Homilía 20 de marzo 2011
II Domingo de Cuaresma (ciclo A)
San José, esposo de la Virgen María. Día del Seminario
San José, esposo de la Virgen María. Día del Seminario
A veces en la vida necesitamos algún signo, alguna experiencia que nos confirme que el camino que estamos recorriendo es el correcto, que lo que nos está pasando tiene sentido, que Dios no nos ha abandonado. Es verdad que algunas veces estemos como en el monte alto del evangelio de hoy y todo nos sale bien: estamos felices, contentos en nuestro trabajo y en nuestra familia, nuestras relacionas con los demás son gratificantes y todo parece bello y esperanzador. Decimos “Señor, ¡qué bien se está aquí!”. Querríamos quedarnos en ese lugar para siempre, acamparnos en él: “Si quieres, haré tres tiendas”. Sin embargo, otras veces, quizás la mayoría de ellas, nuestra vida es más complicada; vivimos entre dificultades, penas, lutos, enfermedades, contradicciones... Nos cuesta llegar a fin de mes con el dinero, pasamos de una cama de hospital a otra, quizás hemos sido heridos en nuestros sentimientos más profundos o vivimos en la oscuridad de la duda. Puede que a algunos de nosotros, como Abraham en la primera lectura, el Señor nos haya llamado a salir de nuestras seguridades y hacer un cambio radical y arriesgado en nuestra vida y ahora lo estamos pasando mal. O puede que nos cueste ‘tomar parte en los duros trabajos del Evangelio’, como pide San Pablo a su discípulo Timoteo en la segunda lectura, y no veamos en ello ningún sentido.
Sacrificio de Isaac: una mano sale de una nube negra Mosaico de la sinagoga de Beit Alpha |
En estos momentos de duda y oscuridad en los que necesitamos que el Señor nos confirme que el camino que recorremos es el correcto, el que Él quiere para nosotros, a veces se nos concede esta enorme gracia. Es lo que les pasó a Pedro, Santiago y Juan en el evangelio de hoy. Jesús había anunciado poco antes su pasión y muerte, para después subir con ellos a un monte alto y transfigurarse ante sus ojos. Los apóstoles pudieron ver su gloria, percibir algo del misterio de su persona, de su divinidad. Hay también una voz que sale de una nube luminosa, la nube de la presencia misteriosa de Dios, que dice que Jesús es el Hijo, el amado, el predilecto. Aún más, están presentes Moisés y Elías, que también se encontraron con Dios en el monte y que representan la revelación contenida en el Antiguo Testamento, la Ley y los Profetas, que hablan con Jesús. Según el evangelio de Lucas, hablan de “su éxodo que iba a consumar en Jerusalén”. Los apóstoles bajaron del monte y volvieron a su vida ordinaria de luchas y contradicciones, de tomar parte junto con su Maestro en los ‘duros trabajos del evangelio’. Pero ahora estaban más preparados para lo que se avecinaba, ahora ya podían entender que la pasión y muerte de su Maestro no era una casualidad, una desgracia, sino que estaba escrito, era voluntad de Dios.
Así también para nosotros, aunque el Señor no nos conceda esta gracia y nos pida caminar en la oscuridad de la fe. Dice el prefacio de la misa de hoy, segundo domingo de cuaresma en el que siempre se proclama el evangelio de la transfiguración del Señor, prefacio en el que se nos da el motivo por el que damos gracias a Dios en la celebración, que el Señor “después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”. Para llegar a la resurrección hay que pasar por la pasión y la cruz. Este es el mensaje central de este segundo domingo de Cuaresma, mensaje que vale para nuestra vida y que aceptamos en la fe, aunque el Señor no nos conceda la gracia de tener un experiencia parecida a la de aquellos apóstoles privilegiados que confirme esta verdad.
Monte Tabor |
Sin embargo, entre paréntesis, existe una forma de poder hacer una experiencia parecida a la de los tres apóstoles en el monte de la transfiguración. Es a través de la oración. En la oración, que es una de las obras de piedad que se nos invita a realizar en cuaresma, podemos ponernos ante la presencia de Dios, ante esa nube luminosa y escuchar al Hijo, leer la palabra de Dios, la Ley y los Profetas, y llegar poco a poco a ver nuestra vida con los ojos de Dios y no como la ve el mundo. Quizás descubramos con asombro que lo que nos pasa y no entendemos no es casual, sino querido o permitido por Dios para unirnos a Él. Que lo que para el mundo es un fracaso para Dios es una victoria. Que estamos en camino hacia el cielo y estamos pasando por esa puerta estrecha que tanto nos desespera a veces.
“La pasión es camino para la resurrección”, dice el prefacio de esta misa. No tenemos que ir a buscar la pasión y la cruz; acontece en nuestra vida cuando somos fieles a lo que el Señor nos pide. Cuando vivimos nuestra vocación y misión, siendo buenos padres y madres, cuidando de nuestra familia y transmitiendo la vida, educando a nuestros hijos, dando testimonio del amor de Dios en nuestra sociedad, ayudando a la Iglesia... También nos llega la pasión y la cruz cuando somos justos y honrados en nuestro trabajo, en una sociedad que muchas veces es perversa y valora sólo el dinero, el pisar a los demás, el ser ‘trepa’... Es verdad que en cuaresma también se nos pide que nos mortifiquemos para aprender bien esta lección. Se nos invita a que hagamos una experiencia más concreta y tangible de la cruz, para no quedarnos en vaguedades. Pero nuestra verdadera cruz y pasión es la que acontece en nuestra vida cuando vivimos siendo fieles a Dios y a su voluntad.
San José, cuya fiesta celebrábamos ayer, es modelo de todo esto. Él obedeció a lo que Dios le pedía, a la misión que se le encomendó, estuvo en el lugar que el Señor le había asignado. Tenía que cuidar de la Sagrada Familia y hacer las veces de padre de Jesús. Debía ser protector y custodio fiel de los dos principales tesoros del eterno Padre, su Hijo y María, como bellamente dice san Bernardino de Siena. Y así lo hizo, con toda humildad. Por eso san José es maestro de vida interior y nos enseña a vivir nuestra vida ordinaria, sobre todo el trabajo y la familia, pero también la vida sacerdotal de los que somos llamados a ella, con la cruz y pasión que conllevan, en unión con el Señor y como camino para llegar a la resurrección. Santa Teresa de Ávila, que puso su primer convento bajo el patrocinio de San José, decía que 'jamás pidió al santo Patriarca cosa alguna que él no se la concediese'. Pedimos hoy, con su poderosa intercesión, por los sacerdotes y las vocaciones sacerdotales. ¡Qué muchos jóvenes respondan con generosidad a la llamada a la santidad a través del ejericio del ministerio sacerdotal, haciéndose fieles custodios de los tesoros de Dios, como lo fue el esposo de María!
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