wikipedia).
Técnicas de manipulación y control mental que se utilizan en las sectas
·         Hablar en nombre de Dios, arrogándose un poder absoluto y una autoridad incuestionable: “yo soy un instrumento, es Dios mismo que te está hablando por medio mío...”.
·         Aislar a la persona del mundo exterior: familia, amigos, etc. Se suele ir creando una distancia, por lo menos psicológica, entre la persona y su familia, sus amigos e incluso el mundo exterior a la secta. Se suele decir a las persona: “ahora tus verdaderos amigos y tu familia somos nosotros”; en el caso de la celebración de un retiro o encuentro suele tener lugar en un albergue o lugar apartado y se dicen cosas como: “no debes llamar a nadie, ni hablar con nadie de fuera, ni contarle a nadie lo que haces”. Muchas veces esto se refuerza con una mentalidad maniquea según la cual lo bueno es lo relacionado con la secta y todo lo de fuera es malo.
·         Secretismo: Se obliga a la persona, a veces con votos y amenazas, a no decir nada a nadie externo a la secta o que aún no haya pasado por esa iniciación: “lo que se dice aquí no puede salir fuera”...
clinicaser.info
·         Técnicas de dinámica de grupo y utilización de la presión psicológica de un grupo pequeño; los grupos tienen mucha fuerza psicológica sobre el individuo y el hablar de la propia vida en pequeños grupos es un arma psicológica muy potente, sobre todo si el grupo está pilotado por ‘infiltrados’. Por eso la terapia de grupo es tan eficaz para la modificación de la conducta.
·         Chantaje emocional, manipulando la amistad y el cariño: Por ejemplo, al hacer de la persona objeto un ‘elegido’ y colmarlo de parabienes siempre que esté de acuerdo en todo, y por el contrario asestarle una dura represalia verbal o psicológica cuando esa persona tiende a pensar por sí misma o hace alguna anotación a lo que se le está diciendo. Al final acaba teniendo miedo de sentirse rechazado y de dejar de recibir todos esos halagos y sucumbe por completo. De ahí que las personas que están en un momento de crisis afectiva se vean movidas hacía un lugar donde se sienten respetadas, consideradas y cuidadas, aunque esto sea falsamente. El cerebro tiene mecanismos para aceptar sólo lo que quiere recibir y obviar lo demás, hasta que es demasiado tarde.
·         Agotamiento físico y psicológico, a través de sesiones periódicas e intensivas con repetición continuada del mismo mensaje. Se debilita así el pensamiento racional y crítico y la persona llega a confundir lo consciente con lo inconsciente, muchas veces quedándose medio dormido en las charlas. Se suelen usar cánticos, mantras, recitación de consignas o memorización de frases, etc. Muchas veces se une a esto la privación de sueño. Se suele ‘bombardear’ con mensajes, convenciendo por repetición más que por argumentación, en sesiones intensivas y sin el adecuado descanso entre ellas. Todo esto hace que nuestra racionalidad vaya cediendo por cansancio y terminemos tragándonos todo lo que nos dicen y perdiendo el contacto con el mundo real. Los mensajes que se dan suelen centrarse en las bondades de la secta, en los peligros de estar fuera de ella; se desprestigia a los que la critican o que se comportan de manera no acorde a los principios de la secta.
·         Uso de drogas y de dietas escasas en proteínas: que debilitan la voluntad.
·         Culto a la personalidad de los fundadores o dirigentes a los que se considera semi-divinos y maestros indiscutibles...
·         Organización y celebración de fiestas de acogida y atención esmerada a los que llegan por primera vez o que aún están en fase de acogida. Esto aumenta la confianza y el placer de formar parte del grupo y al mismo tiempo hace dependiente al ‘captado’ de ese afecto y acogida.
·         Espionaje mutuo entre los miembros, que se disfraza a veces de forma positiva como “corrección fraterna”, pero que en el fondo es un instrumento para fidelizar a los adeptos a la secta y sus principios.
·         Elección de personas débiles psicológicamente, dependientes y/o que están pasando por un momento de depresión o desorientación. Se aprovecha así la debilidad de la persona, su soledad, su necesidad de dar sentido a su vida y sentirse aceptado, de sentir que hace algo importante....
·         Poner todo bajo un aura de magia, autoridad y misterio.
Aspectos destructivos, éticos y eclesiales de estas técnicas y de las sectas
Suicidio en masa
Jonestown 1978
Estas técnicas afectan el libre albedrío, la libertad de las personas y su capacidad racional y crítica; las hacen más vulnerables a la manipulación cognitiva y emocional y con el tiempo llevan a un cambio de personalidad, de creencias, de sentimientos y de conductas. En cuanto técnicas psicológicas, son en principio éticamente neutras, no son ni buenas ni malas de por sí; su valoración depende de la finalidad con la que se utilicen y del consentimiento libre que dé la persona sobre la que se apliquen y los frutos que producen. De hecho, se utilizan cuando se requiere una modificación de conducta en terapia, por ejemplo, o cuando una persona quiera realizar cambios en su vida para vivir según unos principios y creencias que libremente ha asumido, o en el ámbito laboral en grandes empresas.
Boda del ex arzobispo de Lusaka
Emmanuel Milingo
según el rito Moon
Sin embargo, si se utilizan sin el conocimiento y consentimiento de la persona implicada, con la finalidad de manipularla, engañarla y hacerla dependiente, para lograr unos fines que esa persona no comparte ni conoce, llevándola a ejecutar una conductas que nunca hubiese realizado si plenamente libre, son inaceptables éticamente y destructivas. Es en estos casos cuando es plenamente legítimo hablar de ‘sectas’ en sentido peyorativo, y protegernos a nosotros y a nuestros seres queridos de caer entre sus mallas.
Por otro lado, también hay que señalar que al no poder utilizar un criterio de ‘verdad’ para definir lo que es ‘secta’, y tenernos que limitar a un criterio psicológico, nuestra definición se queda algo corta. Evidentemente, si junto con el utilizar técnicas de manipulación psicológica de forma inmoral, también añadimos que a través de ellas se persigue que la persona asuma una serie de creencias falsas y, por tanto, nocivas, nuestra definición sería más clara y útil. De todas formas, la definición de ‘secta’ utilizando sólo un criterio psicológico es suficiente para aclarar algunas cosas respecto al tema que nos concierne.
En relación a esto, creo que se puede afirmar que los grupos de la Iglesia católica no pueden, en principio, ser considerados sectas, con tal que cumplan unos requisitos que toda entidad católica tiene que cumplir. Esto no significa que en sujetos concretos, débiles psicológicamente, se puedan dar efectos parecidos a los que se originan en miembros de sectas destructivas. En estos casos hay que intervenir rápidamente. Los grupos de la Iglesia Católica no son sectas porque y en la medida en que:
·         Se reconoce una autoridad externa al grupo — la del obispo en el nivel más bajo —, superior a la del líder carismático del grupo, al menos desde un punto de vista legal y de ortodoxia doctrinal. Si esto no tiene lugar, se trataría de una secta y es legítimo hablar de una Iglesia paralela.
·         Las persona son plenamente libres para salir y entrar del grupo y seguir formando parte de la Iglesia Católica y siempre pueden apelar a una autoridad superior externa al grupo en caso de controversia doctrinal o moral.
·         Se tiene un respeto máximo por la dignidad y la libertad de la persona y la aplicación de técnicas psicológicas se hace sólo con su conocimiento y consentimiento.
Todo esto que se acaba de decir implica una responsabilidad fundamental por parte del obispo y de las otras autoridades eclesiales. Por una parte, no deben ‘apagar el Espíritu’ como dice el apóstol Pablo, y acoger lo nuevo que surge en la Iglesia, pero por otra parte, deben saber discernir bien y quedarse con lo bueno, y no dar su reconocimiento a nada que sea dudoso de manipular a las personas y de no respetar su libertad.
“Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16-20)
Un criterio fundamental, evangélico, aunque ‘a posteriori’, para discernir si un grupo es una secta o no, es el de los frutos que produce en las personas que forman parte de él. Si hace a la persona más libre y más capaz de relaciones gratificantes con todos, no sólo con los miembros de su grupo; si la hace más compasiva, más capaz de llevar adelante sus compromisos de estudio y trabajo y en el ámbito social, hay muy buenas razones para pensar que no se trata de una secta. Si, en cambio, la persona se cierra cada vez más en sí misma y se comunica cada vez menos con los demás (excepto con los miembros de la misma secta); si abandona sus compromisos familiares, laborales y sociales, si se hace más egoísta e incapaz de compartir, hay que pensar en una secta destructiva.
Cómo evitar que nosotros o nuestros hijos terminemos en sectas destructivas
  • Conocer bien estas técnicas y no dejar que se le aplican a uno, y si uno lo permite porque cree que pueden ayudar en un momento dado, que sea con mucha precaución, sin perder el control racional, y quizás con una referencia externa, una persona de fuera equilibrada con la que se puede hablar, aunque digan que no se hable con nadie...
  • No ir a encerronas de la que uno no ha sido informado muy bien en qué van a consistir: “no te puedo decir en qué consiste, pero fíate...”. (No tomar o comer en ella cosas de las que se dude).
  • Ayuda psicológica seria cuando uno está atravesando una crisis vital, que es lo adecuado en estas circunstancias.
Síntomas de que uno está ‘enganchado’
  • Pérdida de sinceridad en todas las relaciones: se distingue cuando uno está hablando con miembros de su secta que es donde es aparentemente sincero teniendo con frecuencia una actitud conspiratoria, y cuando se relaciona con los demás, donde sus relaciones (incluso las familiares, las de los amigos de toda la vida, etc.) tienen sólo la finalidad de ganar adeptos, muchas veces usando el engaño y la mentira...
  • Ruptura o seria afectación de los lazos familiares: se desatienden los compromisos familiares que es el lugar verdadero y prioritario de la propia santificación.
  • Ruptura con los amigos de toda la vida...
  • Ruptura con la propia comunidad eclesial de origen: la parroquia, por ejemplo, que ya no se percibe como lugar donde vivir la fe y prestar el propio servicio, sino como un sitio donde ganar adeptos...
  • Pérdida de contacto con la vida real: trabajo, compromisos cotidianos, etc.
  • Posible pérdida de dinero
Qué hacer si uno ya está metido en una secta
  • Volver a escuchar la propia conciencia y hacerle caso; ella es la verdadera voz de Dios en nosotros; oírla cuando nos dice que algo no está bien...
  • Irse separando de esa realidad estableciendo amistades, relaciones y actividades externas; contacto con la vida real y los problemas cotidianos...
  • Romper la barrera de secretismo y atreverse a hablar con alguien de confianza, contando todo lo que nos preocupa y en lo que estamos metidos con detalle: cuando uno habla de ello se distancia y se da cuenta de lo absurdo que es...
  • Ayuda profesional, si necesario.
  • Informar a la competente autoridad eclesiástica, si es una institución que se define católica.
(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

lunes, 21 de marzo de 2011

“La pasión es el camino de la resurrección”

Homilía 20 de marzo 2011
II Domingo de Cuaresma (ciclo A)
San José, esposo de la Virgen María. Día del Seminario

A veces en la vida necesitamos algún signo, alguna experiencia que nos confirme que el camino que estamos recorriendo es el correcto, que lo que nos está pasando tiene sentido, que Dios no nos ha abandonado. Es verdad que algunas veces estemos como en el monte alto del evangelio de hoy y todo nos sale bien: estamos felices, contentos en nuestro trabajo y en nuestra familia, nuestras relacionas con los demás son gratificantes y todo parece bello y esperanzador. Decimos “Señor, ¡qué bien se está aquí!”. Querríamos quedarnos en ese lugar para siempre, acamparnos en él: “Si quieres, haré tres tiendas”. Sin embargo, otras veces, quizás la mayoría de ellas, nuestra vida es más complicada; vivimos entre dificultades, penas, lutos, enfermedades, contradicciones... Nos cuesta llegar a fin de mes con el dinero, pasamos de una cama de hospital a otra, quizás hemos sido heridos en nuestros sentimientos más profundos o vivimos en la oscuridad de la duda. Puede que a algunos de nosotros, como Abraham en la primera lectura, el Señor nos haya llamado a salir de nuestras seguridades y hacer un cambio radical y arriesgado en nuestra vida y ahora lo estamos pasando mal. O puede que nos cueste ‘tomar parte en los duros trabajos del Evangelio’, como pide San Pablo a su discípulo Timoteo en la segunda lectura, y no veamos en ello ningún sentido.
Sacrificio de Isaac: una mano sale de una nube negra
Mosaico de la sinagoga de Beit Alpha
                En estos momentos de duda y oscuridad en los que necesitamos que el Señor nos confirme que el camino que recorremos es el correcto, el que Él quiere para nosotros, a veces se nos concede esta enorme gracia. Es lo que les pasó a Pedro, Santiago y Juan en el evangelio de hoy. Jesús había anunciado poco antes su pasión y muerte, para después subir con ellos a un monte alto y transfigurarse ante sus ojos. Los apóstoles pudieron ver su gloria, percibir algo del misterio de su persona, de su divinidad. Hay también una voz que sale de una nube luminosa, la nube de la presencia misteriosa de Dios, que dice que Jesús es el Hijo, el amado, el predilecto. Aún más, están presentes Moisés y Elías, que también se encontraron con Dios en el monte y que representan la revelación contenida en el Antiguo Testamento, la Ley y los Profetas, que hablan con Jesús. Según el evangelio de Lucas, hablan de “su éxodo que iba a consumar en Jerusalén”. Los apóstoles bajaron del monte y volvieron a su vida ordinaria de luchas y contradicciones, de tomar parte junto con su Maestro en los ‘duros trabajos del evangelio’. Pero ahora estaban más preparados para lo que se avecinaba, ahora ya podían entender que la pasión y muerte de su Maestro no era una casualidad, una desgracia, sino que estaba escrito, era voluntad de Dios.
Así también para nosotros, aunque el Señor no nos conceda esta gracia y nos pida caminar en la oscuridad de la fe. Dice el prefacio de la misa de hoy, segundo domingo de cuaresma en el que siempre se proclama el evangelio de la transfiguración del Señor, prefacio en el que se nos da el motivo por el que damos gracias a Dios en la celebración, que el Señor “después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”. Para llegar a la resurrección hay que pasar por la pasión y la cruz. Este es el mensaje central de este segundo domingo de Cuaresma, mensaje que vale para nuestra vida y que aceptamos en la fe, aunque el Señor no nos conceda la gracia de tener un experiencia parecida a la de aquellos apóstoles privilegiados que confirme esta verdad.
Monte Tabor
Sin embargo, entre paréntesis, existe una forma de poder hacer una experiencia parecida a la de los tres apóstoles en el monte de la transfiguración. Es a través de la oración. En la oración, que es una de las obras de piedad que se nos invita a realizar en cuaresma, podemos ponernos ante la presencia de Dios, ante esa nube luminosa y escuchar al Hijo, leer la palabra de Dios, la Ley y los Profetas, y llegar poco a poco a ver nuestra vida con los ojos de Dios y no como la ve el mundo. Quizás descubramos con asombro que lo que nos pasa y no entendemos no es casual, sino querido o permitido por Dios para unirnos a Él. Que lo que para el mundo es un fracaso para Dios es una victoria. Que estamos en camino hacia el cielo y estamos pasando por esa puerta estrecha que tanto nos desespera a veces.
“La pasión es camino para la resurrección”, dice el prefacio de esta misa. No tenemos que ir a buscar la pasión y la cruz; acontece en nuestra vida cuando somos fieles a lo que el Señor nos pide. Cuando vivimos nuestra vocación y misión, siendo buenos padres y madres, cuidando de nuestra familia y transmitiendo la vida, educando a nuestros hijos, dando testimonio del amor de Dios en nuestra sociedad, ayudando a la Iglesia... También nos llega la pasión y la cruz cuando somos justos y honrados en nuestro trabajo, en una sociedad que muchas veces es perversa y valora sólo el dinero, el pisar a los demás, el ser ‘trepa’... Es verdad que en cuaresma también se nos pide que nos mortifiquemos para aprender bien esta lección. Se nos invita a que hagamos una experiencia más concreta y tangible de la cruz, para no quedarnos en vaguedades. Pero nuestra verdadera cruz y pasión es la que acontece en nuestra vida cuando vivimos siendo fieles a Dios y a su voluntad.
San José, cuya fiesta celebrábamos ayer, es modelo de todo esto. Él obedeció a lo que Dios le pedía, a la misión que se le encomendó, estuvo en el lugar que el Señor le había asignado. Tenía que cuidar de la Sagrada Familia y hacer las veces de padre de Jesús. Debía ser protector y custodio fiel de los dos principales tesoros del eterno Padre, su Hijo y María, como bellamente dice san Bernardino de Siena. Y así lo hizo, con toda humildad. Por eso san José es maestro de vida interior y nos enseña a vivir nuestra vida ordinaria, sobre todo el trabajo y la familia, pero también la vida sacerdotal de los que somos llamados a ella, con la cruz y pasión que conllevan, en unión con el Señor y como camino para llegar a la resurrección. Santa Teresa de Ávila, que puso su primer convento bajo el patrocinio de San José, decía que 'jamás pidió al santo Patriarca cosa alguna que él no se la concediese'. Pedimos hoy, con su poderosa intercesión, por los sacerdotes y las vocaciones sacerdotales. ¡Qué muchos jóvenes respondan con generosidad a la llamada a la santidad a través del ejericio del ministerio sacerdotal, haciéndose fieles custodios de los tesoros de Dios, como lo fue el esposo de María!