martes, 19 de febrero de 2013

Vivir la cuaresma en el año de la fe



Homilía Domingo 17 de febrero de 2013
I Domingo de Cuaresma (ciclo C)


Benedicto XVI recibiendo la ceniza
Basílica de San Pedro del Vaticano (13/2/2013)
            El tema que el Señor nos pone delante para nuestra meditación y oración en la celebración de hoy es indudablemente el de la fe. Digo ‘indudablemente’ con cierto temor, ya que en las cosas del Señor hay que tener cautela porque él siempre nos sorprende. Sin embargo, son tantos los acontecimientos y las palabras que tienen como objeto la virtud teologal de la fe y que coinciden en este día que justifican mi afirmación y hacen que no sea demasiado temeraria. Parece que el Señor desea que este domingo y toda esta cuaresma que hoy empieza la dediquemos a renovar nuestra fe, a hacerla más “consciente y vigorosa”. Vamos a ir desmenuzando brevemente estas palabras y acontecimientos de la celebración de hoy que se refieren a la fe.

            Lo primero es que estamos en el Año de la fe que ha convocado el papa Benedicto XVI como un llamamiento a “una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo”. En este contexto, el mensaje del Santo Padre para esta cuaresma 2013 nos invita a reflexionar sobre la relación entre la fe y la caridad. Ya su título es bastante elocuente: “creer en la caridad suscita caridad”; y más elocuente aún es el texto bíblico de referencia de la primera carta del apóstol Juan: “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). El amor de Dios que nos precede se nos ha revelado plenamente en Cristo y por la fe creemos en él, y esto es lo que nos lleva a ejercer la caridad para con el prójimo. La caridad auténtica no es un sentimentalismo vacío, sino una actitud que hunde sus raíces en la fe en el amor de Dios que ha entregado su Hijo por nosotros.

Por otro lado también las lecturas de este primer domingo de Cuaresma se centran en la fe. En la segunda lectura, en un pasaje fundamental de su carta a los Romanos sobre la salvación por la fe, el apóstol Pablo afirma solemnemente: “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación”. Como escribe Benedicto XVI en la carta apostólica con la que convoca este Año de la fe: “Creer en Jesucristo es... el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación”. Es la fe la que nos pone a bien con Dios, la que nos reconcilia con él y nos hace entrar en el pueblo de la nueva alianza.

Cortesía de: Stained Glass Inc.
En la primera lectura del Libro del Deuteronomio se nos ofrece la confesión de fe del fiel israelita. Moisés ordena que se lleven las primicias de los frutos de la tierra al templo y que se entreguen al sacerdote y que, al hacerlo, se pronuncie una profesión de fe narrando lo que el Señor ha hecho en favor del pueblo de Israel: como lo “sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido” y lo introdujo en la tierra que ‘mana leche y miel’. La fe, junto a ser un acto de confianza en Dios, de entrega plena y libre a él, tiene también sus contenidos, que se refieren a lo que el Señor nos ha revelado de sí mismo, lo que ha realizado en nuestro favor en la historia de la salvación desde la creación del mundo hasta la consumación final. La cuaresma de este año es así ‘tiempo favorable’ para renovar nuestro acto de fe en Dios y para profundizar en sus contenidos.

El relato de las tentaciones de Jesús, que siempre se nos proclama en el primer domingo de cuaresma para que aprendamos de Jesús a “sofocar la fuerza del pecado” como se dice en el prefacio de esta misa, también se puede interpretar en la perspectiva de la fe ya que toda tentación tiene una dimensión relacionada con fe: implica un poner en duda el amor de Dios, de que ha hecho bien las cosas, de que su voluntad es lo mejor para nosotros, de que nuestra historia es historia de salvación y de que la que la cruz es el camino para llegar a la vida eterna. El diablo tienta a Jesús para que se aparte del camino marcado por Dios Padre, induciéndolo a dudar de su providencia y amor. Esto es también lo que nos pasa a nosotros cuando somos tentados por el demonio, la carne o el mundo, que son los enemigos de nuestro progreso en la fe.

En la oración colecta al comenzar esta misa pedíamos a Dios “avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud”. ¡Que al terminar estos cuarenta días penitenciales podamos celebrar con más sinceridad la Pascua, con una fe renovada, para poder “pasar un día a la Pascua que no acaba”!

martes, 22 de enero de 2013

Oramos para anticipar la hora de la unidad de los cristianos



Homilía 20 de enero 2013
II domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
Semana de Oración la Unidad de los Cristianos
Memoria de san Fructuoso de Tarragona, obispo y mártir,
y de sus diáconos, santos Augurio y Eulogio, mártires

            Hoy, 20 de enero, celebramos la memoria del santo mártir Fructuoso, obispo de Tarragona a mediados del siglo III, y de sus dos diáconos, Augurio y Eulogio, que murieron quemados en el anfiteatro de aquella ciudad al no acatar la orden del emperador Valeriano que mandaba a todos los jefes de las Iglesia que ofreciesen sacrificios a las divinidades del Imperio. Conservamos las Actas de su martirio que son un testimonio valioso de la vida cristiana en la España romana. En ellas se cuenta como el santo obispo, al subir a la hoguera con rostro sereno, a uno que le pedía que rezara por él, le contestó: “Yo debo orar por la Iglesia católica que se extiende de Oriente a Occidente”. San Agustín, comentando estas palabras, explica que san Fructuoso no le negó su intercesión a quien se la pedía, sino que le advertía de que si quería que rezase por él en aquella hora, ‘que no se separase de aquella por la que pedía en su oración’, es decir, de la Iglesia. Estos mártires vivieron con coherencia su fe en un tiempo en el que la Iglesia estaba unida, era una, antes de que comenzaran los cismas y las divisiones de los siglos posteriores. Por eso estas palabras de san Fructuoso son muy significativas para nosotros hoy, en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que comenzó el pasado 18 de enero y que se clausurará el 25, fiesta de la conversión de san Pablo. Aunque puede que en España no sintamos de modo tan acuciante el dolor por la desunión de los cristianos como en otros países, queremos rezar por la Iglesia católica, universal, que se extiende de Oriente a Occidente, como lo hacía el santo obispo de Tarragona.

Bodas de Caná - P. Rupnik (Centro Aletti)
Iglesia de Ntra. Sra. del Pozo (Líbano)
centroaletti.com
La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos se viene celebrando desde 1908 por la mayoría de los creyentes en Cristo de las distintas Iglesias y comunidades cristianas esparcidas por el mundo. Según la famosa expresión del abad Couturier, oramos por “la unidad que Cristo quiere, por los medios que él quiere”. Esta iniciativa nace de la constatación de que la división entre los cristianos contradice claramente la voluntad del Señor y es un escándalo para los no creyentes y, por tanto, un impedimento para la evangelización. También surge de la toma de conciencia cada vez más clara que la unidad es un don y que necesitamos de la ayuda del Señor para llegar a ella, ya que hay obstáculos que somos incapaces de superar con nuestras solas fuerzas. Jesús rezó por la unidad de sus discípulos y de todos los creyentes en su última cena: “No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mi por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sea uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20-21). Vinculó de este modo la unidad visible de sus discípulos con la credibilidad de su testimonio. Desde 1975 los materiales para la Semana de Oración los elabora un grupo local y los asume después como propios el Consejo Mundial de las Iglesias y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Los materiales de este año han sido elaborados por el Movimiento Estudiantil Cristiano de la India. Los han realizado teniendo presente la situación de grave injusticia hacia los dalits, los que son excluidos por el sistema de las castas, y nos invitan a reflexionar sobre lo “que exige el Señor de nosotros”. Un texto del profeta Miqueas nos da la respuesta: Más allá de los actos de culto y de los sacrificios, se nos pide “respetar el derecho, practicar con amor la misericordia y caminar humildemente con tu Dios”. La búsqueda de la unidad de los cristianos pasa por el respeto del derecho, la práctica de la misericordia y el caminar humildemente con Dios.

Detalle de las tinajas
            El evangelio que se nos ha proclamado en este II domingo del Tiempo Ordinario, ligado aún a la fiesta de la Epifanía que celebrábamos hace poco, narra el primer signo que hace Jesús para manifestar su gloria. Tiene lugar en la celebración de unas bodas en Caná de Galilea y por la intercesión de María. El signo consistió en cambiar el agua que servía para las purificaciones que mandaba la Ley judía por vino bueno. Hay muchos temas que están presentes en esta bellísima página del evangelio de san Juan y que son importantes para nosotros: Jesús como esposo de la Iglesia que cumple la profecía de Isaías de la primera lectura de Jerusalén desposada con Dios, o el figura de María como intercesora que es la verdadera mujer, como la llama sorprendentemente Jesús, la nueva Eva, la madre de todos los creyentes. En ese vino cuya falta señala María a su Hijo, podemos reconocer todas esas carencias que sentimos cuando nos falta el amor de Dios, tanto en nuestra vida, como en nuestros matrimonios y familias y en nuestras Iglesias y comunidades…  Sin embargo, al proclamar este evangelio en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos podemos destacar otro significado importante. Jesús anticipa simbólicamente su hora por intercesión de María. Benedicto XVI, comentando este primer milagro de Jesús, señala  que esto también es lo que acontece en la Eucaristía: por intercesión de la Iglesia de la que María es imagen, el Señor anticipa su hora en la que vendrá a instaurar definitivamente su reino, y esto sacramentalmente, haciéndose presente en el altar con el vino de la nueva alianza. Del mismo modo, nosotros en este semana, oramos para que se anticipe aquella hora en que podamos celebrar de nuevo todos juntos, como en los tiempo de san Fructuoso, la Eucaristía. Y el Señor muchas veces anticipa simbólicamente esa hora a través signos que muestran que la unidad visible de los cristianos no está lejos. ¡Que podamos a largo de esta semana ver algunos de estos signos!

martes, 15 de enero de 2013

El privilegio de haber recibido el bautismo


Homilía Domingo 13 de enero 2013
Fiesta del Bautismo del Señor (ciclo C)

Fuente de la imagen:
Saint Hedwig Catholic Church.org 
            Hay cosas importantes en la vida que corremos el riesgo de no valorar adecuadamente porque no nos paramos a pensar en ellas y en el privilegio que supone tenerlas. Una de estas ‘cosas’ es el sacramento del bautismo. La mayoría de nosotros lo hemos recibido cuando éramos niños; fue un regalo que nos hicieron nuestros padres, pensando que era lo mejor para nosotros y que formaba parte de la transmisión de la fe y de la vida cristiana que sentían como un deber. Sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar en el privilegio que supone haberlo recibido, el cambio que implica en nuestras vidas, la diferencia radical que ha llevado a cabo en nosotros. Hoy, fiesta del bautismo del Señor, es una buena ocasión para ello.

Fuente de la imagen:
 iconreader.wordpress.com
            El acontecimiento histórico del bautismo de Jesús de manos de Juan en el río Jordán es ante todo un ‘misterio’ de la vida del Señor, un suceso de su vida cargado de significado. De hecho, la predicación apostólica en sus comienzos iniciaba la narración de la buena noticia de Jesús partiendo de su bautismo, como podemos constatar en las palabras de san Pedro en casa de Cornelio de la segunda lectura: “Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. El bautismo del Señor es un momento de epifanía, de manifestación. Según el evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar, esta epifanía tiene lugar en un contexto de oración. Se nos dice que se abre el cielo mientras oraba. Es la oración –también en nuestra vida- la que permite descubrir la hondura de lo que sucede, la que nos abre el cielo para que veamos el significado trascendente de los acontecimientos. Así se ve bajar el Espíritu en forma de paloma, lo que indica que Jesús es el Ungido, el Mesías, y se oye una voz del cielo que lo proclama Hijo amado, predilecto. En su bautismo el Señor se revela como el ungido por el Espíritu, el Mesías prometido, y el Hijo. Quizás también en las palabras de la voz celeste hay un eco del texto de Isaías de la primera lectura que habla del siervo de Yahvé que viene a implantar el derecho sobre la tierra a través de la mansedumbre y el sufrimiento: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero”. Jesús es el Mesías y el Hijo, pero lo es como Siervo que viene a servir, a entregar su vida en rescate por muchos. Por eso se pone en la fila solidarizándose con los pecadores y se deja sumergir en las aguas, anticipando así su muerte en la cruz.

Pero como decíamos antes, la fiesta del bautismo del Señor es una buena ocasión para tomar renovada conciencia de nuestro propio bautismo, de lo que significa haber recibido este sacramento. Manteniendo las diferencias, lo que aconteció en el bautismo de Jesús, tuvo lugar también en el nuestro. Por eso no celebramos hoy un suceso solo del pasado, sino un ‘misterio’  del Señor que sigue siendo eficaz para nosotros hoy. En nuestro bautismo fuimos sepultados con Cristo por medio de las aguas bautismales, dejando atrás el hombre viejo hecho a imagen de Adán, y hemos resucitado a la vida sobrenatural, a la vida de la gracia, a la vida del Espíritu. El bautismo nos ha abierto las puertas del cielo y ha hecho que se pronunciaran sobre nosotros las mismas palabras que escuchó Jesús: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. Esto es lo que dijo Dios Padre de cada uno de nosotros cuando recibimos este sacramento. Nos miró como miró a su Hijo cuando se entregaba por nosotros en la cruz.

Fuente de la imagen: missioni-africane.org
            Esto es lo que significa nuestro bautismo y no debemos olvidarlo. Es un signo eficaz que marca un antes y un después en nuestra vida; constituye un segundo nacimiento como dice la Escritura, un renacer, un ser hecho nueva criatura. Este cambio que causa el bautismo en nuestro ser se debe manifestar en nuestra vida. El cristiano debe vivir como hijo de Dios, como ungido por el Espíritu. Debe ‘pasar haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el mal, porque Dos está con él’. El cristiano también es el siervo de Dios que viene a servir y dar su vida por los demás.

            En la Iglesia de los primeros siglos, y hoy también en Iglesias de países de misión y de antigua cristiandad que han sufrido un proceso de secularización, los que recibían y reciben el bautismo son en buena parte personas adultas. En estos casos, antes de recibir el sacramento deben someterse a un proceso de iniciación cristiana que se llama catecumenado, que puede durar varios años, de modo que la persona pueda darse cuenta de lo que significa el sacramento que va a recibir y dé signos claros de un cambio de vida, de que está pasando de vivir según el mundo a vivir como hijo de Dios. Los que hemos recibido el sacramento siendo niños, en cambio, tenemos que descubrir lo que significa este sacramento después de haberlo recibido, cuando somos adultos. Ya hemos recibido la gracia sacramental, pero ahora toca que nuestra vida se ajuste al don recibido. Es lo que le pedimos hoy al Señor.

martes, 8 de enero de 2013

Familia, paternidad y educación



Homilía Domingo 30 de diciembre 2012
Fiesta de la Sagrada Familia: Jesús, María y José
Jornada por la Familia y la Vida

            Cuando se le pregunta a los españoles acerca de la importancia que tienen para ellos los distintos aspectos de su vida, como se hace periódicamente en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), siempre sale que lo más importante es la familia, por encima del trabajo, los amigos, el tiempo libre, la religión, la política y otras actividades asociativas. Creo que todos estamos de acuerdo con esto, que lo más importante para nosotros, la institución de la que más depende nuestro bienestar y felicidad, es la familia, aunque paradójicamente puede que no sea la realidad a la que dediquemos más tiempo o nuestras mejores energías. La fiesta que celebramos hoy de la Sagrada Familia, en este domingo de la octava de Navidad, es una buena oportunidad para hacernos más conscientes de la importancia de nuestras familias, para encomendarlas al Señor que quiso nacer y vivir en una familia, y para escuchar sin prejuicios lo que nos dice Dios de esta realidad humana que es tan importante para nosotros.

            Los primero que tenemos que afirmar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado es que la familia, siendo una realidad humana, y sin dejar de serlo, es también una realidad divina, querida por Dios, con una leyes propias; es algo sagrado que tenemos que respetar, como hizo Jesús que vivió en Nazaret bajo la autoridad de sus padres, de José y María. Este fue el ámbito donde creció “en sabiduría, en estatura y en gracia, ante Dios y los hombre”. Por tanto, lo primero que nos enseña la palabra de Dios es a respetar la familia como tal, en su esencia, tal como Dios la ha querido. Es verdad que la forma concreta que asume la familia pueda variar algo según los tiempos, los lugares y las culturas, pero su esencia es siempre la misma. Es decir, que se fundamenta invariablemente en la unión estable entre un hombre y una mujer como ámbito en que nace y se desarrolla la vida. Por tanto, no es una institución creada por el hombre, que surge de determinados condicionantes sociales y económicos, sino que es algo anterior a él, que le precede y cuyas leyes le son dadas por el Creador. Al hombre le toca respetar este carácter sagrado e inviolable del matrimonio y de la familia. No hacerlo significa hacerse daño a sí mismo y minar una institución de la que depende su felicidad y su futuro. Por eso la Iglesia critica con mucha dureza cualquier intento o legislación que vaya contra la familia o la debilite. No se trata de defender una determinada visión de familia, una cierta concreción histórica, social y cultural de este grupo humano primario, la ‘familia tradicional’ como a veces se dice, sino la familia en cuanto tal, la que Dios ha querido desde siempre para el bien del hombre y la mujer.

            Del evangelio de hoy también podemos sacar otras enseñanzas importantes sobre la familia, la paternidad y el deber. Jesús dice que ‘debe’ estar en la ‘casa de su Padre’, o más literalmente, ‘en las cosas de su Padre’. Aun aceptando la autoridad de José y de María sobre él, ya que ‘baja con ellos a Nazaret y sigue bajo su autoridad’, el Señor es consciente de que su ‘deber’ para con Dios viene antes. La palabra griega que se utiliza en el texto –deî- indica tanto en el evangelio de Lucas, como en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, ese deber, o mejor, esa ‘necesidad’, de conformarse a lo establecido por Dios, de obedecer a la voluntad divina. Más allá del dolor que causó a sus padres, que es difícil de entender para nosotros, está la fidelidad de Jesús a su vocación, a Dios Padre. Muchas veces decimos que los padres no son dueños de los hijos, sino sus custodios, que los hombres antes y por encima de ser hijos de sus padres, son hijos de Dios. En este episodio evangélico de Jesús ‘perdido y hallado en el templo’, como lo llamamos al rezar el Rosario, se nos revela algo de lo que es la obediencia auténtica y lo que significa ‘ser hijo’, como también de la ‘necesidad’ de ser fieles a la propia vocación en la vida, a lo que Dios quiere de nosotros, aunque pueda causar dolor a nuestros seres queridos. Varios comentaristas han hecho notar que Jesús tenía doce años cuando se queda en el templo, y esa era la edad cuando un judío se volvía ‘hijo de la Ley’ -bar mitzvah-, sujeto a la Ley. Por tanto, en este pasaje del evangelio de san Lucas están presentes varios temas que el mismo evangelista quiere destacar y que también son importantes para nosotros y nos iluminan en nuestra vivencia a veces conflictiva de la familia, de la paternidad, de la obediencia, de la libertad frente a nuestros padres, de la fidelidad a la propia vocación, de la función pedagógica de la Ley de Moisés y de la ley moral, de la experiencia de ser hijos de nuestros padres y de Dios. Un buen resumen de algunas de las cosas que nos enseña este evangelio, que se nos ha proclamado en esta fiesta de la Sagrada Familia, lo podemos encontrar en un conocido poema de la beata Teresa de Calcuta que trata de la difícil tarea de educar:
Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.
Sin embargo…
en cada vuelo,
en cada vida,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino enseñado.

María experimentó de una manera muy singular la verdad de estas palabras. Ella vivió más de cerca que nadie el misterio de su Hijo y de su vocación y misión redentora. Aunque le costó entenderlo, como constatamos en el evangelio de hoy, se esforzó por hacerlo, guardando todo lo que acontecía y meditándolo en su corazón. Ejerció su misión de madre y aceptó y se asoció a la misión redentora de su Hijo. A ella, hoy, encomendamos nuestras familias y nuestra difícil tarea de educar a nuestros hijos para que cumplan la misión que Dios les tiene asignada.

lunes, 31 de diciembre de 2012

Navidad del ‘Año de la fe’ en una sociedad secularizada



Homilía 24-25 de diciembre 2012
Solemnidad de la Natividad del Señor

Iluminación navideña en la calle Serrano de Madrid
Fuente de la imagen: modayhogar.com
Nos quejamos muchas veces de que nuestra sociedad se está descristianizando, que en nuestras familias y en nuestro entorno cultural la Navidad ha perdido su sentido cristiano, que en muchos sitios se han suprimidos los signos religiosos tan característicos de estos días, que en varios colegios se hacen ‘belenes laicos’ y se habla de ‘fiesta de invierno’, que el saludo de estos días no es tanto “feliz Navidad”, cuanto “felices fiestas’. Ante esta realidad, ante este proceso que solemos llamar de ‘secularización’, los cristianos reaccionamos de modos distintos. Algunos se lamentan de la situación con resignación, ya que consideran que es un proceso imparable y que irá a más, y recuerdan con nostalgia los tiempos pasados y lo que sentían en estos días. Otros asumen una actitud más ‘beligerante’, si así podemos llamarla, se oponen a este proceso, se esfuerzan para que en sus ambientes no se pierdan las tradiciones y para que se mantengan los signos religiosos. A mí me gustaría hoy, aprovechando este día tan importante para nosotros, proponer otra vía, distinta a las dos que he comentado, y que es la que desde siempre han seguido los cristianos en las sociedades en las que han sido minoría, y que es también la que nos propone el papa para este Ano de la fe. Los cristianos de los primeros tres siglos no intentaron cristianizar el Imperio Romano, hacer que siguiera sus normas morales y tradiciones, sino intentaron vivir con coherencia su fe, en un ambiente a veces indiferente y otras veces hostil, y de este modo lo convirtieron. No se trata, por tanto, de enzarzarnos en una lucha contra la sociedad, que a veces se hace desde sus mismos presupuestos secularistas y con sus mismos instrumentos de poder, sino de ser cristianos de verdad.

Página oficial Año de la fe
Este es el camino que nos propone el papa al haber convocado este Año de la fe, que empezó el pasado 11 de octubre, 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y que se clausurará a finales de noviembre del próximo año, en la fiesta litúrgica de Cristo rey del universo. En la Carta Apostólica con la que lo ha convocado, que lleva como título sus dos primeras palabras en latín, Porta fidei, ‘La puerta de la fe’, explica los motivos para hacerlo. Afirma que en nuestras sociedades ‘la fe ya no es un presupuesto obvio de la vida común’, que ya no hay “un tejido cultural unitario ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe”, que está teniendo lugar una “profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”. Ante esto es necesario que los cristianos ‘redescubramos el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo’, de modo que “nuestra adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa”. Debemos, a lo largo de este año, ‘redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, con el que nos entregamos totalmente y con plena libertad a Dios’.

Hoy, solemnidad de la Navidad del Señor, es un buen día para hacer esto ya que celebramos el misterio fundamental de nuestra fe: la encarnación del Hijo de Dios. El acontecimiento del que hoy hacemos memoria, y que se vuelva actual para nosotros en la celebración litúrgica, distingue esencialmente nuestra religión de todas las demás, ya que el cristianismo no tiene su origen en un fundador solo humano, sino en el mismo Dios hecho hombre. De este acontecimiento a la vez histórico y trascendente nos habla la palabra de Dios de esta solemnidad. Sobre todo el evangelio de san Lucas y el de san Juan quieren llevarnos a reconocer este misterio. San Lucas parte del lado humano, del censo ordenado por el emperador que obliga a María y a José a ir desde Nazaret a la ciudad de David, a Belén, del nacimiento del niño y del pesebre en el que lo colocan porque no había sitio en la posada, de los pastores, del anuncio de los ángeles que indica el significado trascedente de lo que está sucediendo y que los ojos carnales no pueden ver, de María que conservaba estas cosas en su corazón. Juan, en cambio, nos invita a ver las cosas desde arriba, desde Dios, y nos habla del Verbo eterno, de la Palabra creadora, del Logos divino que se hace carne y acampa, pone su morada, entre nosotros. La invitación que se nos hace es a que veamos y reconozcamos en ese Niño, en la humildad de Belén y del pesebre, el cumplimiento de las promesas de Dios, la salvación que se nos brinda gratuitamente, el amor de Dios que se manifiesta, la gloria de Dios que se hace presente y a la vez se esconde.

Misa del Gallo
Fuente de la imagen: lazarohades.com
En este Año de la fe estamos llamados a redescubrir, como repite muchas veces el papa, este contenido fundamental de nuestra fe, su significado para nuestra vida y para nuestra sociedad, y a vivirlo con coherencia. Esta es la forma de llevar a cabo esa nueva evangelización de los países de antigua cristiandad a la que nos ha llamado el papa actual, como ya lo había hecho el beato Juan Pablo II. Sin embargo, Benedicto XVI también nos recuerda que no basta solo conocer los contenidos de la fe, sino que también es necesario que ‘el corazón, auténtico sagrario de la persona, se abra por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios’. La fe es don y virtud. Debemos agradecer este inmenso don y cultivarlo. Y esto se hace imitando a María, modelo para todo creyente, que “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. Esta es la tarea fundamental para este año de la fe. Meditar, contemplar, celebrar los grandes misterios de nuestra fe, como hacemos hoy, guardándolos con cariño, y meditándolos en nuestro corazón, para que pueda actuar en nosotros la gracia de Dios y podamos adherirnos de un modo renovado, más ‘consciente y vigoroso’, a Cristo. Es este el modo de dar un testimonio convincente a los nuestros y a nuestra sociedad de la belleza de la fe, del sentido de la Navidad, de la alegría del encuentro con Cristo que se hace uno de nosotros para hacernos partícipes de su divinidad.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Los humildes y limpios de corazón ven el actuar de Dios



Homilía Domingo 23 de diciembre de 2012
IV Domingo de Adviento (ciclo C)

Escena de la película The Nativity Story
Solemos pensar que cuando Dios actúa en nuestra vida o en la historia del mundo, cuando se hace presente y revela su gloria, lo hace con signos grandiosos y extraordinarios, fuera del curso habitual de los acontecimientos, con hechos  irrefutables, como algunos milagros que nos cuentan. Sin embargo, si leemos con atención la Biblia nos damos cuenta de que esto no es así; que la mayoría de las veces Dios actúa en y a través de las cosas ordinarias, se hace presente en lo pequeño y lo cotidiano. Y son los sencillos de corazón, los humildes, los pobres de Yahvé de los que se habla en el Antiguo Testamento y en la primera bienaventuranza, los que son capaces de descubrir la presencia de Dios, de alabarlo y confiar en él. Dios se esconde, se resiste, se opone, a los soberbios, a los burlones, y se manifiesta a los humildes, repite varias veces la Escritura (Prov 3,34; Sant 4,6; 1Pe 5,5).

En las lecturas de hoy, de este domingo IV de Adviento, domingo de la Encarnación del Hijo de Dios, podemos constatar esta verdad. El más grande de todos los milagros, como pensaba Chesterton, el milagro de Dios que se hace hombre, que entra hasta el fondo en la historia humana, tiene lugar de la forma más sencilla y ordinaria, y son los humildes de corazón, como María y los pastores, a los que se le revela este misterio.

Así la primera lectura señala el lugar del nacimiento del futuro ‘jefe de Israel’. No será una gran ciudad, no será Jerusalén ni Roma, sino una aldea insignificante si no fuera por su pasado glorioso de haber sido el pueblo natal del rey David. Este será el lugar elegido por Dios para nacer.

Libro en pdf en corazones.org
En el evangelio se nos habla también de un acontecimiento ordinario, de una mujer que va a saludar a su prima, las dos estando embarazadas. Sin embargo, mirando bien, con los ojos de la fe, vemos que detrás de lo ordinario hay algo realmente extraordinario: María lleva en su seno al Mesías, al Salvador, al esperado por los pueblos, al prometido por Dios. El niño que tiene Isabel en su vientre, llamado a ser el precursor, el que debía indicar al cordero de Dios presente en el mundo, salta de alegría en el seno materno; esa alegría mesiánica que nace del cumplimiento de las promesas de Dios. Detrás de la aparente ‘ordinariez’ –entendiendo bien la expresión- está teniendo lugar algo verdaderamente extraordinario.

María todo esto lo sabe; ella que es la humilde del Señor, la pobre de Yahvé, a la que se le revelan los misterios divinos. Por eso va deprisa a la montaña a llevar la buena noticia a su prima Isabel, saltando sobre los montes, como dice el Cantar de los Cantares, con alegría, como bailaba David delante del Arca de Alianza, donde residía la presencia de Dios. María es modelo de creyente. Su prima la proclama ‘dichosa’, ‘bienaventurada’, porque ha creído. Isabel, inspirada por el Espíritu Santo, le asegura que lo que ha prometido el Señor se cumplirá. María con su fe, puede ver más allá de los acontecimientos ordinarios, el milagro que está teniendo lugar, por eso canta el Magnificat. Hablando de su fe, dice san Alfonso María de Ligorio en su libro Las glorias de María: “Veía a su hijo en el establo de Belén y lo creía creador del mundo. Lo veía huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el rey de reyes; lo vio nacer y lo creyó eterno; lo vio pobre, necesitado de alimentos, y lo creyó señor del universo. Puesto sobre el heno, lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba y creyó que era la sabiduría infinita; lo sentía llorar y creía que era el gozo del paraíso...”

heartlight.org
            También la segunda lectura, de una forma más abstracta y teológica, nos habla de este modo de actuar de Dios a través de lo ordinario. Discurriendo de la encarnación, del Hijo de Dios que entra en el mundo, el autor de la Carta a los Hebreos le aplica unas palabras del Salmo 40 (39) como si las pronunciase el mismo Jesús: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas ni holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’”. Este Salmo que enseña la superioridad de la obediencia a la voluntad de Dios respecto a los sacrificios, es aplicado a Cristo que lo cumple perfectamente: él se ofrece en obediencia a la voluntad del Padre como sacrificio expiatorio una vez para siempre. Lo que no podían alcanzar los sacrificios que se hacían repetidamente en el templo de Jerusalén, es decir el perdón de los pecados, lo consigue Jesús a través de su obediencia, ofreciendo su cuerpo una vez para siempre en la cruz. En algo tan poco grandioso y extraordinario, más bien cruel y ignominioso, como la cruz, estaba realmente presente y actuando Dios. En la cruz, enseña san Pablo, está presente toda la omnipotencia y sabiduría de Dios.

            Sin embargo para reconocer esto, para percibir el actuar de Dios en la cruz y en el nacimiento de Jesús en Belén de Éfrata, es necesaria la fe de los sencillos, como la de María. Por eso sigue diciendo de ella san Alfonso María de Ligorio: “Lo vio finalmente morir en la cruz, vilipendiado, y aunque vacilara la fe de los demás, María estuvo siempre firme en creer que era Dios.”

            Vamos a pedirle al Señor, con la intercesión de María, que nos aumente la fe, para que sepamos descubrir en las cosas ordinarias -y quizás dolorosas- de nuestra vida la presencia y el actuar de Dios. ¡Que podamos en estas Navidades hacernos como niños para entrar en el reino de Dios! ¡Que, como María, nos sintamos dichosos al constatar que se cumplen las promesas que Dios nos ha hecho y que hemos creído!

martes, 18 de diciembre de 2012

El cristiano debe practicar la justicia y estar alegre


Homilía Domingo 16 de diciembre de 2012
III Domingo de Adviento (ciclo C)

Personajes de la película De dioses y hombres (web oficial)
            Hay muchos que creen que los cristianos somos personas tristes. También entre los grandes pensadores, como el filósofo Nietzsche, hay varios que afirman que somos seres sombríos, que despreciamos la vida y sus cosas buenas –son despreciadores de la vida, moribundos y ellos mismos envenenados”, se dice en Así habló Zaratustra-, que nos regodeamos en el sufrimiento y en la mortificación, que somos resentidos y nos consume el sentimiento de culpa. No dudo de que a veces podamos dar esa imagen y que quien nos ve salir de una Misa puede no percibir en nuestros rostros la alegría del encuentro salvífico con el Señor, sino la misma cara de alguien que sale del médico o de una Delegación de Hacienda. Por eso es importante, de vez en cuando, que la Iglesia nos exhorte a la alegría, a la felicidad, a darnos cuenta de lo que es importante, a que no permitamos que las preocupaciones de la vida y sus sufrimientos nos echen para abajo haciéndonos olvidar lo que el Señor ha hecho por nosotros. Es como cuando –y perdonadme la expresión – estamos de ‘mal rollo’ por cosas que estamos pensando y que nos preocupan o nos hacen sufrir, y alguien viene y nos dice. “oye, amigo, buen rollito”, y caemos en la cuenta que tiene razón, que nos estamos amargando el día a nosotros y a los demás por tonterías y que hay muchos más motivos para estar agradecido y alegres y disfrutar de lo que tenemos.

A lo largo del año hay dos domingos en los que la Iglesia nos invita a la alegría. Uno es éste que celebramos hoy, el domingo tercero de Adviento, el domingo gaudete, que recibe su nombre de las palabras que san Pablo dirige a los Filipenses y que hemos escuchado en la segunda lectura: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. En latín: “Gaudete in Domino semper; iterum dico: gaudete! La alegría cristiana, tan característica de los que conocen verdaderamente al Señor, no viene de que las cosas nos vayan bien en el mundo según sus criterios de éxito y fracaso, ni de que los acontecimientos se desarrollen según nuestros planes, sino viene de estar ‘en el Señor’, ‘en Cristo Jesús’, como dice el apóstol, usando una expresión de mucho calado teológico. La fuente de la alegría del cristiano es su unión íntima con el Señor todopoderoso, que ha mostrado repetidamente en el pasado su fidelidad y misericordia y confiamos que lo seguirá haciendo. Esta alegría no nos la puede dar el mundo y es más fuerte que el mundo; es una alegría que el cristiano siente en lo más íntimo de su ser, incluso en momentos de mucho sufrimiento y aflicción. Es una alegría que es el fruto del Espíritu Santo. Tiene su raíz en el Señor que es Señor de la historia, que es el mismo ‘ayer, hoy, y siempre’.

Estas tres dimensiones temporales del actuar del Señor están muy presentes en las lecturas de este domingo. Así en la primera, el profeta Sofonías dice: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena...”. Una de las fuentes de la alegría cristiana es haber experimentado el perdón de los pecados, que el Señor ha borrado nuestras culpas gratuitamente, sin haber hecho nosotros nada para merecerlo. Pero el Señor está presente y actúa también aquí y ahora, como hemos cantado respondiendo a la primera lectura: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión: qué grande es en medio de ti el Santo de Israel” (Is 12,6). De la dimensión futura de la existencia cristiana nos habla san Pablo en la segunda lectura: “El Señor está cerca” afirma, que es el mensaje fundamental de este tiempo litúrgico de Adviento que nos quiere educar a la esperanza. En resumen, tenemos motivos más que de sobra, en el pasado, en el presente y en el futuro, para estar alegres.

En la segunda lectura de la Carta de san Pablo a los Filipenses también se nos enseña algo más. El apóstol menciona unas actitudes fundamentales que deben marcar toda vida cristiana. La ‘mesura’, por ejemplo, que también podríamos traducir ‘amabilidad’, ‘paciencia’, ‘cordialidad’, que desearía el apóstol que todo el mundo reconozca en los cristianos. ¡Qué virtud social tan importante, en una sociedad como la nuestra donde hay tanta grosería! Pablo también habla de evitar estar preocupados en demasía, sabiendo poner a los pies del Señor lo que nos causa angustia. Habla también de la paz, esa paz que nos da el Señor que supera ‘todo entendimiento’.

Escena de la película De dioses y hombres (wikipedia)
En el evangelio de este domingo se nos vuelve a presentar la figura de san Juan Bautista, esta vez haciendo referencia a su enseñanza, a través de un pasaje que solo encontramos en el evangelio de san Lucas. Después del anuncio del juicio inminente de Dios, la gente viene a recibir el bautismo de conversión que administra Juan y le pregunta qué tiene que hacer. Él les pide que practiquen la caridad. Sin embargo, también acuden a las orillas del Jordán algunos que ejercen profesiones muy mal vistas por los creyentes de entonces, profesiones que en principio hacían impuros y separaban de la observancia de la Ley y, por ende, de Dios. Profesiones que implicaban el engaño, la mentira, el abuso de poder, la extorsión... Hoy también muchos hablan de la dificultad que tienen para ejercer las virtudes cristianas en su profesión; comentan que la necesidad de mantener su empleo les lleva a hacer cosas que no querrían, a no ser sinceros ni solidarios, a engañar o a utilizar de forma despótica su poder.... A los publicanos y soldados que le preguntan a Juan lo que tienen que hacer, el bautista les contesta que deben practicar la justicia, que no tienen que aprovecharse de su posición aunque los demás lo hagan y sea lo habitual. Esta enseñanza sigue siendo válida y actual para nosotros hoy. La forma en la que ejercemos nuestra profesión tiene mucho que ver con nuestra fe, no es un ámbito de nuestra vida separado de ella y que sigue otros criterios. El cristiano lo es también en su trabajo y lo demuestra  sobre todo practicando la justicia. Practicar la justicia como nos enseña Juan, y estar alegres, es la mejor forma de irnos preparando para la venida del Señor. 

martes, 11 de diciembre de 2012

El comienzo de algo realmente nuevo


Homilía Domingo 9 de diciembre de 2012
II Domingo de Adviento (ciclo C)
Fiesta judía de la Dedicación: Janucá

Fuente de la imagen: foro.libertaddigital.tv 
Hay un libro del Antiguo Testamento que siempre que lo leemos nos desconcierta por las ideas que en él se expresan y hasta nos puede sorprender de que forme parte de la Biblia, de que sea reconocido como palabra inspirada, como Palabra de Dios. El libro se llama Eclesiastés, o Qohélet, según el nombre del autor en griego y en hebreo, respectivamente. Tradicionalmente, la autoría del libro se atribuye al rey Salomón y la tesis principal que se expone ya en el primer capítulo es que todo esfuerzo humano, todo lo que intenta hacer el hombre, es “vanidad de vanidades”; todo es “vanidad y caza de viento” y nada de lo que hagamos merece realmente la pena; “nada hay nuevo bajo el sol”. A veces caemos también los cristianos en esta forma desesperanzada de pensar, sobre todo cuando, como en el caso del autor de este libro bíblico, nos obsesiona el tema de la muerte que parece reducir a la nada todo lo que hacemos y nos ilusiona: “¿Quién sabe si el aliento de vida del hombre sube arriba y el aliento de vida del animal baja a la tierra?" (Ecl 3,21), se pregunta retóricamente el hagiógrafo. Sin embargo, las lecturas de este domingo contrastan radicalmente con esta idea: son el anuncio de algo verdaderamente nuevo que comienza; son la concreción de que lo que Dios ha prometido comienza a cumplirse, y comienza a cumplirse en el desierto, en un momento concreto de la historia universal, de la historia del hombre sobre la tierra.

            A veces decimos que Juan el Bautista es el punto de unión entre los dos testamentos, entre las dos alianzas: es el último de los grandes profetas, pero también es el que señala no algo que tendrá lugar en el futuro, sino a Alguien que ya está presente. Por esto último Juan pertenece más al tiempo del cumplimiento que al de la promesas. Con él se inauguran los tiempos mesiánicos, el tiempo de la irrupción de Dios en la historia humana. Él recibe la Palabra de Dios que le constituye profeta, y la recibe en el desierto, como hemos escuchado en el evangelio de hoy. Y como predicador itinerante recorre toda la comarca del Jordán, “predicando un bautismo conversión para el perdón de los pecados”. Ejerce su misión a través de una inmersión en el agua del Jordán que hace visible la conversión de la persona que se somete a ella, y que es la que otorga el perdón de los pecados en vistas a la venida del Mesías y al juicio inminente de Dios.

San Juan Bautista bautizando las multitudes
Francesco di Antonio del Chierico (sig. XV)
Manuscrito iluminado de la Biblia - Biblioteca Vaticana
Fuente de la imagen: commons.wikimedia.org
            Lo que lleva a cabo Juan en el desierto de Judea nos dice que lo que afirmaba Qohélet no es verdad: sí hay algo realmente nuevo bajo el sol. Dios ha intervenido en la historia humana cumpliendo sus promesas, otorgando el perdón de los pecados y la salvación. Es verdad que esto lo vivimos ‘en esperanza’, no lo percibimos del todo plenamente, porque aun aguardamos “los cielos nuevos y la tierra nueva”, pero ya algo nuevo ha acontecido realmente en nuestro mundo: ya ha venido el Mesías; ya han sido vencidos nuestros enemigos, sobre todo el pecado y la muerte; ya estamos llamados a participar en la fe de esta victoria, como María, la concebida sin pecado gracias a la venida del Señor, como celebrábamos ayer. El creyente vive de esta novedad que empezó hace más de dos mil años con el sí de María y con el ministerio de Juan a orillas del Jordán; una novedad que ha cambiado radicalmente la historia del mundo.

Juan recibe la palabra en el desierto, ejerce su misión en el desierto, y los que querían recibir su bautismo tenían que ir al desierto. Desierto en griego es 'erémo, y lo que significa espiritualmente esta palabra es importante para nosotros en este tiempo de Adviento. El desierto es el lugar de la prueba, de la escucha, de lo esencial, de la manifestación de Dios, de la alianza.... En los tiempos fuertes del año litúrgico, como la Cuaresma y el Adviento, la Iglesia nos invita a ir espiritualmente al desierto, para purificarnos, para escuchar con más atención la Palabra de Dios, para hacer silencio, para alejarnos de las distracciones y los agobios de este mundo, para volver a los esencial, para encontrarnos con Dios y renovar la alianza con él.

Hoy los judíos empiezan a celebrar la fiesta de Janucá, de las luces, en la que conmemoran la victoria de los Macabeos y la purificación del templo y el restablecimiento del culto en él después del intento de helenización del pueblo y la profanación del lugar sagrado llevada a cabo por Antíoco IV Epífanes. Lo característico de esta fiesta es que se enciende cada día una vela de un candelabro de ocho brazos recordando un milagro que cuenta el Talmud: una vez reconquistado el templo se volvió a encender su lámpara – la menorah- que debía estar siempre encendida, pero había aceite solo para un día. Sin embargo, la lámpara no se apagó a la largo de los ochos días necesarios para obtener nuevo aceite apto para el culto. Más allá de esta conmoración histórica, y quizás también de la significación agrícola de la finalización de la cosecha de la aceituna, es una fiesta ligada al solsticio del invierno, como nuestra Navidad. En estas fechas terminan de acortarse los días y empiezan a aumentar las horas de luz, lo que en muchas culturas se ha interpretado como un signo cósmico de la victoria de la luz sobre las tinieblas. Para nosotros esta victoria no forma parte de un proceso cíclico de eterno retorno que se repite todos los años, porque el ‘sol de justicia’ que nació una vez ‘para siempre jamás’, en un lugar concreto del planeta y en un momento concreto de la historia humana, ha hecho ‘nuevas todas las cosas’. Este es el acontecimiento que nos estamos preparando para celebrar en Navidad; acontecimiento que ha cambiado la historia humana, que nos ha abierto el cielo, que nos llena de esperanza, y en cuya luz vivimos.

martes, 4 de diciembre de 2012

Vivir a la espera atendiendo al ‘aquí y ahora’


Homilía Domingo 2 de diciembre de 2012
I Domingo de Adviento (ciclo C)

Imagen de la película Melancholia de Lars von Trier (2011)
            Hay distintas maneras de vivir el tiempo. Hay algunos que viven anclados en el pasado, en lo que fue, en los años de la niñez o de la juventud y piensan en ellos con nostalgia. Algunos van más allá y están atrapados en su pasado, se quejan de alguna decisión mal tomada o de algo que hicieron mal, de lo que pudo haber sido y no fue, y se consumen muchas veces en el resentimiento y la culpa. Otros, en cambio, están proyectados en el futuro, en algún acontecimiento que se espera tenga lugar en un futuro más o menos próximo y que les hará definitivamente felices: terminar la carrera, cerrar un negocio, conseguir un trabajo, comprarse un piso, independizarse, casarse... O quizás temen un suceso que esperan, un desahucio, la muerte de un ser querido, una separación... Hoy también muchos, aunque nos pueda parecer raro, están obsesionados por el anunciado fin del mundo según una cierta lectura del calendario de los Maya y de las predicciones acerca del los destellos del sol y del desplazamiento de los polos terrestres. Estas personas ya no ven sentido en el presente, en lo que hacen, en estudiar, ir a trabajar, ocuparse de la familia y de los quehaceres cotidianos... Su forma de pensar y actuar tiene algo en común con las actitudes de los cristianos de las primeras generaciones que esperaban el retorno inminente del Señor, la Parusía, su segunda venida en gloria ‘para juzgar a vivos y muertos’, como rezamos en el Credo. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: los cristianos aguardan el retorno de Jesús con deseo y esperanza, porque no solo significa el fin del mundo tal como lo conocemos, sino también la instauración de ‘los cielos nuevos y la nueva tierra’ en los que reinará la justicia, en los que ya no habrá dolor, ni muerte, ni enfermedad, y en los que los justos recibirán el premio prometido y se manifestará plenamente la victoria obtenida por el Señor en la cruz sobre las fuerzas del mal. Los primeros cristianos no solo aguardaban el retorno de Jesús, sino rezaban para que tuviese lugar pronto, gritaban Marana thaVen, Señor Jesús- como hacemos nosotros en este Tiempo de Adviento que hoy empezamos.

Sin embargo, también algunos cristianos de la ‘primera hora’ caían en las mismas desviaciones de los que creen que el fin del mundo tendrá lugar el próximo 21 de diciembre. Se desentendían del presente, no se implicaba en la lucha por la justicia,  en transformar el mundo según la voluntad de Dios; se olvidaban del prójimo y abandonaban sus compromisos matrimoniales y familiares, y hasta se negaban a trabajar. De ahí que el apóstol Pablo tenga que corregir estas formas desviadas de entender y aguardar la Parusía: “si uno no quiere trabajar, que no coma”, dice en la segunda carta a los cristianos de Tesalónica.

P. Pedro Arrupe s.j.
¿Cuál es, entonces, para el cristiano, el modo correcto de vivir el tiempo, de vivir la espera del Señor? Todas las grandes religiones nos dicen que lo que cuenta, lo que existe de verdad, es el presente. El pasado no lo podemos cambiar; es verdad que podemos cambiar la forma de interpretarlo, y esto también es importante: es muy distinto que veamos nuestra vida como la historia de un fracaso o de la salvación, pero estas diferentes lecturas dependen de la forma en la que vivimos el presente; el pasado en cuanto tal no nos pertenece, como tampoco el futuro. Lo que cuenta es el ‘aquí y ahora’, el presente, y como nos enseñan las grandes religiones, debemos despertar al presente, vivirlo plenamente, que es también lo que dice Jesús en el evangelio cuando habla de ‘vivir despiertos’.

Sin embargo, a diferencia de otras religiones que nos invitan a centrar nuestras energías en el ‘aquí y ahora’, los cristianos no entendemos el presente como cerrado en sí mismo, sino como abierto a un futuro trascendente, a un futuro de plenitud, cuando el Señor será ‘todo en todos’, cuando se cumplirán definitivamente sus promesas y gozaremos de la salvación que ahora vivimos ‘en esperanza’. Vivimos el presente, nos preocupamos por él, intentamos ser colaboradores de Dios en la obra de la creación, según el mandato que nos dio al crear el primer hombre, pero lo hacemos sabiendo que esto no es lo definitivo, que aquí no acaba todo, que Dios viene a establecer definitivamente su reino. No sabemos ni el día de la hora, pero sí sabemos que sucederá.

Este tiempo litúrgico de Adviento que hoy empezamos nos quiere enseñar esta actitud fundamental de la vida cristiana; esa actitud de espera vigilante y laboriosa de la venida definitiva del Señor, atendiendo al ‘aquí y ahora’ que el Señor nos regala para hacer su voluntad, sabiendo dar el justo valor a las cosas de este mundo pero sin apegarnos a ellas. ¡Que el Señor cuando venga nos encuentre así, como siervos cumplidores de su voluntad! ¡Que no os dejemos embotar el corazón con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida! ¡Que tengamos siempre presente lo que nos espera y que demos el justo valor a las cosas de este mundo!