viernes, 19 de abril de 2013

El primado de Pedro: querido por Jesús y fundado en el amor



Homilía Domingo 14 de abril de 2013
III Domingo de Pascua (ciclo C)

Desde el pasado 11 de febrero, día en que Benedicto XI hizo pública su renuncia al “ministerio de
obispo de Roma, sucesor de san Pedro”, al constatar que sus ‘fuerzas por su avanzada edad ya no se
Papa Francisco y Benedicto XVI
Fuente de la imagen: vivienna.it
correspondían con las de un adecuado ejercicios del ministerio petrino’, hemos vivido momentos muy intensos de vida eclesial. Como miembros de la Iglesia hemos sido testigos de acontecimientos que nos afectan directamente y que hemos acompañado con nuestra oración: la renuncia, la sede vacante, el cónclave, la elección del papa Francisco y su primer mes de pontificado. El hecho de que todo esto nos toque tan de cerca, sea tan importante para nuestra vida, se debe principalmente a la función que ejerce el sucesor de san Pedro, al encargo que el Señor dio a este apóstol y que se transmite, según creemos los católicos, a su sucesor como obispo de Roma. Y del encargo que Jesús a dio a Pedro, de su primado, nos habla el evangelio de este tercer domingo de Pascua.

                En el último capítulo del evangelio de Juan , a modo de epílogo, encontramos el relato de una aparición, la tercera que se narra en este evangelio, que tiene lugar en Galilea, en el contexto de una comida que sigue a una pesca milagrosa y precede el encargo que el Señor da al apóstol Pedro. Es un relato que pretende indicar el fundamento del papel que desempeñan Pedro y el ‘discípulo amado’ en la primera comunidad cristiana. En esta aparición hay muchos elementos que recuerdan el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea y la vocación de los primeros apóstoles: el lago, la pesca milagrosa, la multiplicación de los panes… Otros hacen referencia a la vida y a la misión de la Iglesia: la barca de Pedro, los peces, la red que no se rompe aunque contenga un gran número de peces –número que tiene un significado simbólico difícil de precisar -, las alusiones a la Eucaristía… Sin embargo, el diálogo entre Jesús y Pedro ocupa un lugar destacado en este epílogo del cuarto evangelio e ilumina mucho el momento eclesial que estamos viviendo.

                Jesús le pregunta a Pedro por tres veces si lo ama: ¿me amas tú? Es una pregunta franca del
Cristo y los apóstoles en la barca representando a la Iglesia que a través
de la historia lleva adelante la obra de la salvación
P. Rupnik - Centro Aletti
Fuente de la imagen: centroaletti.com
Señor muerto y resucitado, del que había pasado por la ignominia de la pasión y de la cruz, del que había entregado su vida por él. La respuesta de Pedro ya no puede referirse a un amor entusiasta inicial, sino tiene que ser la de un amor maduro, un amor incondicional, un amor que responde al que el Señor ha mostrado por él. Cuando Jesús le pregunta por tercera vez a Pedro si le quiere, el apóstol se entristece, quizás porque en ese momento recuerda su triple negación. Descubre así, a la vez, su miseria y el gran amor de Jesús que se carga con su pecado y lo redime, ofreciéndole la posibilidad de una nueva relación mucho más profunda, capaz de asumir y superar la traición. El amor que ahora Pedro manifiesta por Jesús es el de un pecador perdonado, de uno que ha descubierto la grandeza de la misericordia del Señor, de uno que ahora conoce el sentido y la verdad de la cruz. El amor que Jesús le pide a Pedro y que el apóstol dice tener es el de un amor que ha pasado por le experiencia pascual de muerte y resurrección y que ya es tan maduro y pleno que está dispuesto también al martirio: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieres. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios”. En la primera lectura vemos como Pedro anuncia con valentía ante el Sanedrín el misterio de Cristo y sale contento de ser ultrajado por el nombre de Jesús. Aún a costa de morir tiene muy claro que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Esa pregunta que el Señor muerto y resucitado dirige a Pedro nos la dirige también a cada uno de nosotros: ¿me amas tú? ¿cómo me mas? ¿con un amor soberbio, inconstante, sentimental, infantil, o con un amor maduro, incondicional, de una persona que ha experimentado el perdón y es capaz de entregar su vida?

                Al recibir de Pedro por tres veces la respuesta que lo ama, el Resucitado le da el encargo de
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Cristo empujando los peces hacia la red
apacentar el rebaño también por tres veces. Algunos comentaristas han hecho notar que esta estructura de triple declaración refleja la de un contrato formal de aquellos tiempos y lugares. El amor que Pedro dice tener a Jesús se debe manifestarse concretamente en el servicio a los hermanos. El Señor no es el beneficiario directo del amor que le tenemos, sino los hermanos que debemos servir. Si no servimos y amamos a los hermanos, el amor que decimos tener al Señor no es auténtico. Cada uno está llamado a servir a los hermanos de manera distinta, según su vocación, su lugar en la Iglesia y en el mundo: Pedro y sus sucesores, ejerciendo el ministerio petrino de apacentar el rebaño del Señor como pastores universales, pero tú y yo, de acuerdo con el lugar en el que el Señor nos ha puesto, sea éste una parroquia, una familia, un trabajo, etc.

                El diálogo tan intenso y de tanto alcance entre Jesús y Pedro termina con una palabra que resume todo: “Sígueme”. Hace unos días recordábamos a Dietrich Bonhoeffer, ejecutado en el campo de concentración de Flossenbürg el 9 abril de 1945. Fue uno de lo grandes teólogos y testigos de la fe del siglo XX. En un libro suyo muy leído sobre el discipulado y lo que cuesta la gracia, decía: "Cuando Cristo llama a un hombre, él lo invita a venir y morir". Ser discípulo del Señor, seguirle, amarle de verdad, servir a los hermanos, implica estar dispuestos a compartir su misma suerte, a extender los brazos como él los extendió. Hizo muy bien este gran teólogo luterano en recordarnos que, paradójicamente, la gracia, aunque es gracia, aunque es regalo, cuesta muy cara. No hay un seguimiento de Jesús que sea ‘light’.

                En el evangelio de Juan, al primado que Jesús le da a Pedro, siguen unas palabras sobre el
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’discípulo amado’ que no se nos han proclamado hoy, pero que son importantes para entender los límites del ministerio petrino y la legítima pluralidad que debe existir en la Iglesia. Al preguntarle Pedro a Jesús por este discípulo, el Señor resucitado contesta: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. No todo en la Iglesia debe ser controlado por Pedro y sus sucesores de forma directa; hay ámbitos de la vida de la Iglesia, de la vida del Espíritu, de la experiencia mística, que poseen su justa autonomía; de ahí la rica unidad en la pluralidad que caracteriza a la comunidad eclesial de todos los tiempos. Sin embargo, dentro de esta rica pluralidad hay algo que todos compartimos que es el seguimiento de Jesucristo.

Pidamos hoy, en este tercer domingo de Pascua, por el papa Francisco, para que ejerza con valor y fidelidad su ministerio a favor de los hermanos, un ministerio que tiene su origen en la voluntad de Cristo, como hemos vuelto a constatar este domingo. Pidamos también por toda la Iglesia, para que se fomente y respete la legítima diversidad en su seno, dentro de esa unidad que es fruto del Espíritu y a cuyo servicio está el sucesor de Pedro. Pidamos también por nosotros, para que sigamos con determinación a Cristo muerto y resucitado, dispuestos a compartir su suerte.

martes, 9 de abril de 2013

La dicha de creer en un acontecimiento que todo lo cambia



Homilía Domingo 7 de abril de 2013
II Domingo de Pascua - Domingo de la Divina Misericordia
Memoria de san Juan Bautista de la Salle

            La mayoría de nosotros coincidimos en que estamos atravesando un momento especialmente difícil
para nuestra sociedad, nuestro país, nuestras familias y también para la Iglesia. Percibimos a nuestro alrededor y en nosotros mismos mucha desesperanza, mucha tristeza y angustia, mucho sufrimiento y desconcierto, mucho pesimismo No solo la crisis económica, el paro, los desahucios, las tantas personas que encontramos pidiendo limosna en las calles y en el metro, los suicidios, sino también la crisis moral y de valores, la violencia contra las mujeres, las guerras…Nos despertamos muchos días con pena y preocupación ante todo esto y con la sensación de que el mal triunfa sobre el bien ‘como pasa siempre’, de que nuestro mundo y nuestra humanidad no tiene arreglo. Sin embargo, paradójicamente, esta circunstancia y estos sentimientos pueden abrir nuestros oídos para escuchar de un modo nuevo la buena noticia de la resurrección del Señor, ya que no es muy distinta nuestra situación a la de los discípulos que se habían encerrados temerosos en el cenáculo después de la crucifixión injusta e ignominiosa de su Maestro.

            En un principio puede que el hecho de la resurrección del Señor no nos parezca ‘relevante’ para
Fuente de la imagen: lavanguardia.com
nuestra vida, utilizando un anglicismo; puede que pensemos que la solución a la situación actual debe ser económica, política e incluso psicológica. Y en parte es verdad. La psicología, por ejemplo, puede aportar mucho, ya que, desde la perspectiva cognitiva con la que como psicólogo me encuentro más a gusto, es muy importante cuidar los pensamientos que acompañan nuestra percepción de la realidad. Ante la misma realidad podemos tener pensamientos distintos, que muchas veces surgen automáticamente, y que conducen a sentimientos y conductas diferentes; bien sabemos que con frecuencia estos pensamientos no son adaptativos, no son los adecuados que nos ayudan a sobrellevar bien las circunstancias y quizás tampoco se corresponden con los hechos, son irracionales. Sin embargo, aun reconociendo la importancia de estos factores psicológicos, como también de los económicos y políticos, al final se quedan cortos. En el fondo lo que de verdad nos puede salvar es un esperanza ultramundana, una esperanza que vaya más allá de este mundo limitado, que sea más fuerte que la muerte, que la injusticia, que la enfermedad y el pecado del hombre. El cristiano tiene un sólido fundamento para esta esperanza que es el hecho de la resurrección. Si el Señor ha resucitado ya nada es lo mismo, ya el mal no puede con nosotros, ya ha sido vencido.

            Este domingo de la Octava de Pascua es una de las ocasiones en que la noticia de la resurrección del Señor se nos anuncia con mayor fuerza. El pasaje evangélico que se nos ha proclamado parece escrito para este día. En él se narran dos apariciones de Jesús resucitado que tienen lugar dos domingos seguidos; una, el domingo de la resurrección por la tarde, después de que por la mañana los discípulos encontraran la tumba vacía, y la otra, el domingo siguiente, tal día como hoy. Los elementos presentes en los dos relatos indican los efectos de la resurrección de Cristo para nuestra vida: la paz que solo el resucitado nos puede dar, el envío, el don del Espíritu, el perdón de los pecados. Importante es también la figura del apóstol Tomás el incrédulo, que hace de lazo de unión entre las dos apariciones y sirve para que entendemos la diferencia entre los apóstoles, testigos ‘directos’ de la resurrección, y los demás creyentes, como nosotros, que no hemos visto al Señor resucitado pero que sin embargo creemos.

            Jesús llama bienaventurados a los que crean sin haber visto. La resurrección es un acontecimiento
Fuente de la imagen: eltestigofiel.org
real, un hecho verdaderamente acontecido, aunque por otro lado también es una realidad trascendente que supera la historia. Con la resurrección del Señor empiezan ‘los cielos nuevos y la tierra nueva’ prometidos por Dios; de ahí que el cuerpo de Jesús resucitado siendo siempre el mismo, es ahora glorioso y tiene características distintas. Jesús en su resurrección no vuelve a la vida anterior como le pasó a Lázaro, por eso el hecho mismo de la resurrección no fue visto por nadie. Sus manifestaciones sí fueron históricamente comprobables, como la tumba vacía y la experiencia de las apariciones; pero la realidad misma de la resurrección supera el orden de este mundo. Por eso decimos que la resurrección es objeto de fe: creemos en la resurrección, creemos sin haber visto. Creemos sobre la base del testimonio que ha llegado hasta nosotros -como el evangelio de hoy-, y gracias a la acción interior del Espíritu Santo que nos mueve desde dentro para que asintamos con la fe a este anuncio.

            El hecho de la resurrección de Jesús todo lo cambia. Ratifica la enseñanza de Jesús y su vida, su entrega por nosotros en la cruz. Valida que en él se nos da el perdón de los pecado y la reconciliación con Dios y la posibilidad de caminar en una vida nueva. Prueba que hay justicia y vida eterna y que podemos vivir sin ese temor a la muerte que nos esclaviza, tanto a la muerte física, como a las pequeñas muertes que constelan nuestra vida cotidiana.

            Hagamos entonces nuestro el saludo pascual, sintiéndonos dichosos por el don de la fe en la resurrección del Señor. Esta fe que nos da luz y una esperanza cierta también en medio de las crisis más profundas y difíciles.


¡El Señor ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!

(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 

martes, 2 de abril de 2013

La pasión del Señor fue por mí y para mí



Homilía Domingo 24 de marzo de 2013
Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (ciclo C)

Siempre que oímos la pasión del Señor nos conmovemos; este relato hace que resuenen cuerdas
La crucifixión blanca - Marc Chagall (1938)
          Art Institute de Chicago (USA)
          Obra favorita del papa Francisco (granda.com)
        
muy profundas de nuestro ser que tienen con ver con los sentimientos fundamentales de nuestra existencia, los que nos hacen parecidos a Dios. Yo me acuerdo de la primera vez que lo escuché de una maestra mía de Primaria sin saber que estaba hablando de Jesús; me puse a llorar a lágrima tendida. Entre estos sentimientos tan primordiales se encuentra el de la compasión, ‘com-patir’, ‘sufrir-con’. Es lo que sintió el buen samaritano de la parábola ante el que había sido dejado medio muerto por los ladrones. La palabra compasión tiene la misma raíz que pasión; viene del término latino passio que, a su vez, deriva del verbo pati, patior que significa padecer, sufrir, tolerar. De esta raíz también viene el concepto de paciencia que tiene mucho que ver con nuestra vida cotidiana, con nuestra vida en la familia y en el trabajo, donde muchas veces estamos llamados a unirnos a la cruz del Señor por amor y perseverar en ella. Hoy, en este domingo de Ramos en la Pasión del Señor, la Iglesia nos sitúa ante Cristo paciente como 'modelo de sumisión a la voluntad del Padre'.

Podemos escuchar el relato de la pasión de distinta maneras, como diversas eran las reacciones de las personas que presenciaron los acontecimientos esos días en que se llevaba a cabo la obra de nuestra salvación. Así nos encontramos en los relatos evangélicos con las diferentes actitudes de san Pedro, Judas, el Sanedrín, el pueblo, José de Arimatea, Poncio Pilato, Herodes, el buen ladrón, Simón de Cirene... Todas estas personas tocan con mano ‘algo’ que acontece delante de ellos pero reaccionan de modo distinto. Para algunos lo que le pasa a Jesús es externo a sus personas, no tiene mucho que ver con su vida y con sus preocupaciones y aspiraciones; para otros, es motivo de tristeza o de escándalo; para otros es oportunidad para sacar provecho, para rehacer amistades perdidas, o establecer su autoridad. Algunos piensan que ese Jesús ofende a Dios y lo más sagrado de su religión por lo que es preciso castigarlo o incluso eliminarlo. Nosotros, que hoy escuchamos este relato sabiendo el final de la historia, conociendo el hecho de la resurrección y del nacimiento de la Iglesia, somos conscientes de que tiene mucho que ver con nuestra vida, con lo más profundo de nuestro ser, que marca un antes y un después, que conlleva un cambio profundo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos con fe y lo celebramos en los sacramentos.

Una pregunta que nos puede ayudar a entender el significado de la pasión para nosotros hoy es la siguiente: ¿quiénes fueron los responsables de la pasión del Señor? ¿cuál fue su verdadera causa? ¿a quiénes podemos considerar culpables de ella? Después de la shoah, del holocausto del pueblo judío a manos de los nazis en la segunda guerra mundial, tenemos mucho cuidado a la de hora de hablar de la culpa del pueblo judío o de los sus jefes en la pasión del Señor. Sabemos que este tipo de ideas está relacionado con la persecución que ha sufrido este pueblo en los países cristianos a lo largo de los siglos. Sin embargo, teniendo claro que el antisemitismo es incompatible con la fe cristiana, sí es verdad que los evangelios aluden a la responsabilidad del pueblo y del Sanedrín en la condena a muerte de Jesús. Este dato no nos debería llevar a una interpretación sesgada de estos relatos, ni mucho menos a considerar a los judíos responsables colectivamente de la muerte de Jesús, sino a interrogarnos acerca del poder religioso en sí. Jesús es condenado como blasfemo; no se reconoce o no se quiere reconocer en él la presencia y la manifestación de Dios, y esto no solo porque choca con las expectativas judías, sino con las de todo tipo de religión. Pero Jesús también es condenado por el poder político, por Poncio Pilato. También en éste está presente el rechazo de aquel que ha venido para servir y no ser servido. Aunque la pasión y la muerte del Señor ‘estaban escritas’, es decir formaban parte del plan divino de salvación, esto no exime a cada cual de su responsabilidad, que en el fondo solo Dios conoce y puede juzgar.


Sin embargo, para entender realmente el alcance de la pasión del Señor y su significado para nuestra 
Lugar del martirio de san Maximiliano Kolbe
             (Auschwitz)
vida, tenemos que ir más allá de estas consideraciones sobre la responsabilidad de los protagonistas inmediatos y caer en la cuenta que los verdaderos responsables - o culpables - de la pasión y muerte el Señor somos cada uno de nosotros en la medida en que nos hacemos cómplices y perpetuadores del mal, del pecado del mundo. La pasión del Señor fue por y para cada uno de nosotros: fue causada por el pecado del que somos partícipes y fue para librarnos de esta esclavitud. Cuando nos damos cuenta de ello surge en lo más profundo de nuestro ser una verdadera com-pasión y com-punción que nos sana existencial y ontológicamente, y nos hace parecidos al Señor que en vez de condenar se carga con el pecado del mundo y lo vence a fuerza de bien.


¡Qué vivamos así los misterios que celebramos a lo largo de esta Semana Santa, haciendo memoria de acontecimientos que tienen que ver con nuestra vida y nos liberan del poder del mal!



(Este post sale publicado con algunas modificaciones y mejoras en mi libro Si conocieras el don de Dios y por tanto está sujeto al copyright que establece la editorial) 


martes, 5 de marzo de 2013

Tomarse en serio las advertencias del Señor y de la vida



Homilía Domingo 3 de marzo de 2013
III Domingo de Cuaresma (ciclo C)
Sede apostólica vacante

            Con frecuencia pasan cosas a nuestro alrededor –a veces en el contexto más próximo de familiares, amigos y conocidos, y otras veces en ámbitos más lejanos pero que se hacen próximos a través de los medios de comunicación- que nos perturban y desconciertan. Así es, por ejemplo, cuando nos enteramos de la muerte repentina de alguien cercano, o de una enfermedad grave que se le ha diagnosticado a un conocido, o de una crueldad hecha a personas vulnerables, o de una catástrofe natural o provocada por el mal hacer del hombre… Estos acontecimientos nos llevan a menudo a dudar de la existencia de un Dios bueno y providente, o a que nos surjan preguntas sobre el sentido de la vida, o acerca del porqué pasan estas cosas a personas que son aparentemente más buenas que otras...

            Un desconcierto parecido y unas preguntas similares tenían los que se acercaron a Jesús para contarle “lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían”, como se narra en el evangelio de hoy. Según su forma de pensar, si eso les pasó a ellos y no a otros es porque eran más pecadores que los demás, o porque habían hecho algo malo, quizás oculto pero que merecía ese castigo. Si no fuera así, ¿cómo un Dios que es justo y providente, que premia a los buenos y castiga a los malos, lo permitiría? En su respuesta Jesús rechaza este tipo de explicaciones que utilizamos a veces también nosotros de que las cosas malas que pasan son castigos de Dios. Él, en esta ocasión, no contesta al porqué de estos hechos, tanto de los que son provocados por la crueldad humana como de los que se deben a desgracias en las que no interviene directamente la voluntad del hombre, come esa torre que se derrumba sobre dieciocho personas matándolas. Sin embargo, sí enseña Jesús que este tipo de sucesos deberían llevarnos a tomarnos más en serio nuestra vida, a darnos cuenta de que no es eterna y de que es necesario y urgente tomar las decisiones fundamentales del modo en que la queremos vivir, de los valores que queremos que la conformen. Para rematar esta enseñanza, profundizando en ella y reforzándola, como suele hacer el Señor, cuenta la parábola de la higuera estéril. Es una parábola que nos habla de la paciencia de Dios y a la vez de la urgencia de dar frutos. Por un lado nos conforta en el difícil y tortuoso camino de la conversión y por otro nos advierte contra una actitud improductiva y de aplazar continuamente las decisiones, de andar continuamente con dilaciones.

Personas atrapadas en la torre norte del World Trade
Center (Nueva York, EE.UU.) minutos antes de derrumbarse
Información de la foto: telegraph.co.uk 
            Es útil pararnos un momento a pensar en las muchas resistencias que tenemos al cambio, a emprender una vida cristiana más auténtica, a tomar definitivamente una opción fundamental por Cristo y su reino. Estas resistencias pueden deberse a varias cosas, entre ellas a no percibir la urgencia de cambiar, a pensar que tendremos tiempo más adelante, a banalizar la paciencia de Dios y de su misericordia, etc. Los acontecimientos de la vida, lo que pasa a nuestro alrededor, si lo interpretamos bien, y la misma Escritura, las palabras del Señor, nos deberían impulsar al cambio. A veces esta resistencia a la conversión se debe a que nos sentimos demasiado seguros, a que hemos experimentado en el pasado los favores del Señor y esto hace que nos creamos elegidos, o a que pensemos que nuestra vida cristiana ya es suficientemente coherente. Uno de los grandes peligros que corremos es esta falsa seguridad, la seguridad de aquellos que se sienten superiores.

            De este peligro nos pone en guardia la segunda lectura de hoy. La amenaza del gnosticismo siempre ha estado presente en la vida de Iglesia; es como el río Guadiana que nos encontramos una y otra vez a lo largo del camino, aunque con distintas apariencias. Una de sus manifestaciones principales es la de individuos que se sienten iluminados, elegidos, que piensan tener un conocimiento superior, que se creen por encima del bien y del mal. Algo de esto existía en la comunidad de Corinto a la que escribía Pablo su carta, y tiene lugar también hoy en la Iglesia en la que hay algunos – a veces nosotros mismos- que porque son maestros de la fe de los demás, o catequistas, o pertenecen a algún movimiento, o han estudiado algo de teología, o han tenido experiencias peculiares, ya se creen perfectos y no necesitados de conversión. De ahí que el apóstol afirme con contundencia: “el que se crea seguro, cuídese de no caer”. Para ilustrar esto, san Pablo hace referencia a la historia sagrada, a la experiencia del pueblo de Israel en el desierto, que dice fue escrita para nosotros que vivimos “en la última de edades”, para “escarmiento nuestro”. Aunque los israelitas que salieron de Egipto experimentaron los favores de Dios, la nube, el atravesar el mar Rojo milagrosamente, el maná, el agua de la roca, no entraron en la tierra prometida. De esta lección debemos aprender a no sentirnos demasiados seguros, a que cualquiera puede caer.

Benedicto XVI dejando el Vaticano para hacer efectiva
su renuncia - Roma (Italia), 28 de febrero 2013
            Este tercer domingo de cuaresma es el de Moisés y de la samaritana. En la primera lectura siempre se nos presenta la figura del gran líder del pueblo elegido. Este año hemos escuchado el relato de su vocación y de la revelación del nombre divino. Moisés, pastoreando el rebaño de su suegro Jetró, llega al Horeb, el monte de Dios, y ve una zarza que arde sin consumirse. Decide entonces “acercarse a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza”. Lo mueve la curiosidad y ese acercarse es ocasión para la revelación de Dios: “yo soy el que soy”, expresión que ha sido fundamental para la reflexión filosófica de Occidente acerca del ser, una reflexión filosófica que surge de la curiosidad por conocer, como la que motivó Moisés a acercarse a ese fenómeno que le sorprendía. Esa zarza que ardía sin consumirse ha servido de símbolo para muchas cosas en la tradición espiritual de la Iglesia, entre ellas para expresar el fuego del amor divino que quema pero no consume, y que mueve a realizar grandes empresas como las que llevaron a cabo los santos. Es este fuego el que necesitamos hoy en nuestra vida y en la de la Iglesia y que con demasiada frecuencia nos falta.

            Vamos a pedirle al Señor para su Iglesia en este momento crucial de sede vacante, y para cada uno de nosotros, el don del Espíritu, del ‘amor de Dios en nuestros corazones’, de ese fuego que arde y no consume, para que nos lleve a todos a una vida cristiana auténtica y comprometida en el hoy de nuestra historia.

martes, 26 de febrero de 2013

Subir al monte del encuentro con Dios para aceptar y vivir el misterio de la cruz



Homilía Domingo 24 de febrero de 2013
II Domingo de Cuaresma (ciclo C)
Fiesta judía de Purim

Giovanni Bellini (1460)
Museo Correr - Venecia (Italia)
            Un buen comentario a las lecturas de este domingo de la Transfiguración del Señor lo podemos encontrar en el mensaje de papa Benedicto XVI para esta cuaresma 2013 cuando afirma: “La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios.”

Este “subir al monte del encuentro con Dios” que debemos hacer siempre, especialmente en los tiempos fuertes de nuestra vida y del año litúrgico como la cuaresma, se lleva a cabo sobre todo a través de la oración. Cuando no subimos a este monte -cuando no oramos- se va perdiendo el sentido cristiano de nuestra vida y se debilitan nuestras fuerzas y nuestro amor y servimos mal a nuestros hermanos o dejamos de hacerlo del todo.

En en el monte del encuentro con Dios descubrimos el sentido de nuestra vida y de nuestra historia y de la cruz que Dios permite en ellas, la cruz auténtica –no la que muchas veces nos inventamos para escapar de la que el Señor quiere para nosotros-, la que nace de la entrega y del servicio, del amor verdadero. Este es el sentido fundamental del relato de la transfiguración del Señor que se nos ha proclamado hoy y así quiere también la Iglesia que lo interpretemos en este segundo domingo de cuaresma. En el Tabor, Jesús y los tres apóstoles más cercanos a él experimentan la confirmación divina del camino de la cruz que tanto escándalo provoca. El Señor había anunciado poco antes su pasión y muerte y los requisitos para ser su discípulo y ahora, ante Juan, Santiago y Pedro, muestra su gloria divina, la gloria de ese rostro que poco después será desfigurado por los golpes, las burlas, los escupitajos de la pasión. En el monte también aparecen Moisés y Elías, representantes de la Ley y de los Profetas respectivamente, es decir de las Sagradas Escrituras, que hablan con Jesús de “su muerte [éxodo] que iba a consumar en Jerusalén”. La pasión y muerte de Jesús, no son un accidente, una terrible desgracia fruto de casualidades y de la maldad humana, sino que estaban escritas, forman parte del plan de salvación establecido por Dios, son su voluntad. En el monte se dan cuenta de que la “pasión es el camino de la resurrección”, como rezamos en el prefacio de la misa de hoy. Y esto vale también para nuestra vida. En el monte del encuentro con Dios que es la oración podemos mirar nuestra vida y nuestra historia con los ojos de la fe y nos descubrimos muy amados por Dios, sus elegidos, aunque los acontecimientos parecerían indicar lo contrario. Es en el monte donde descubrimos la voluntad de Dios y cogemos fuerzas para llevarla a cabo, para amar y servir a nuestros hermanos en la dimensión de la cruz. Por eso la oración no es una evasión, un escapar del mundo y de sus problemas y de nuestro compromiso para con él, sino que es el instrumento que tenemos para servirlo y amarlo mejor, sin dejar vencernos por mal. Subimos al monte para bajar después al mundo de la cotidianidad con nuevas fuerzas y con más sentido en las cosas que hacemos, luchando contra el mal presente en él no con el mal, sino venciéndolo a fuerza de bien, como nos ha enseñando el Maestro.

Evangeliario de Rabula (siglo VI)
En el monte de la oración también descubrimos que Dios ha hecho una alianza con nosotros, que se ha comprometido con cada uno de nosotros, que nos ha hecho una promesa, como hizo con Abrahán. En el relato del Libro del Génesis de la primera lectura constatamos sorprendidos como Dios, en su enorme condescendencia, se somete al modo de hacer pactos de aquella época tan lejana a nosotros, en la que las partes en vez de firmar un contrato pasaban en medio de animales descuartizados y divididos, maldiciendo con esa suerte al que no fuera fiel a lo pactado. En este caso, Dios pasa en medio de los animales y no Abrahán. Es Dios quien toma la iniciativa y establece el pacto y promete fidelidad, por eso a veces más que de una alianza entre pares se habla de promesa o testamento, ya que es un acto casi unilateral de Dios en favor de Abrahán. Lo mismo pasa con nosotros. Dios toma la iniciativa y hace una alianza con nosotros, nos promete sin merecimiento de nuestra parte, la vida eterna, y se compromete a ello en la cruz de su Hijo.

En el monte de la oración también nos damos cuenta de que a veces actuamos como enemigos de la cruz de Cristo, como dice san Pablo en la segunda lectura. Con esta expresión, en su carta a los Filipenses, se refería a los judíos que no se habían dado cuenta de la novedad que suponía la cruz de Cristo y permanecían anclados en la necesidad de la circuncisión para formar parte del pueblo elegido. Esta cerrazón a la novedad cristiana les llevaba a vivir centrados en el mundo, aspirando solo a cosas terrenas, y no mirando al cielo que no ha abierto el Señor con su muerte y resurrección y que es la verdadera tierra prometida. Esto también nos pasa a nosotros cuando buscamos una salvación solo mundana, confiando en las cosas del mundo y no en Dios. La oración nos ayuda a descubrir que somos ya ciudadanos del cielo en el que participaremos también un día con nuestro cuerpo glorificado según ‘el modelo del cuerpo glorioso del Señor’. De ahí también la importancia del cuerpo para el cristianismo.

Es un dato curioso que tanto a Abrahán como a los apóstoles les invade un sueño profundo ante la manifestación de Dios, como nos puede pasar también a nosotros en la oración. Quizás el sueño deriva de que la revelación de Dios es tan grande y acontece solo por su iniciativa, tan de otro orden respecto al mundo, que nos sobrepasa y esto se expresa con la idea del sueño, como ocurre también en el huerto del Getsemaní. Sin embargo, Dios actúa y muestra su gloria y hace su alianza aunque estemos dormidos.

Podemos concluir esta reflexión acerca del modo en que la oración nos ayuda a aceptar y vivir el misterio de la cruz, citando unas palabras que san Juan de Ávila dice de los pastores, afirmando que deberían dar “a entender con buenos ejemplos que la vía de la cruz y el estrecho camino que lleva a la vida, por áspero que parezca al mundo, es posible e imitable, y aun lleno de suavidad, a quien se esfuerza a caminar por él con el favor del Señor”.

martes, 19 de febrero de 2013

Vivir la cuaresma en el año de la fe



Homilía Domingo 17 de febrero de 2013
I Domingo de Cuaresma (ciclo C)


Benedicto XVI recibiendo la ceniza
Basílica de San Pedro del Vaticano (13/2/2013)
            El tema que el Señor nos pone delante para nuestra meditación y oración en la celebración de hoy es indudablemente el de la fe. Digo ‘indudablemente’ con cierto temor, ya que en las cosas del Señor hay que tener cautela porque él siempre nos sorprende. Sin embargo, son tantos los acontecimientos y las palabras que tienen como objeto la virtud teologal de la fe y que coinciden en este día que justifican mi afirmación y hacen que no sea demasiado temeraria. Parece que el Señor desea que este domingo y toda esta cuaresma que hoy empieza la dediquemos a renovar nuestra fe, a hacerla más “consciente y vigorosa”. Vamos a ir desmenuzando brevemente estas palabras y acontecimientos de la celebración de hoy que se refieren a la fe.

            Lo primero es que estamos en el Año de la fe que ha convocado el papa Benedicto XVI como un llamamiento a “una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo”. En este contexto, el mensaje del Santo Padre para esta cuaresma 2013 nos invita a reflexionar sobre la relación entre la fe y la caridad. Ya su título es bastante elocuente: “creer en la caridad suscita caridad”; y más elocuente aún es el texto bíblico de referencia de la primera carta del apóstol Juan: “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). El amor de Dios que nos precede se nos ha revelado plenamente en Cristo y por la fe creemos en él, y esto es lo que nos lleva a ejercer la caridad para con el prójimo. La caridad auténtica no es un sentimentalismo vacío, sino una actitud que hunde sus raíces en la fe en el amor de Dios que ha entregado su Hijo por nosotros.

Por otro lado también las lecturas de este primer domingo de Cuaresma se centran en la fe. En la segunda lectura, en un pasaje fundamental de su carta a los Romanos sobre la salvación por la fe, el apóstol Pablo afirma solemnemente: “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación”. Como escribe Benedicto XVI en la carta apostólica con la que convoca este Año de la fe: “Creer en Jesucristo es... el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación”. Es la fe la que nos pone a bien con Dios, la que nos reconcilia con él y nos hace entrar en el pueblo de la nueva alianza.

Cortesía de: Stained Glass Inc.
En la primera lectura del Libro del Deuteronomio se nos ofrece la confesión de fe del fiel israelita. Moisés ordena que se lleven las primicias de los frutos de la tierra al templo y que se entreguen al sacerdote y que, al hacerlo, se pronuncie una profesión de fe narrando lo que el Señor ha hecho en favor del pueblo de Israel: como lo “sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido” y lo introdujo en la tierra que ‘mana leche y miel’. La fe, junto a ser un acto de confianza en Dios, de entrega plena y libre a él, tiene también sus contenidos, que se refieren a lo que el Señor nos ha revelado de sí mismo, lo que ha realizado en nuestro favor en la historia de la salvación desde la creación del mundo hasta la consumación final. La cuaresma de este año es así ‘tiempo favorable’ para renovar nuestro acto de fe en Dios y para profundizar en sus contenidos.

El relato de las tentaciones de Jesús, que siempre se nos proclama en el primer domingo de cuaresma para que aprendamos de Jesús a “sofocar la fuerza del pecado” como se dice en el prefacio de esta misa, también se puede interpretar en la perspectiva de la fe ya que toda tentación tiene una dimensión relacionada con fe: implica un poner en duda el amor de Dios, de que ha hecho bien las cosas, de que su voluntad es lo mejor para nosotros, de que nuestra historia es historia de salvación y de que la que la cruz es el camino para llegar a la vida eterna. El diablo tienta a Jesús para que se aparte del camino marcado por Dios Padre, induciéndolo a dudar de su providencia y amor. Esto es también lo que nos pasa a nosotros cuando somos tentados por el demonio, la carne o el mundo, que son los enemigos de nuestro progreso en la fe.

En la oración colecta al comenzar esta misa pedíamos a Dios “avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud”. ¡Que al terminar estos cuarenta días penitenciales podamos celebrar con más sinceridad la Pascua, con una fe renovada, para poder “pasar un día a la Pascua que no acaba”!

martes, 22 de enero de 2013

Oramos para anticipar la hora de la unidad de los cristianos



Homilía 20 de enero 2013
II domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
Semana de Oración la Unidad de los Cristianos
Memoria de san Fructuoso de Tarragona, obispo y mártir,
y de sus diáconos, santos Augurio y Eulogio, mártires

            Hoy, 20 de enero, celebramos la memoria del santo mártir Fructuoso, obispo de Tarragona a mediados del siglo III, y de sus dos diáconos, Augurio y Eulogio, que murieron quemados en el anfiteatro de aquella ciudad al no acatar la orden del emperador Valeriano que mandaba a todos los jefes de las Iglesia que ofreciesen sacrificios a las divinidades del Imperio. Conservamos las Actas de su martirio que son un testimonio valioso de la vida cristiana en la España romana. En ellas se cuenta como el santo obispo, al subir a la hoguera con rostro sereno, a uno que le pedía que rezara por él, le contestó: “Yo debo orar por la Iglesia católica que se extiende de Oriente a Occidente”. San Agustín, comentando estas palabras, explica que san Fructuoso no le negó su intercesión a quien se la pedía, sino que le advertía de que si quería que rezase por él en aquella hora, ‘que no se separase de aquella por la que pedía en su oración’, es decir, de la Iglesia. Estos mártires vivieron con coherencia su fe en un tiempo en el que la Iglesia estaba unida, era una, antes de que comenzaran los cismas y las divisiones de los siglos posteriores. Por eso estas palabras de san Fructuoso son muy significativas para nosotros hoy, en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que comenzó el pasado 18 de enero y que se clausurará el 25, fiesta de la conversión de san Pablo. Aunque puede que en España no sintamos de modo tan acuciante el dolor por la desunión de los cristianos como en otros países, queremos rezar por la Iglesia católica, universal, que se extiende de Oriente a Occidente, como lo hacía el santo obispo de Tarragona.

Bodas de Caná - P. Rupnik (Centro Aletti)
Iglesia de Ntra. Sra. del Pozo (Líbano)
centroaletti.com
La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos se viene celebrando desde 1908 por la mayoría de los creyentes en Cristo de las distintas Iglesias y comunidades cristianas esparcidas por el mundo. Según la famosa expresión del abad Couturier, oramos por “la unidad que Cristo quiere, por los medios que él quiere”. Esta iniciativa nace de la constatación de que la división entre los cristianos contradice claramente la voluntad del Señor y es un escándalo para los no creyentes y, por tanto, un impedimento para la evangelización. También surge de la toma de conciencia cada vez más clara que la unidad es un don y que necesitamos de la ayuda del Señor para llegar a ella, ya que hay obstáculos que somos incapaces de superar con nuestras solas fuerzas. Jesús rezó por la unidad de sus discípulos y de todos los creyentes en su última cena: “No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mi por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sea uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20-21). Vinculó de este modo la unidad visible de sus discípulos con la credibilidad de su testimonio. Desde 1975 los materiales para la Semana de Oración los elabora un grupo local y los asume después como propios el Consejo Mundial de las Iglesias y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Los materiales de este año han sido elaborados por el Movimiento Estudiantil Cristiano de la India. Los han realizado teniendo presente la situación de grave injusticia hacia los dalits, los que son excluidos por el sistema de las castas, y nos invitan a reflexionar sobre lo “que exige el Señor de nosotros”. Un texto del profeta Miqueas nos da la respuesta: Más allá de los actos de culto y de los sacrificios, se nos pide “respetar el derecho, practicar con amor la misericordia y caminar humildemente con tu Dios”. La búsqueda de la unidad de los cristianos pasa por el respeto del derecho, la práctica de la misericordia y el caminar humildemente con Dios.

Detalle de las tinajas
            El evangelio que se nos ha proclamado en este II domingo del Tiempo Ordinario, ligado aún a la fiesta de la Epifanía que celebrábamos hace poco, narra el primer signo que hace Jesús para manifestar su gloria. Tiene lugar en la celebración de unas bodas en Caná de Galilea y por la intercesión de María. El signo consistió en cambiar el agua que servía para las purificaciones que mandaba la Ley judía por vino bueno. Hay muchos temas que están presentes en esta bellísima página del evangelio de san Juan y que son importantes para nosotros: Jesús como esposo de la Iglesia que cumple la profecía de Isaías de la primera lectura de Jerusalén desposada con Dios, o el figura de María como intercesora que es la verdadera mujer, como la llama sorprendentemente Jesús, la nueva Eva, la madre de todos los creyentes. En ese vino cuya falta señala María a su Hijo, podemos reconocer todas esas carencias que sentimos cuando nos falta el amor de Dios, tanto en nuestra vida, como en nuestros matrimonios y familias y en nuestras Iglesias y comunidades…  Sin embargo, al proclamar este evangelio en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos podemos destacar otro significado importante. Jesús anticipa simbólicamente su hora por intercesión de María. Benedicto XVI, comentando este primer milagro de Jesús, señala  que esto también es lo que acontece en la Eucaristía: por intercesión de la Iglesia de la que María es imagen, el Señor anticipa su hora en la que vendrá a instaurar definitivamente su reino, y esto sacramentalmente, haciéndose presente en el altar con el vino de la nueva alianza. Del mismo modo, nosotros en este semana, oramos para que se anticipe aquella hora en que podamos celebrar de nuevo todos juntos, como en los tiempo de san Fructuoso, la Eucaristía. Y el Señor muchas veces anticipa simbólicamente esa hora a través signos que muestran que la unidad visible de los cristianos no está lejos. ¡Que podamos a largo de esta semana ver algunos de estos signos!

martes, 15 de enero de 2013

El privilegio de haber recibido el bautismo


Homilía Domingo 13 de enero 2013
Fiesta del Bautismo del Señor (ciclo C)

Fuente de la imagen:
Saint Hedwig Catholic Church.org 
            Hay cosas importantes en la vida que corremos el riesgo de no valorar adecuadamente porque no nos paramos a pensar en ellas y en el privilegio que supone tenerlas. Una de estas ‘cosas’ es el sacramento del bautismo. La mayoría de nosotros lo hemos recibido cuando éramos niños; fue un regalo que nos hicieron nuestros padres, pensando que era lo mejor para nosotros y que formaba parte de la transmisión de la fe y de la vida cristiana que sentían como un deber. Sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar en el privilegio que supone haberlo recibido, el cambio que implica en nuestras vidas, la diferencia radical que ha llevado a cabo en nosotros. Hoy, fiesta del bautismo del Señor, es una buena ocasión para ello.

Fuente de la imagen:
 iconreader.wordpress.com
            El acontecimiento histórico del bautismo de Jesús de manos de Juan en el río Jordán es ante todo un ‘misterio’ de la vida del Señor, un suceso de su vida cargado de significado. De hecho, la predicación apostólica en sus comienzos iniciaba la narración de la buena noticia de Jesús partiendo de su bautismo, como podemos constatar en las palabras de san Pedro en casa de Cornelio de la segunda lectura: “Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. El bautismo del Señor es un momento de epifanía, de manifestación. Según el evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar, esta epifanía tiene lugar en un contexto de oración. Se nos dice que se abre el cielo mientras oraba. Es la oración –también en nuestra vida- la que permite descubrir la hondura de lo que sucede, la que nos abre el cielo para que veamos el significado trascendente de los acontecimientos. Así se ve bajar el Espíritu en forma de paloma, lo que indica que Jesús es el Ungido, el Mesías, y se oye una voz del cielo que lo proclama Hijo amado, predilecto. En su bautismo el Señor se revela como el ungido por el Espíritu, el Mesías prometido, y el Hijo. Quizás también en las palabras de la voz celeste hay un eco del texto de Isaías de la primera lectura que habla del siervo de Yahvé que viene a implantar el derecho sobre la tierra a través de la mansedumbre y el sufrimiento: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero”. Jesús es el Mesías y el Hijo, pero lo es como Siervo que viene a servir, a entregar su vida en rescate por muchos. Por eso se pone en la fila solidarizándose con los pecadores y se deja sumergir en las aguas, anticipando así su muerte en la cruz.

Pero como decíamos antes, la fiesta del bautismo del Señor es una buena ocasión para tomar renovada conciencia de nuestro propio bautismo, de lo que significa haber recibido este sacramento. Manteniendo las diferencias, lo que aconteció en el bautismo de Jesús, tuvo lugar también en el nuestro. Por eso no celebramos hoy un suceso solo del pasado, sino un ‘misterio’  del Señor que sigue siendo eficaz para nosotros hoy. En nuestro bautismo fuimos sepultados con Cristo por medio de las aguas bautismales, dejando atrás el hombre viejo hecho a imagen de Adán, y hemos resucitado a la vida sobrenatural, a la vida de la gracia, a la vida del Espíritu. El bautismo nos ha abierto las puertas del cielo y ha hecho que se pronunciaran sobre nosotros las mismas palabras que escuchó Jesús: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. Esto es lo que dijo Dios Padre de cada uno de nosotros cuando recibimos este sacramento. Nos miró como miró a su Hijo cuando se entregaba por nosotros en la cruz.

Fuente de la imagen: missioni-africane.org
            Esto es lo que significa nuestro bautismo y no debemos olvidarlo. Es un signo eficaz que marca un antes y un después en nuestra vida; constituye un segundo nacimiento como dice la Escritura, un renacer, un ser hecho nueva criatura. Este cambio que causa el bautismo en nuestro ser se debe manifestar en nuestra vida. El cristiano debe vivir como hijo de Dios, como ungido por el Espíritu. Debe ‘pasar haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el mal, porque Dos está con él’. El cristiano también es el siervo de Dios que viene a servir y dar su vida por los demás.

            En la Iglesia de los primeros siglos, y hoy también en Iglesias de países de misión y de antigua cristiandad que han sufrido un proceso de secularización, los que recibían y reciben el bautismo son en buena parte personas adultas. En estos casos, antes de recibir el sacramento deben someterse a un proceso de iniciación cristiana que se llama catecumenado, que puede durar varios años, de modo que la persona pueda darse cuenta de lo que significa el sacramento que va a recibir y dé signos claros de un cambio de vida, de que está pasando de vivir según el mundo a vivir como hijo de Dios. Los que hemos recibido el sacramento siendo niños, en cambio, tenemos que descubrir lo que significa este sacramento después de haberlo recibido, cuando somos adultos. Ya hemos recibido la gracia sacramental, pero ahora toca que nuestra vida se ajuste al don recibido. Es lo que le pedimos hoy al Señor.

martes, 8 de enero de 2013

Familia, paternidad y educación



Homilía Domingo 30 de diciembre 2012
Fiesta de la Sagrada Familia: Jesús, María y José
Jornada por la Familia y la Vida

            Cuando se le pregunta a los españoles acerca de la importancia que tienen para ellos los distintos aspectos de su vida, como se hace periódicamente en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), siempre sale que lo más importante es la familia, por encima del trabajo, los amigos, el tiempo libre, la religión, la política y otras actividades asociativas. Creo que todos estamos de acuerdo con esto, que lo más importante para nosotros, la institución de la que más depende nuestro bienestar y felicidad, es la familia, aunque paradójicamente puede que no sea la realidad a la que dediquemos más tiempo o nuestras mejores energías. La fiesta que celebramos hoy de la Sagrada Familia, en este domingo de la octava de Navidad, es una buena oportunidad para hacernos más conscientes de la importancia de nuestras familias, para encomendarlas al Señor que quiso nacer y vivir en una familia, y para escuchar sin prejuicios lo que nos dice Dios de esta realidad humana que es tan importante para nosotros.

            Los primero que tenemos que afirmar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado es que la familia, siendo una realidad humana, y sin dejar de serlo, es también una realidad divina, querida por Dios, con una leyes propias; es algo sagrado que tenemos que respetar, como hizo Jesús que vivió en Nazaret bajo la autoridad de sus padres, de José y María. Este fue el ámbito donde creció “en sabiduría, en estatura y en gracia, ante Dios y los hombre”. Por tanto, lo primero que nos enseña la palabra de Dios es a respetar la familia como tal, en su esencia, tal como Dios la ha querido. Es verdad que la forma concreta que asume la familia pueda variar algo según los tiempos, los lugares y las culturas, pero su esencia es siempre la misma. Es decir, que se fundamenta invariablemente en la unión estable entre un hombre y una mujer como ámbito en que nace y se desarrolla la vida. Por tanto, no es una institución creada por el hombre, que surge de determinados condicionantes sociales y económicos, sino que es algo anterior a él, que le precede y cuyas leyes le son dadas por el Creador. Al hombre le toca respetar este carácter sagrado e inviolable del matrimonio y de la familia. No hacerlo significa hacerse daño a sí mismo y minar una institución de la que depende su felicidad y su futuro. Por eso la Iglesia critica con mucha dureza cualquier intento o legislación que vaya contra la familia o la debilite. No se trata de defender una determinada visión de familia, una cierta concreción histórica, social y cultural de este grupo humano primario, la ‘familia tradicional’ como a veces se dice, sino la familia en cuanto tal, la que Dios ha querido desde siempre para el bien del hombre y la mujer.

            Del evangelio de hoy también podemos sacar otras enseñanzas importantes sobre la familia, la paternidad y el deber. Jesús dice que ‘debe’ estar en la ‘casa de su Padre’, o más literalmente, ‘en las cosas de su Padre’. Aun aceptando la autoridad de José y de María sobre él, ya que ‘baja con ellos a Nazaret y sigue bajo su autoridad’, el Señor es consciente de que su ‘deber’ para con Dios viene antes. La palabra griega que se utiliza en el texto –deî- indica tanto en el evangelio de Lucas, como en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, ese deber, o mejor, esa ‘necesidad’, de conformarse a lo establecido por Dios, de obedecer a la voluntad divina. Más allá del dolor que causó a sus padres, que es difícil de entender para nosotros, está la fidelidad de Jesús a su vocación, a Dios Padre. Muchas veces decimos que los padres no son dueños de los hijos, sino sus custodios, que los hombres antes y por encima de ser hijos de sus padres, son hijos de Dios. En este episodio evangélico de Jesús ‘perdido y hallado en el templo’, como lo llamamos al rezar el Rosario, se nos revela algo de lo que es la obediencia auténtica y lo que significa ‘ser hijo’, como también de la ‘necesidad’ de ser fieles a la propia vocación en la vida, a lo que Dios quiere de nosotros, aunque pueda causar dolor a nuestros seres queridos. Varios comentaristas han hecho notar que Jesús tenía doce años cuando se queda en el templo, y esa era la edad cuando un judío se volvía ‘hijo de la Ley’ -bar mitzvah-, sujeto a la Ley. Por tanto, en este pasaje del evangelio de san Lucas están presentes varios temas que el mismo evangelista quiere destacar y que también son importantes para nosotros y nos iluminan en nuestra vivencia a veces conflictiva de la familia, de la paternidad, de la obediencia, de la libertad frente a nuestros padres, de la fidelidad a la propia vocación, de la función pedagógica de la Ley de Moisés y de la ley moral, de la experiencia de ser hijos de nuestros padres y de Dios. Un buen resumen de algunas de las cosas que nos enseña este evangelio, que se nos ha proclamado en esta fiesta de la Sagrada Familia, lo podemos encontrar en un conocido poema de la beata Teresa de Calcuta que trata de la difícil tarea de educar:
Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.
Sin embargo…
en cada vuelo,
en cada vida,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino enseñado.

María experimentó de una manera muy singular la verdad de estas palabras. Ella vivió más de cerca que nadie el misterio de su Hijo y de su vocación y misión redentora. Aunque le costó entenderlo, como constatamos en el evangelio de hoy, se esforzó por hacerlo, guardando todo lo que acontecía y meditándolo en su corazón. Ejerció su misión de madre y aceptó y se asoció a la misión redentora de su Hijo. A ella, hoy, encomendamos nuestras familias y nuestra difícil tarea de educar a nuestros hijos para que cumplan la misión que Dios les tiene asignada.