miércoles, 22 de mayo de 2013

Mi sacerdocio y el misterio de la elección divina



Homilía de la Misa de acción de gracias en el XXV aniversario de la ordenación sacerdotal
Parroquia Santa Catalina de Alejandría, Madrid,  21 de mayo 2013

Jer 20, 7-90: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”
Sal 116: “Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor”
2 Co 4, 1-12: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor”
Jn 15, 12-17: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”


Lo primero que quiero hacer es dar las gracias de todo corazón a los que habéis querido
acompañarme en este momento de oración, de fiesta, para esta misa de acción de gracias con ocasión de mis XXV años de sacerdocio. Os lo agradezco de verdad. Me emociona mucho constatar la estima que tiene el pueblo fiel de Dios, como lo ama llamar el papa Francisco, del ministerio sacerdotal. Cuando empecé a pensar en este aniversario y el modo de organizarlo, no le di en principio mucha importancia, pero la reacción de las personas a las que se lo iba comentando me sorprendió y conmovió; a veces los miembro del pueblo de Dios valoran mucho más lo que somos y hacemos los sacerdotes que nosotros mismos. Es una manifestación de ese “sentido de la fe” de los fieles, del que hablaba el Concilio Vaticano II, que viene de compartir el sentir de Dios y que tienen las personas humildes. Aunque no puedo nombrar a todos, sí quiero nombrar a algunos de los que están aquí presentes también en representación de los demás, ya que no se debe ser genéricos en las cosas del afecto y el cariño; y esto aunque corra el riesgo de no decir el nombre de personas que saben que las quiero mucho y que les agradezco enormemente su presencia. Sin seguir ningún orden, ni de importancia, ni de cariño, agradezco la presencia de mi familia, de mi madre, mis hermanos y sobrinos, y estoy seguro de que mi padre, al que considero un santo y al que le debo mucho, también está presente desde el cielo. También agradezco la presencia de los amigos sacerdotes José María Serrano y José Luis González Novalín, que han venido desde Roma y que me acompañaron hace 25 años en mi ordenación y primera misa; don Elías Yánez, arzobispo emérito de Zaragoza, compañero de estudios y amigo de mi padre; D Justo Bermejo, vicario  para el clero en Madrid; D. Gil González, vicario episcopal de nuestra zona; D. Felipe Redondo, compañero mío en esta parroquia; P. Abdon, sacerdote de este arciprestazgo de Barajas; Juan Miguel Díaz Rodelas amigo y compañero de estudios en Roma.... También está presente y me alegra mucho que lo esté, Diego Teruel, pastor del la Iglesia Evangélica Española. También agradezco la presencia de los feligreses de esta parroquia de Santa Catalina de Alejandría en la que llevo 14 años ejerciendo de párroco y en la que me he sentido muy a gusto y me siento muy querido. Agradezco también la presencia de todos los demás, familiares y amigos y también la cercanía de muchos que no pueden estar aquí hoy pero me han manifestado por distintos medios su cariño y aprecio. A todos gracias, con un especial recuerdo para las personas enfermas.

He elegido los textos bíblicos para esta Eucaristía en consonancia con una convicción personal que
después de estos 25 años de sacerdocio se ha vuelto cada día fuerte, más clara, que se refiere al misterio de la vocación, de la llamada, de la elección divina, y que está claramente expresada en el evangelio que acabamos de escuchar: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca”. Después de estos 25 años, puedo decir que mi sacerdocio lo vivo realmente como un misterio, como algo que me viene de fuera, casi impuesto, a veces quizás no querido, y sin embargo algo que me siento obligado a ser y a ejercer a pesar de mis miserias y graves pecados. Cada vez soy más consciente de que no he sido yo quien ha elegido ser sacerdote; más bien, si hubiera hecho caso a mi propio ‘yo’, habría elegido algo muy distinto, y lo continuaría haciendo si dejo prevalecer ese ‘yo’ no redimido que seguimos llevando dentro los bautizados. Por eso, cuando me piden hablar de mi vocación me cuesta hacerlo, porque es verdaderamente un misterio no expresable con palabras. La historia que se cuenta no refleja el misterio que se vive. La gracia se cuela a través de acontecimientos muchas veces banales y sin relación aparente con el desenlace final. Lo único que realmente puedo decir es que soy sacerdote porque siento en lo más profundo de mi ser, a veces de forma egosintónica, como diríamos los psicólogos, pero muchas veces también de forma egodistónica, que lo ‘debo’ ser, con ese sentido de la palabra ‘deber’ que en la Escritura está relacionado con la voluntad de Dios.

El texto de Jeremías de la primera lectura, junto con esa queja a Dios por lo mal que lo está pasando
el profeta, revela esa dialéctica entre seducción y lucha tan característica del modo en que algunos vivimos nuestra elección, que nunca se percibe como un privilegio. Por un lado, el profeta se rebela, se queja, a causa de la persecución que conlleva su misión y quiere dejar de llevarla a cabo, olvidarse de ella, y de paso también del Señor que piensa lo ha engañado, pero al mismo tiempo siente que no puede, que hay algo dentro de él que es más fuerte, que lo impele, un fuego que no puede apagar: “Había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía”. A veces, medio en broma, he dicho a personas muy cercanas que “soy sacerdote contra mi voluntad”; aunque no es del todo correcta la frase, tiene algo de verdad. Refleja esa dialéctica entre seducción y resistencia, entre elección y huida, que san Agustín decía que podía solo entender el enamorado, el que experimenta esa desgarradora situación de sentirse al mismo tiempo libre y esclavo. “Da mihi amantem et sentit quod dico”, “dame alguien que ama y sentirá -entenderá- lo que digo”, decía el santo doctor de la Iglesia refiriéndose a la relación entre la libertad del hombre y la gracia de Dios.

De la segunda lectura saqué el lema de mi ordenación sacerdotal que he vuelto a imprimir en el
recordatorio de la celebración de hoy porque para mí conserva toda su verdad y vigencia: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús”. El centro de nuestra vida, de los que decimos y hacemos, no somos nosotros sino Jesucristo, a quien reconocemos como Señor. Esta centralidad de Cristo en nuestro hablar y obrar es la que marca y da sentido a todo. Cuando perdemos esta referencialidad poniéndonos a nosotros mismos en el centro todo se viene abajo y queda la nada. Pablo nos recuerda que este tesoro lo llevamos “en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”. ¡Qué frágiles somos! Basta muy poco para hacernos caer y que todo se haga pedacitos. Sin embargo, hacemos también constantemente experiencia de la fuerza de Dios en nuestra debilidad, de la eficacia de su gracia no obstante nuestros pecados. Recientemente he leído unas palabras del papa Francisco que para mí son muy consoladoras. Hablando de ese texto del final del evangelio de Juan del primado de Pedro, comenta lo siguiente:

"Una vez supe de un sacerdote, un buen párroco que trabajaba bien; fue nombrado obispo, y el
sentía vergüenza porque se sentía indigno, tenía un tormento espiritual. El confesor le escuchó y le dijo: ‘Pero no te escandalices. Si con lo que hizo Pedro lo hicieron papa, ¡tú adelante!’. Es que el Señor es así."

El Salmo 116, con el que hemos rezado en respuesta a la primera lectura, ha tenido y sigue teniendo mucha importancia en mi vida sacerdotal. El salmista habla de su experiencia de ser salvado en un momento de desesperación y desilusión, quizás de una enfermedad grave. Como agradecimiento por la liberación obtenida dice que ‘alzará la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor’. Yo tuve esta experiencia en un momento muy difícil de mi vida, de ser salvado por el Señor después de haberlo invocado, y por eso hoy sigo levantando esa copa de salvación y ‘cumplo mis votos en presencia del todo el pueblo’. Como yo, creo que también muchos de vosotros habéis tenido esta experiencia, como la tuvo el pueblo de Israel al salir de Egipto y los apóstoles cuando se encontraron con Jesús resucitado. Por eso hoy alzamos juntos en esta Eucaristía la copa de salvación con la sangre del cordero sin macha que quita el pecado del mundo.

Desde hace dos años se me ha confiado en la Conferencia Episcopal Española el Secretariado para
Icono de los mártires de Tibhirine
pintado por hermanas carmelitas de Polonia
las Relaciones Interconfesionales, debiendo ocuparme de ecumenismo y diálogo interreligioso. De los muchos correos electrónicos de felicitación que he recibido con motivo de este aniversario, me impactó mucho uno de José Luis Navarro, monje trapense de la comunidad de Nuestra Señora del Atlas, que conocí en un encuentro interreligioso monástico. En su correo me hace notar que hoy también es el aniversario de la muerte de sus siete hermanos de Tibhirine (Argelia), martirizados en 1996. En el testamento espiritual de uno de ellos, el padre Christian Marie Chergé, abad entonces del monasterio, podemos encontrar un testimonio muy esclarecedor de lo que significa elección y fidelidad a ella. Estos monjes no buscaban el martirio, ni tampoco excentricidades, pero sentían, aún con dolor, que debían permanecer en ese lugar conscientes de lo que podía pasar y que de hecho pasó. Vivieron con autenticidad el misterio de su elección divina al martirio. A ellos hoy me encomiendo.

Vamos a pedirle al Señor, con la intercesión de María, que aprendamos a hacer su voluntad, aunque nos cueste, viviendo con autenticidad el gran misterio de haber sido elegidos por él. ¡Amén!

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

martes, 14 de mayo de 2013

La inescindible relación entre Jesús y la Iglesia



Homilía Domingo 12 de mayo de 2013
Solemnidad de la Ascensión del Señor
Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
Memoria de san Nereo, san Aquiles y san Pancracio

            Es frecuente escuchar expresiones como “Jesús sí, Iglesia no”, o “creo en Jesús, pero no en la
Edículo de la Ascensión
Monte de los Olivos - Jerusalén
Fuente de la imagen: wikipedia.org 
Iglesia”, y es preciso reconocer que como Iglesia local y universal, como determinada expresión concreta e histórica de la Iglesia, como cristianos, no damos muchas veces un testimonio límpido de Jesús, lo que justifica parcialmente que se hagan este tipo de afirmaciones. Sin embargo, cuando profundizamos en los textos bíblicos y en la vida y la enseñanza de Jesús, nos damos cuenta que la relación entre Jesús y la Iglesia es inescindible. Lo ha recordado recientemente también el papa Francisco, en un discurso a las participantes en la Asamblea Plenaria de la Unión de Superioras Generales, el pasado 8 de mayo en Roma. Parafraseando a su vez unas palabras de su antecesor Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi sobre la evangelización en el mundo contemporáneo, les decía: “Es una dicotomía absurda pensar de vivir con Jesús pero sin la Iglesia, de seguir a Jesús pero fuera de la Iglesia, de amar a Jesús sin amar a la Iglesia” (cfr. EN, 16).

            Este nexo íntimo entre Jesús y la Iglesia se manifiesta muy claramente en las lecturas que se no han proclamado hoy, en esta Solemnidad de la Ascensión del Señor. Hemos escuchado dos relatos del mismo acontecimiento escritos por el mismo autor, ya que según la tradición y también la mayoría de los estudiosos modernos, el evangelio de Lucas y el Libro de los Hechos de los Apóstoles son dos partes de una misma obra. Sin embargo, la narración de este acontecimiento en los dos Libros es diferente. Resumiendo mucho, diríamos que el relato de la ascensión al final del evangelio de Lucas es más cristológico, se centra más en Jesús, hace referencia directa a su persona y su misión, mientras que el del Libro de los Hechos de los Apóstoles es más eclesiológico, se centra más en la Iglesia, en su ser y misión, y esto indica la íntima relación que existe entre el Señor y su Iglesia para este autor sagrado. La Iglesia nace por iniciativa de Jesús y es enviada por él, no surge de una contingencia histórica. El evangelio de san Lucas se cierra con alegría en la ciudad santa y en el templo del mismo modo en que había empezado y en el mismo lugar, con Jesús que lleva a cabo su obra volviendo a Aquel que él llamaba su Padre, siendo reconocido como Señor por los discípulos que se postran ante él, y bendiciendo a los suyos como sumo sacerdote. El relato del Libro de los Hechos de los Apóstoles, en cambio, comienza donde el evangelio termina, en Jerusalén, pero ahora el protagonismo lo tiene la Iglesia, cuyo tiempo empieza. Ahora es la hora de la misión, de ser testigos del Señor, “en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta el confín de la tierra”. Este libro del Nuevo Testamento es el relato de esta misión que comienza en la ciudad santa y termina en Roma, capital entonces del imperio romano, confín de la tierra entonces conocida. En este relato de la ascensión, mientras Jesús se va marchando, a los apóstoles que miran fijos al cielo se les presentan dos hombres vestidos de blanco que les dicen: ‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse”. Ahora les toca a ellos ser testigos de lo que han visto; deben pasar de una actitud de gozosa adoración a ir por los caminos del mundo a anunciar la buena noticia hasta el día de la Parusía.

            El contenido fundamental de la buena noticia que deben anunciar a todas las naciones se nos dice en
El papa Pablo VI
el evangelio de hoy. Los discípulos están llamados a ser testigos de lo que han presenciado y proclamar “la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos”. La finalidad principal de la obra de Jesús, de su muerte y resurrección, es el perdón de los pecados, como ya él había anticipado en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su vida pública, hablando de la liberación que traería el año de gracia que con él comenzaba. En Cristo se nos ofrece el perdón de los pecados, que conseguimos mediante la conversión, el arrepentimiento, la penitencia, cambiando nuestra forma de pensar y actuar y recibiendo los sacramentos de la salvación. Por eso, no podemos separar a Jesús de la Iglesia. Su mensaje, su obra, el perdón de los pecados, la salvación, nos llegan a través de la Iglesia, y es así porque él lo quiso. Querer acercarse al Señor fuera de la Iglesia es construirse un Jesús a propia medida, según las propias apetencias, desligado de su realidad histórica y de lo que quiso e hizo.

            Sin embargo, también es verdad que la Iglesia y cada uno de nosotros debemos dar un testimonio
Fuente de la imagen: sobreconceptos.com
coherente de Jesús, debemos ser medios y no obstáculos para llegar a él. Y esto es algo que nos implica a todos, según la responsabilidad y los dones que hayamos recibido. Hay un concepto que aparece tanto en el evangelio de este día, como en el relato del Libro de los Hechos de los Apóstoles de la ascensión, que es el de ser ‘testigos’. Los apóstoles son los testigos cualificados de la resurrección; a los que estaban presentes en esa última aparición del Señor que narra el evangelio de Lucas les dice el Resucitado: “Vosotros sois testigos de esto”. En la importante Exhortación Apostólica de Pablo VI que citábamos antes, encontramos la célebre frase de Pablo VI de que “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan..., o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio (EN, 41). El testigo habla de algo que ha visto, que ha presenciado, no de algo que ha aprendido y, en nuestro caso, habla de ello más con las obras que con las palabras; su misma vida da testimonio de la verdad de la resurrección.

            Esto vale de un modo especial para los mártires. Hoy se hace memoria de tres de ellos muertos en la persecución de Diocleciano: Pancracio, Nereo y Aquiles. Dos de ellos, Nereo y Aquiles, eran soldados que, al abandonar el ejército al convertirse a la fe, fueron condenados a muerte. En la lectura del Oficio de la memoria de estos dos testigos de la fe, se lee un texto de san Agustín que habla del cuerpo de Cristo como un todo, incluyendo la cabeza y los miembros, al Señor y a los fieles, idea que encontramos también en la segunda lectura de hoy. Los miembros deben completar en su carne lo que falta a la pasión del Señor, ya que “la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo”. Del mismo modo su ascensión, su glorificación, no se limita solamente a él, sino alcanza todos los miembros del cuerpo. Este es otro de los significados importantes de la solemnidad de la ascensión que nos abre a la esperanza, ya que, como hemos rezado en la Oración colecta, “la ascensión de Jesucristo…. es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo”.

            En este día también celebramos la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, este año con el lema: “Redes sociales: portales de verdad y de fe; nuevos espacios para la evangelización”. En el mensaje para esta Jornada que Benedicto XVI había firmado el 24 de enero de 2013, fiesta de san Francisco de Sales, el hoy papa emérito nos invitaba a reflexionar sobre el desarrollo de las redes sociales y las oportunidades que ofrecen para la evangelización. ¡Qué sepamos utilizar bien estos medios siendo testigos valientes y auténticos de la resurrección del Señor!

martes, 7 de mayo de 2013

Tomar decisiones de acuerdo con el Espíritu Santo


Homilía Domingo 5 de mayo de 2013
VI Domingo de Pascua (ciclo C)
Domingo de Pascua para ortodoxos y orientales
Día de la Madre en España

Muchas veces en la vida estamos obligados a tomar decisiones importantes, decisiones que
Fuente de la imagen: the-spiritual-coach.com
 condicionarán de modo prácticamente irreversible nuestro futuro, como elegir una carrera, o casarnos y casarnos con esa determinada persona , o aceptar una oferta de trabajo –cuando tenemos la suerte de que nos lleguen y de poder elegir-, o ir a vivir a otro país... No tenemos más remedio que tomar una decisión porque el tiempo apremia y querríamos que fuera la mejor posible. Si somos cristianos querríamos también que esa decisión fuera según la voluntad de Dios, que la tomáramos teniéndole presente a él, unidos a él, discerniendo lo que quiere de nosotros, conscientes de que es un Padre bueno que desea lo mejor para sus hijos, como cualquier padre o madre, hoy que es el día de la madre en España, día para reconocer y agradecer lo mucho que han hecho y hacen por nosotros y lo importante que son en nuestras vidas. Como cristianos desearíamos que las decisiones que tomamos sean acordes a lo que el Señor tiene pensado, a su designio.

Esto que nos pasa a nosotros en momentos decisivos de nuestra vida, salvando las distancias, le pasa también a la Iglesia. A lo largo de sus más de dos mil años de historia ha tenido que tomar decisiones difíciles que implicaban un giro importante. Hoy, por ejemplo, muchos hermanos nuestros que siguen el calendario juliano, especialmente los ortodoxos, celebran la Pascua de Resurrección, y sabemos que la fecha de la celebración de esta fiesta fue una de las determinaciones que tuvo que tomar la Iglesia en sus primeros años. Así también tuvo que decidir acerca del canon de los libros inspirados que entrarían a formar parte de la Biblia, o de su estructura, o más recientemente, en el Concilio Vaticano II, acerca de su relación con el mundo, con los cristianos separados y con las otras religiones.

Una de esas decisiones importantes que tuvo que tomar la Iglesia pocos años después de la muerte
Mosaico absidal de la Basílica de Santa Prudenciana (Roma)
Fuente de la imagen: elpuente.org.mx 
y resurrección del Señor – para varios estudiosos la más importantes de toda su historia – se nos narra en la primera lectura de este domingo, del Libro de los Hechos de los Apóstoles. En ella se habla de un momento crucial en el que la Iglesia fue llamada a decidir acerca de su identidad en referencia a su matriz judía y a tomar conciencia del significado del acontecimiento pascual, de su novedad en la historia de la salvación. Los primeros discípulos del Señor eran judíos y entendían su nueva identidad cristiana en continuidad con su ser judíos, como el cumplimiento de la fe y de las expectativas de su padres: Jesús con su resurrección ha mostrado ser el Mesías esperado que lleva a plenitud la ley de Moisés y permite cumplirla y que ha inaugurado los tiempos finales de la salvación, salvación que llegará a todos los pueblos por medio de Israel. Sin embargo, en Antioquía de Siria se había comenzado a predicar la buena noticia de Jesús también a los paganos y esto llevaba a la pregunta de qué hacer con ellos: ¿tenían que hacerse antes judíos para poder ser cristianos o no era necesario? ¿El cristianismo, aunque nace en el contexto de la religión judía, es algo fundamentalmente nuevo y distinto, o tiene que permanecer dentro del judaísmo? Para aclarar esto se consideró necesario que algunos ‘subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia’, y así se hizo. Y los apóstoles reunidos en lo que muchos han considerado ser el primer Concilio de la Iglesia, celebrado en Jerusalén alrededor del año 50, tomaron una decisión, conscientes de tomarla en unión con el Espíritu Santo, y que tan importante ha sido para el desarrollo posterior del cristianismo. Si estamos nosotros aquí hoy, sin ser de origen judío, se debe también a esa decisión tomada hace dos mil años por los apóstoles en Jerusalén. “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”, escriben a los cristianos de Antioquía.

Este relato, unido al evangelio que se nos ha proclamado, nos ofrece una enseñanza valiosa acerca
San Ignacio de Loyola
Fuente de la imagen: jesuitas.org.uy
de la toma de las decisiones importantes de nuestra vida. El evangelio de este sexto domingo de Pascua, estando ya próxima la fiesta de Pentecostés, nos habla del Espíritu Santo y su función en la vida de los creyentes, de los que guardan la palabra del Señor. Jesús promete una inhabitación de él y del Padre en el alma del discípulo: “El que me ama guardará mi  palabra, y el Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Esta presencia de Dios en la interioridad del cristiano tiene lugar a través del Espíritu Santo. Es él quien nos recuerda las enseñanzas de Jesús, el que nos lleva a entenderlas e interiorizarlas y a aplicarlas en nuestra vida. Por eso, al tomar decisiones importantes, debemos hacerlo en unión con Espíritu, de acuerdo con lo que nos sugiere, dejándonos conducir por él, como hicieron los apóstoles en el Concilio de Jerusalén. Y para poder hacer esto tenemos que tener una cierta familiaridad con el Paráclito, con su presencia en nosotros, con sus sugerencias, con el discernimiento de los espíritus. Uno de los instrumentos más útiles para la vida cristiana y que mayor frutos de santidad ha dado a los largo de los siglos son los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. En ellos se enseña al ejercitante a tomar decisiones y enmendar su vida de acuerdo con las ‘mociones’ del Espíritu y a saber discernir lo que viene de él de lo que procede del espíritu malo, del “enemigo de natura humana”. Las reglas y consejos que propone san Ignacio forman ya parte del patrimonio de la Iglesia y atestiguan que es posible tomar decisiones, no solo por nuestra cuenta, sino también atendiendo a los que nos sugiere el Espíritu Santo. ¡Qué importante es esto! ¡Cómo, si lo hubiéramos sabido, nos habría evitado tantos extravíos! Sin embargo, el fundador del los jesuitas también nos enseña que nunca es tarde, que siempre estamos a tiempo para enmendarnos y para empezar una nueva vida, fiel a la voluntad del Señor y que busque solo su gloria. 

martes, 23 de abril de 2013

Dios es algo tan grande que nada mayor puede ser pensado



Homilía Domingo 21 de abril de 2013
IV Domingo de Pascua (ciclo C) - Domingo del Buen Pastor
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
Memoria de san Anselmo, obispo y doctor de la Iglesia
2765 cumpleaños de Roma

            Una de las cosas que más nos ayudan a crecer en nuestra vida cristiana es familiarizarnos con la vida
San Anselmo de Canterbury
Fuente de la imagen: blogs.anselm.edu 
de los grandes santos. La sociedad consumista en la que vivimos nos propone continuamente de forma explícita, y mucho más frecuentemente de forma implícita, modelos de personas a seguir para alcanzar el éxito y la felicidad que bien sabemos lo engañosos que pueden ser. Tener presente la vida de los grandes santos nos ayuda a contrarrestar esto, proponiéndonos a nosotros mismos modelos auténticos de una existencia cristiana y humana vivida en plenitud.

            Entre los grandes santos de la Iglesia, hoy, 21 de abril, hacemos memoria de san Anselmo, obispo y doctor de la Iglesia, una de las figuras más ilustres del siglo XI, un hombre verdaderamente europeo: nacido en Aosta, Italia, monje de la Abadía benedictina de Bec en Normandía, Francia, y finalmente obispo de Canterbury y primado de la Iglesia de Inglaterra. Fue un gran pastor, un gran teólogo y un gran místico. Una persona verdaderamente fascinante que nos incita a una vida cristiana más auténtica y valiente.

Como pastor defendió la libertad de la Iglesia contra las injerencias indebidas de los poderes civiles, especialmente de los reyes. Sabía bien que ‘la esposa de Cristo es libre y no esclava’; una expresión favorita suya era que “nada amaba tanto Cristo en este mundo como la libertad de la Iglesia”. Esto le llevó a ser perseguido y a sufrir el destierro. Sin embargo, cuando pudo volver a Inglaterra después de que le rey Enrique I renunciara a su pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas y de confiscar los bienes de la Iglesia, fue acogido con mucho júbilo por el pueblo y el clero.

Catedral de Canterbury
Como teólogo fue el fundador de la escolástica que tan importante fue y sigue siendo para el pensamiento de la Iglesia. Gracias a este método de aproximación al misterio de Dios y de Cristo surgieron las grandes aportaciones teológicas de santo Tomás de Aquino, de san Buenaventura, de Duns Scoto, etc. En este método se parte del dato de la fe y se intenta comprenderlo mejor utilizando la razón: "No pretendo, Señor, penetrar en tu profundidad -decía-, porque no puedo ni siquiera de lejos confrontar con ella mi intelecto; pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco entender para creer, sino que creo para entender". Las expresiones ‘creer para entender’, ‘fe que busca el entendimiento’, fides quaerens intellectum, indican lo que caracteriza este método: partir del dato de la fe para aclararlo con la razón. En línea con esto san Anselmo propuso la famosa prueba ontológica de la existencia de Dios, defendida con entusiasmo por muchos pensadores y que tiene también no pocos detractores. Este argumento se basa en el concepto ‘innato’ que tenemos de Dios como de aquello de lo que no se puede pensar nada que sea mayor. Si esto es verdad, se debe predicar de él también la existencia, no solo en la mente de la persona que tiene tal concepto, sino en la realidad misma, ya que si no fuera así se podría pensar en algo que fuera mayor. Si esta prueba la consideramos a nivel solo argumentativo y racional no es válida, ya que tener un concepto de algo en nuestra mente no implica que existe. Sin embargo, partiendo de la idea de san Agustín del Dios intimior intimo meo –más íntimo a mi ser que yo mismo-, y partiendo de una fe inicial aunque no tematizada, esta prueba no sólo es válida, sino que nos orienta hacia una profunda experiencia de Dios.

De ahí que la tercera faceta de san Anselmo sea la que lo resume todo y nos da la clave fundamental
Mensaje para la Jornada de este año de Benedicto XVI
para entender su rica personalidad, es decir su dimensión mística, su profunda experiencia de Dios que marcó toda su vida a partir de un sueño que tuvo cuando era niño y que, no obstante su vida disipada de los primeros años de juventud, se hizo realidad al encontrarse con  Lanfranco de Pavía que lo llevó a hacerse monje en el monasterio de Bec. San Anselmo acoge el dato de la fe como un don, con humildad, para después hacerlo experiencia de vida, encarnarlo, y llegar así a una intuición contemplativa del misterio de Dios. Este camino para llegar a la experiencia mística, a la intuición contemplativa de los misterios de nuestra fe, es válido para todos los cristianos, y puede que hoy sea casi una necesidad. Decía el gran teólogo Karl Rahner que el ‘cristiano del siglo XXI o será un místico o no será'.

Este cuarto domingo de Pascua se llama también el domingo del ‘buen pastor’ porque se nos proclama una parte de capítulo 10 del evangelio de san Juan en el que encontramos esta imagen, o comparación, que se pone en los labios de Jesús para hablar de él y de su relación con nosotros. Puede que esta imagen no nos resulte muy familiar a nosotros, sin embargo tiene profundas raíces bíblicas y un importante significado existencial-relacional. En Jesús se cumplen las profecías mesiánicas de un pastor que apacentara según el sentir de Dios, único y verdadero pastor del pueblo elegido. Jesús es el pastor bueno -ó kalós-, bello, que quiere de verdad a sus ovejas, que las conoce a cada una por su nombre, que las cuida y protege y las conduce a los buenos pastos. Las ovejas también lo conocen a él; reconocen su voz entre otras; se fían de él.



Loba capitolina
Este domingo del buen pastor es también la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Nos unimos a toda la Iglesia pidiendo al ‘dueño de la mies que mande obreros a su mies’. Sabemos la necesidad que hay de pastores, de buenos pastores. También rezamos por los pastores que el Señor nos ha dado para que cumplan su misión con fidelidad y valentía. ¡Qué importante es para nuestra vida cristiana encontrarnos con buenos pastores que nos sepan conducir a la vida eterna, como lo fue para Anselmo encontrarse con Lanfranco!

Entre los pastores de la Iglesia ocupa un puesto destacado el que sucede a san Pedro como obispo de Roma. Hoy, 21 de abril, que es el día en que se celebra el cumpleaños de la ciudad eterna, rezamos especialmente por él, por el papa Francisco.

viernes, 19 de abril de 2013

El primado de Pedro: querido por Jesús y fundado en el amor



Homilía Domingo 14 de abril de 2013
III Domingo de Pascua (ciclo C)

Desde el pasado 11 de febrero, día en que Benedicto XI hizo pública su renuncia al “ministerio de
obispo de Roma, sucesor de san Pedro”, al constatar que sus ‘fuerzas por su avanzada edad ya no se
Papa Francisco y Benedicto XVI
Fuente de la imagen: vivienna.it
correspondían con las de un adecuado ejercicios del ministerio petrino’, hemos vivido momentos muy intensos de vida eclesial. Como miembros de la Iglesia hemos sido testigos de acontecimientos que nos afectan directamente y que hemos acompañado con nuestra oración: la renuncia, la sede vacante, el cónclave, la elección del papa Francisco y su primer mes de pontificado. El hecho de que todo esto nos toque tan de cerca, sea tan importante para nuestra vida, se debe principalmente a la función que ejerce el sucesor de san Pedro, al encargo que el Señor dio a este apóstol y que se transmite, según creemos los católicos, a su sucesor como obispo de Roma. Y del encargo que Jesús a dio a Pedro, de su primado, nos habla el evangelio de este tercer domingo de Pascua.

                En el último capítulo del evangelio de Juan , a modo de epílogo, encontramos el relato de una aparición, la tercera que se narra en este evangelio, que tiene lugar en Galilea, en el contexto de una comida que sigue a una pesca milagrosa y precede el encargo que el Señor da al apóstol Pedro. Es un relato que pretende indicar el fundamento del papel que desempeñan Pedro y el ‘discípulo amado’ en la primera comunidad cristiana. En esta aparición hay muchos elementos que recuerdan el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea y la vocación de los primeros apóstoles: el lago, la pesca milagrosa, la multiplicación de los panes… Otros hacen referencia a la vida y a la misión de la Iglesia: la barca de Pedro, los peces, la red que no se rompe aunque contenga un gran número de peces –número que tiene un significado simbólico difícil de precisar -, las alusiones a la Eucaristía… Sin embargo, el diálogo entre Jesús y Pedro ocupa un lugar destacado en este epílogo del cuarto evangelio e ilumina mucho el momento eclesial que estamos viviendo.

                Jesús le pregunta a Pedro por tres veces si lo ama: ¿me amas tú? Es una pregunta franca del
Cristo y los apóstoles en la barca representando a la Iglesia que a través
de la historia lleva adelante la obra de la salvación
P. Rupnik - Centro Aletti
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Señor muerto y resucitado, del que había pasado por la ignominia de la pasión y de la cruz, del que había entregado su vida por él. La respuesta de Pedro ya no puede referirse a un amor entusiasta inicial, sino tiene que ser la de un amor maduro, un amor incondicional, un amor que responde al que el Señor ha mostrado por él. Cuando Jesús le pregunta por tercera vez a Pedro si le quiere, el apóstol se entristece, quizás porque en ese momento recuerda su triple negación. Descubre así, a la vez, su miseria y el gran amor de Jesús que se carga con su pecado y lo redime, ofreciéndole la posibilidad de una nueva relación mucho más profunda, capaz de asumir y superar la traición. El amor que ahora Pedro manifiesta por Jesús es el de un pecador perdonado, de uno que ha descubierto la grandeza de la misericordia del Señor, de uno que ahora conoce el sentido y la verdad de la cruz. El amor que Jesús le pide a Pedro y que el apóstol dice tener es el de un amor que ha pasado por le experiencia pascual de muerte y resurrección y que ya es tan maduro y pleno que está dispuesto también al martirio: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieres. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios”. En la primera lectura vemos como Pedro anuncia con valentía ante el Sanedrín el misterio de Cristo y sale contento de ser ultrajado por el nombre de Jesús. Aún a costa de morir tiene muy claro que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Esa pregunta que el Señor muerto y resucitado dirige a Pedro nos la dirige también a cada uno de nosotros: ¿me amas tú? ¿cómo me mas? ¿con un amor soberbio, inconstante, sentimental, infantil, o con un amor maduro, incondicional, de una persona que ha experimentado el perdón y es capaz de entregar su vida?

                Al recibir de Pedro por tres veces la respuesta que lo ama, el Resucitado le da el encargo de
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Cristo empujando los peces hacia la red
apacentar el rebaño también por tres veces. Algunos comentaristas han hecho notar que esta estructura de triple declaración refleja la de un contrato formal de aquellos tiempos y lugares. El amor que Pedro dice tener a Jesús se debe manifestarse concretamente en el servicio a los hermanos. El Señor no es el beneficiario directo del amor que le tenemos, sino los hermanos que debemos servir. Si no servimos y amamos a los hermanos, el amor que decimos tener al Señor no es auténtico. Cada uno está llamado a servir a los hermanos de manera distinta, según su vocación, su lugar en la Iglesia y en el mundo: Pedro y sus sucesores, ejerciendo el ministerio petrino de apacentar el rebaño del Señor como pastores universales, pero tú y yo, de acuerdo con el lugar en el que el Señor nos ha puesto, sea éste una parroquia, una familia, un trabajo, etc.

                El diálogo tan intenso y de tanto alcance entre Jesús y Pedro termina con una palabra que resume todo: “Sígueme”. Hace unos días recordábamos a Dietrich Bonhoeffer, ejecutado en el campo de concentración de Flossenbürg el 9 abril de 1945. Fue uno de lo grandes teólogos y testigos de la fe del siglo XX. En un libro suyo muy leído sobre el discipulado y lo que cuesta la gracia, decía: "Cuando Cristo llama a un hombre, él lo invita a venir y morir". Ser discípulo del Señor, seguirle, amarle de verdad, servir a los hermanos, implica estar dispuestos a compartir su misma suerte, a extender los brazos como él los extendió. Hizo muy bien este gran teólogo luterano en recordarnos que, paradójicamente, la gracia, aunque es gracia, aunque es regalo, cuesta muy cara. No hay un seguimiento de Jesús que sea ‘light’.

                En el evangelio de Juan, al primado que Jesús le da a Pedro, siguen unas palabras sobre el
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’discípulo amado’ que no se nos han proclamado hoy, pero que son importantes para entender los límites del ministerio petrino y la legítima pluralidad que debe existir en la Iglesia. Al preguntarle Pedro a Jesús por este discípulo, el Señor resucitado contesta: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. No todo en la Iglesia debe ser controlado por Pedro y sus sucesores de forma directa; hay ámbitos de la vida de la Iglesia, de la vida del Espíritu, de la experiencia mística, que poseen su justa autonomía; de ahí la rica unidad en la pluralidad que caracteriza a la comunidad eclesial de todos los tiempos. Sin embargo, dentro de esta rica pluralidad hay algo que todos compartimos que es el seguimiento de Jesucristo.

Pidamos hoy, en este tercer domingo de Pascua, por el papa Francisco, para que ejerza con valor y fidelidad su ministerio a favor de los hermanos, un ministerio que tiene su origen en la voluntad de Cristo, como hemos vuelto a constatar este domingo. Pidamos también por toda la Iglesia, para que se fomente y respete la legítima diversidad en su seno, dentro de esa unidad que es fruto del Espíritu y a cuyo servicio está el sucesor de Pedro. Pidamos también por nosotros, para que sigamos con determinación a Cristo muerto y resucitado, dispuestos a compartir su suerte.

martes, 9 de abril de 2013

La dicha de creer en un acontecimiento que todo lo cambia



Homilía Domingo 7 de abril de 2013
II Domingo de Pascua - Domingo de la Divina Misericordia
Memoria de san Juan Bautista de la Salle

            La mayoría de nosotros coincidimos en que estamos atravesando un momento especialmente difícil
para nuestra sociedad, nuestro país, nuestras familias y también para la Iglesia. Percibimos a nuestro alrededor y en nosotros mismos mucha desesperanza, mucha tristeza y angustia, mucho sufrimiento y desconcierto, mucho pesimismo No solo la crisis económica, el paro, los desahucios, las tantas personas que encontramos pidiendo limosna en las calles y en el metro, los suicidios, sino también la crisis moral y de valores, la violencia contra las mujeres, las guerras…Nos despertamos muchos días con pena y preocupación ante todo esto y con la sensación de que el mal triunfa sobre el bien ‘como pasa siempre’, de que nuestro mundo y nuestra humanidad no tiene arreglo. Sin embargo, paradójicamente, esta circunstancia y estos sentimientos pueden abrir nuestros oídos para escuchar de un modo nuevo la buena noticia de la resurrección del Señor, ya que no es muy distinta nuestra situación a la de los discípulos que se habían encerrados temerosos en el cenáculo después de la crucifixión injusta e ignominiosa de su Maestro.

            En un principio puede que el hecho de la resurrección del Señor no nos parezca ‘relevante’ para
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nuestra vida, utilizando un anglicismo; puede que pensemos que la solución a la situación actual debe ser económica, política e incluso psicológica. Y en parte es verdad. La psicología, por ejemplo, puede aportar mucho, ya que, desde la perspectiva cognitiva con la que como psicólogo me encuentro más a gusto, es muy importante cuidar los pensamientos que acompañan nuestra percepción de la realidad. Ante la misma realidad podemos tener pensamientos distintos, que muchas veces surgen automáticamente, y que conducen a sentimientos y conductas diferentes; bien sabemos que con frecuencia estos pensamientos no son adaptativos, no son los adecuados que nos ayudan a sobrellevar bien las circunstancias y quizás tampoco se corresponden con los hechos, son irracionales. Sin embargo, aun reconociendo la importancia de estos factores psicológicos, como también de los económicos y políticos, al final se quedan cortos. En el fondo lo que de verdad nos puede salvar es un esperanza ultramundana, una esperanza que vaya más allá de este mundo limitado, que sea más fuerte que la muerte, que la injusticia, que la enfermedad y el pecado del hombre. El cristiano tiene un sólido fundamento para esta esperanza que es el hecho de la resurrección. Si el Señor ha resucitado ya nada es lo mismo, ya el mal no puede con nosotros, ya ha sido vencido.

            Este domingo de la Octava de Pascua es una de las ocasiones en que la noticia de la resurrección del Señor se nos anuncia con mayor fuerza. El pasaje evangélico que se nos ha proclamado parece escrito para este día. En él se narran dos apariciones de Jesús resucitado que tienen lugar dos domingos seguidos; una, el domingo de la resurrección por la tarde, después de que por la mañana los discípulos encontraran la tumba vacía, y la otra, el domingo siguiente, tal día como hoy. Los elementos presentes en los dos relatos indican los efectos de la resurrección de Cristo para nuestra vida: la paz que solo el resucitado nos puede dar, el envío, el don del Espíritu, el perdón de los pecados. Importante es también la figura del apóstol Tomás el incrédulo, que hace de lazo de unión entre las dos apariciones y sirve para que entendemos la diferencia entre los apóstoles, testigos ‘directos’ de la resurrección, y los demás creyentes, como nosotros, que no hemos visto al Señor resucitado pero que sin embargo creemos.

            Jesús llama bienaventurados a los que crean sin haber visto. La resurrección es un acontecimiento
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real, un hecho verdaderamente acontecido, aunque por otro lado también es una realidad trascendente que supera la historia. Con la resurrección del Señor empiezan ‘los cielos nuevos y la tierra nueva’ prometidos por Dios; de ahí que el cuerpo de Jesús resucitado siendo siempre el mismo, es ahora glorioso y tiene características distintas. Jesús en su resurrección no vuelve a la vida anterior como le pasó a Lázaro, por eso el hecho mismo de la resurrección no fue visto por nadie. Sus manifestaciones sí fueron históricamente comprobables, como la tumba vacía y la experiencia de las apariciones; pero la realidad misma de la resurrección supera el orden de este mundo. Por eso decimos que la resurrección es objeto de fe: creemos en la resurrección, creemos sin haber visto. Creemos sobre la base del testimonio que ha llegado hasta nosotros -como el evangelio de hoy-, y gracias a la acción interior del Espíritu Santo que nos mueve desde dentro para que asintamos con la fe a este anuncio.

            El hecho de la resurrección de Jesús todo lo cambia. Ratifica la enseñanza de Jesús y su vida, su entrega por nosotros en la cruz. Valida que en él se nos da el perdón de los pecado y la reconciliación con Dios y la posibilidad de caminar en una vida nueva. Prueba que hay justicia y vida eterna y que podemos vivir sin ese temor a la muerte que nos esclaviza, tanto a la muerte física, como a las pequeñas muertes que constelan nuestra vida cotidiana.

            Hagamos entonces nuestro el saludo pascual, sintiéndonos dichosos por el don de la fe en la resurrección del Señor. Esta fe que nos da luz y una esperanza cierta también en medio de las crisis más profundas y difíciles.


¡El Señor ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

martes, 2 de abril de 2013

La pasión del Señor fue por mí y para mí



Homilía Domingo 24 de marzo de 2013
Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (ciclo C)

Siempre que oímos la pasión del Señor nos conmovemos; este relato hace que resuenen cuerdas
La crucifixión blanca - Marc Chagall (1938)
          Art Institute de Chicago (USA)
          Obra favorita del papa Francisco (granda.com)
        
muy profundas de nuestro ser que tienen con ver con los sentimientos fundamentales de nuestra existencia, los que nos hacen parecidos a Dios. Yo me acuerdo de la primera vez que lo escuché de una maestra mía de Primaria sin saber que estaba hablando de Jesús; me puse a llorar a lágrima tendida. Entre estos sentimientos tan primordiales se encuentra el de la compasión, ‘com-patir’, ‘sufrir-con’. Es lo que sintió el buen samaritano de la parábola ante el que había sido dejado medio muerto por los ladrones. La palabra compasión tiene la misma raíz que pasión; viene del término latino passio que, a su vez, deriva del verbo pati, patior que significa padecer, sufrir, tolerar. De esta raíz también viene el concepto de paciencia que tiene mucho que ver con nuestra vida cotidiana, con nuestra vida en la familia y en el trabajo, donde muchas veces estamos llamados a unirnos a la cruz del Señor por amor y perseverar en ella. Hoy, en este domingo de Ramos en la Pasión del Señor, la Iglesia nos sitúa ante Cristo paciente como 'modelo de sumisión a la voluntad del Padre'.

Podemos escuchar el relato de la pasión de distinta maneras, como diversas eran las reacciones de las personas que presenciaron los acontecimientos esos días en que se llevaba a cabo la obra de nuestra salvación. Así nos encontramos en los relatos evangélicos con las diferentes actitudes de san Pedro, Judas, el Sanedrín, el pueblo, José de Arimatea, Poncio Pilato, Herodes, el buen ladrón, Simón de Cirene... Todas estas personas tocan con mano ‘algo’ que acontece delante de ellos pero reaccionan de modo distinto. Para algunos lo que le pasa a Jesús es externo a sus personas, no tiene mucho que ver con su vida y con sus preocupaciones y aspiraciones; para otros, es motivo de tristeza o de escándalo; para otros es oportunidad para sacar provecho, para rehacer amistades perdidas, o establecer su autoridad. Algunos piensan que ese Jesús ofende a Dios y lo más sagrado de su religión por lo que es preciso castigarlo o incluso eliminarlo. Nosotros, que hoy escuchamos este relato sabiendo el final de la historia, conociendo el hecho de la resurrección y del nacimiento de la Iglesia, somos conscientes de que tiene mucho que ver con nuestra vida, con lo más profundo de nuestro ser, que marca un antes y un después, que conlleva un cambio profundo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos con fe y lo celebramos en los sacramentos.

Una pregunta que nos puede ayudar a entender el significado de la pasión para nosotros hoy es la siguiente: ¿quiénes fueron los responsables de la pasión del Señor? ¿cuál fue su verdadera causa? ¿a quiénes podemos considerar culpables de ella? Después de la shoah, del holocausto del pueblo judío a manos de los nazis en la segunda guerra mundial, tenemos mucho cuidado a la de hora de hablar de la culpa del pueblo judío o de los sus jefes en la pasión del Señor. Sabemos que este tipo de ideas está relacionado con la persecución que ha sufrido este pueblo en los países cristianos a lo largo de los siglos. Sin embargo, teniendo claro que el antisemitismo es incompatible con la fe cristiana, sí es verdad que los evangelios aluden a la responsabilidad del pueblo y del Sanedrín en la condena a muerte de Jesús. Este dato no nos debería llevar a una interpretación sesgada de estos relatos, ni mucho menos a considerar a los judíos responsables colectivamente de la muerte de Jesús, sino a interrogarnos acerca del poder religioso en sí. Jesús es condenado como blasfemo; no se reconoce o no se quiere reconocer en él la presencia y la manifestación de Dios, y esto no solo porque choca con las expectativas judías, sino con las de todo tipo de religión. Pero Jesús también es condenado por el poder político, por Poncio Pilato. También en éste está presente el rechazo de aquel que ha venido para servir y no ser servido. Aunque la pasión y la muerte del Señor ‘estaban escritas’, es decir formaban parte del plan divino de salvación, esto no exime a cada cual de su responsabilidad, que en el fondo solo Dios conoce y puede juzgar.


Sin embargo, para entender realmente el alcance de la pasión del Señor y su significado para nuestra 
Lugar del martirio de san Maximiliano Kolbe
             (Auschwitz)
vida, tenemos que ir más allá de estas consideraciones sobre la responsabilidad de los protagonistas inmediatos y caer en la cuenta que los verdaderos responsables - o culpables - de la pasión y muerte el Señor somos cada uno de nosotros en la medida en que nos hacemos cómplices y perpetuadores del mal, del pecado del mundo. La pasión del Señor fue por y para cada uno de nosotros: fue causada por el pecado del que somos partícipes y fue para librarnos de esta esclavitud. Cuando nos damos cuenta de ello surge en lo más profundo de nuestro ser una verdadera com-pasión y com-punción que nos sana existencial y ontológicamente, y nos hace parecidos al Señor que en vez de condenar se carga con el pecado del mundo y lo vence a fuerza de bien.


¡Qué vivamos así los misterios que celebramos a lo largo de esta Semana Santa, haciendo memoria de acontecimientos que tienen que ver con nuestra vida y nos liberan del poder del mal!



(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial)